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De repente, murió: que es cuando un hombre llega entero, pronto de sus propias profundidades. Se pasó para el lado claro. La gente muere para probar que vivió. Pero ¿qué es el pormenor de ausencia? Las personas no mueren. Quedan encantadas, suspendidas en un paréntesis encharcado de eternidad, en una grieta que crece y crece hasta devorar el último recuerdo, el último vestigio de un pasado impreciso como el destino que lo llevó a morir a manos de un delincuente de falanges nerviosas, o quien, en un golpe de aburrimiento, lo arrinconó, como le sucedió a este hombre que contemplamos en este camastro, en la más extraña de las enfermedades: de felicidad crónica.
Todo inició dos años atrás, cuando le llegó la felicidad en la más categórica de sus formas: primero invadió todos los recodos del presente para luego dar vuelta atrás y poder entrar a saco en su pasado: devastar latifundios tenebrosos, acuchillar evocaciones, ahorcar contradicciones hasta transformarlo en un remanso de buenos recuerdos. En ese instante su vida derivó en una fila de sucesos afortunados en los que siempre había una mano salvadora, un fajo de billetes hallado en los márgenes de una calle, una mujer que vendría a borrar la anterior, una casa que evaporaba, con sus balcones atiborrados de flores, barandas brillantes y pisos en mármol de carrara, los lujos de la anterior, de tal manera que la tristeza no tendría la menor posibilidad de corroer las horas que empezaban a hacerse eternas, inconmensurables en su monótona repetición, en las que las esperanzas se marchitaban gracias a su incompetencia frente a la resolución de la suerte de enderezar todo lo que era susceptible de torcerse.
Luego, con el pasar de los meses, se lanzó a beber diariamente notando, entre noches de algarabía y amaneceres luminosos, que el alcohol sólo cumplía parcialmente sus funciones: lo elevaba por las cuestas del frenesí etílico pero se detenía segundos antes de desbarrancarse en una borrachera atiborrada de quejas y lágrimas.
Sus familiares, amigos y compañeros, en una macabra forma de compensación, empezaron a sufrir descalabros económicos y enfermedades que los mataban en horas. No existió, asimismo, mujer que no cayera en la desgracia de perecer entre las guirnaldas de un amor incondicional, terminante como la balanza que distribuía la desgracia que no tocaba a este hombre que, sea dicho de paso, no tenía la posibilidad de enamorarse porque la felicidad no le permitía la más leve insinuación de añoranza por un cuerpo, una voz, unos ojos extraviados en los laberintos de su gozo, ni mucho menos lo autorizaba a evocar porque en el recuerdo siempre existe, como todos sabemos, el germen de la amargura.
Había, entre las mujeres que fueron llamadas a satisfacer sus más protervos impulsos, una especial: Amy, una hermosa Cienaguera de veinticinco años a quien conoció en Santa Marta a comienzos del año pasado. Ella, poco después de capitular a la tentación de un hombre que ofrecía asilo a su alborotada sexualidad, fue testigo de la muerte de sus cercanos hasta verse reducida a una servidumbre incondicional de quien no tenía la posibilidad de recordar las bondades de un cuerpo fraguado en los hornos del Caribe: sólo la veía como una entelequia que le ayudaba en los trámites de la cotidianidad, en los rigores del tedio que apenas lograba vislumbrar desde las cumbres de su existencia.
Ella no tardó en cansarse del imprudente desequilibrio y, como antídoto a esta inequidad, se lanzó a la tarea de envenenarlo. El único efecto alcanzado por el rosario de brebajes adquiridos en barrios marginales y plazas de Taganga, fue una embriaguez caprichosa que lo despeñaba por una nostalgia dulce, amable como pocas, y quien lo invitaba a hundirse en las laderas del igualmente voluntarioso cuerpo de Amy. Faltaron seis meses de pruebas para que ella descubriera que sólo puede burlar la felicidad mediante el uso de la euforia y la borrachera. Por ello se dio a la labor de embriagarlo diariamente, hora a hora, segundo a segundo, sin dar espacio a la reflexión ni al desacuerdo. A cada botella de vodka le agregaba, para no errar en el intento, algunos gramos de San Isidro, hongo de la familia de los Strophariaceae, que conseguía por algunas monedas en las caravanas de Hippies que vagan por las playas de Santa Marta. Fue una labor lenta que los llevó por las cunetas de quiebras y descalabros económicos hasta arrinconarlo en esta casa de tablones que agoniza a orillas de la Ciénaga Grande de Santa Marta.
A mediados de la semana pasada, no obstante el aparente desinterés de la enfermedad, los vómitos se hicieron frecuentes, el apetito despareció por completo hasta llevarlo al estado catatónico en el que lo encontró la muerte poco antes que el alboroto de turpiales arribara al