El corazón salta presagiando borrascas. Sabes que tienes dos minutos para que la multa que penaliza los retrasos no se haga efectiva. Observas impaciente a la cajera que mueve con lentitud sus brazos. Ves el reloj. Vigilas el movimiento de los ojos de la empleada. Miras de nuevo el reloj y de nuevo contemplas a la dependiente que golpea los dientes con sus largas uñas. Los ojos vuelven sobre el reloj. El corazón acelera su marcha pero sabes perfectamente que no es causado por el afán. La impresora Epson lanza un chillido lastimero que rasguña el silencio. Posas nuevamente tus ojos en el reloj. La anciana le pregunta a la encargada sobre las conferencias de hipertensión; esta la mira con los ojos a media asta al tiempo que toma el auricular y lo posa sobre su hombro izquierdo. Contemplas el segundero arribar perezosamente a la línea que está debajo del doce. De lunes a viernes de once de la mañana a una de la tarde, dice la cajera con las palabras escoltadas por un bostezo. Espere anoto señorita, contesta la octogenaria al tiempo que esculca la cartera de cuero que pende de su hombro izquierdo. Tu mirada viaja por la geografía del piso. Te rascas la coronilla. Miras por décima vez el reloj. ¿A qué horas señorita?, pregunta la temblorosa abuelita con el esferográfico en la mano derecha. Todos los días de once de la mañana a una de la tarde, responde la dependiente ramplonamente. La anciana la mira con desaprobación. La empleada le clava los ojos encarándola. El silencio se compacta. La abuela baja la mirada, guarda el lapicero en el bolso y da media vuelta. La cajera te mira a los ojos toscamente. Caminas con pasos lentos hacia ella. Orden, carnet y cedula, te dice mecánicamente. Alargas los documentos que están tibios de tenerlos en la mano. Digita el número de la cédula en el teclado. Su mirada se pierde en la pantalla en tanto que sus dedos martillean los dientes. Tiene una multa de dieciséis mil pesos, dice secamente. Pero sólo tengo un minuto de retraso, contestas. Eso no me importa, responde toscamente. Llame a la doctora y verá que ella no tiene problema, dices con voz que se retuerce por los caminos de la inquina. Te mira a los ojos con desgano. Toma el auricular y lo posa en el hombro izquierdo al tiempo que teclea un número de tres dígitos. Oyes un timbre afónico que tintinea detrás del auricular. El timbre repite su repique agónico. Alo, dice intempestivamente la odiosa empleada; acá está un paciente que llegó tarde y dice que usted no tiene problema en atenderlo a esta hora… Intentas escuchar la respuesta. A las dos de la tarde, responde la cajera al tiempo que mira el reloj de la esquina inferior izquierda del computador. Buenodoctorayoledigo, dice en letra pegada y sin tomar aliento. Cuelga y te mira con aquel odio que se apiña en las esquinas del alma. Que baje a hablar con ella, dice con voz angulosa. Una sonrisa tuerce las comisuras de tus labios. Tomas los documentos que te esperan sobre el mesón. Das media vuelta y caminas con paso triunfante. Bajas las escaleras saltándolas de una en una, luego de dos en dos para finalizar dando portentoso saltos de tres escalones. Llegas al consultorio 211. Golpeas la puerta. Escuchas el pestillo girar; ves la puerta abrirse y detrás de ella aparece una pelirroja de tu misma estatura. Disculpa, ¿la doctora Cendal está?, preguntas a quemarropa. Sí, soy yo; responde sin titubear; debes ser el paciente retrasado. Perdón por el retraso, dices quedo; la imaginaba más vieja; mayor, quiero decir, te corriges. ¿Algún problema con mi edad?, pregunta desafiante. Ninguno, respondes inmediatamente. Pensaba atenderlo, pero creo que es un error; pague la multa y pida de nuevo la cita con una doctora “más vieja”. Sientes las comillas izadas sobre las últimas palabras. Espere, le dices mientras le detienes la puerta que empezaba a cerrar; creo que no hemos empezado bien: muchísimas gracias por atenderme; mi nombre es Diego Niño, dices dulcemente al tiempo que levantas el brazo derecho. Disculpe, he tenido un día terrible, te dice después de sostenerte la mirada; siga por favor. ¿No debo pagar primero?, preguntas con una sonrisa de medalla. Pague después de la consulta. Caminas detrás de ella mientras intentas adivinar el cuerpo que se esconde bajo la bata. Se sienta detrás del escritorio y mira el computador con impaciencia. ¿Qué lo trae acá?, pregunta maquinalmente. Llevo control por epilepsia cada dos meses y este mes la doctora que me trata está incapacitada, respondes como el que recita las tablas de multiplicar. ¿Sabe la causa de la epilepsia?, pregunta con indiferencia mineral. Malasia Cortical en la región antero lateral de la circunvolución superior del lóbulo temporal izquierdo, respondes sin respirar y con una sonrisa jactanciosa. Ella te responde con una sonrisa luminosa que frunce las comisuras de tus labios. ¿Tratas de impresionarme?, pregunta pícaramente. El corazón te crepita en el pecho. Lo suficiente para borrar la mala impresión que le deje bajo el marco de la puerta, dices con insolencia. Pues creo que debes hacer un mejor esfuerzo; ¿qué droga tomas y en qué dosis?, te pregunta con la los ojos blandos. Tome inicialmente Fenitoína Sódica pero los efectos secundarios impusieron el paso a Vulsivan, para terminar tomando, a causa de la supresión de la producción de este medicamento por parte de Psi Farma, a Tegretol Retard; de este medicamento tomo dos tableras en la mañana y tres en la noche. Te sientes eufórico. Ella te observa con interés. ¿A qué te dedicas? Soy estudiante y profesor, dices con voz que pretende sonar neutra. ¿En qué área eres profesor?, pregunta con los ojos fijos en los tuyos. Matemáticas, respondes percatándote que ingresar a una profesión que basa su prestigio en la incompetencia de los profesores de primaria y bachillerato es el único triunfo del que puedes alardear esta tarde. Un silencio espeso, acaso pegajoso, se filtra en la conversación. La contemplas detenidamente; recorres la sinuosidades de un cabello que se debate entre el castaño rojizo y el carmesí; circunvalando el cabello hay un rebaño de pecas y lunares emplazados estratégicamente que lindan con unas cejas que se solapan gracias a la afinidad con el tono de piel; el tabique recto y la nariz pequeña; el tono de los ojos forcejea entre el café y el verde oscuro; los labios son delgados y pálidos; el mentón es prominente y el cuello te parece muy blanco. ¿Si yo fuera un poema, cuál crees que sería?, dice con fullería. Esa parece una pregunta de un test de facebook; ¿la sacaste de ese lugar?, respondes para ganar tiempo. No, se me acaba de ocurrir; responda a lo que se le pregunta, profesor, te dice con altanería. Miras el suelo en actitud meditativa; tomas aire; la miras a los ojos y recitas con voz impostada:
He aquí que viene el estío
la estación violenta
y mi juventud ha muerto
como la primavera
es el tiempo de la razón ardiente
y espero
para seguir la forma noble y dulce
que adopta ella para que pueda amarla…
Te quedas callado; te inclinas hacia adelante progresivamente, y continúas
llega y me atrae como al hierro el imán
tiene el aspecto encantador
de una adorable pelirroja
AL respuesta la acorrala. Empieza a escribir en el computador. Escuchas las teclas campanear bajo sus dedos. La miras con arrogancia porque sabes que te quería arrinconar en la esquina del silencio y una vez allí mascarte con la hilera de preguntas que aguardaban en las circunvoluciones de su cerebro. Has ganado la primera escaramuza en el amor, que no es otra cosa –lo sabes perfectamente- que el imperio del forcejeo. La impresora Epson empieza a llorar. Ella contempla el papel emergiendo de las blancas fauces y el carro ir y venir lentamente. El carro cesa su lamento dando paso a un silencio fatigoso. Ahí tienes la fórmula, dice con la mirada perdida en la pantalla del computador. La tomas y te levantas rápidamente. Nos vemos en dos meses doctora, dices ceremoniosamente. Ella te observa tomar el picaporte y girarlo lentamente; esperas que te diga algo; suplicas que te diga algo, cualquier frase, cualquier luz que ilumine el sendero lúgubre que enturbió tu respuesta inoportuna. Termino el turno a las ocho de la noche, dice sin apartar los ojos del computador. Giras sobre los talones lentamente para que no descubra la euforia que palpita en tus venas. Ves el reloj; levantas los ojos y se los clavas en su mirada. Misisipi uno, Misisipi dos, Misisipi tres, vas contando para dar la impresión que estás sopesando la posibilidad de venir por ella en más de cinco horas o irte a buscar aventuras en otro puerto… Misisipi seis, Misisipi siete, Misisipi ocho. A las ocho estaré esperándote con mi mejor sonrisa, le dices con dulzura. Abres la puerta y sales con el irreprimible deseo de saltar de alegría…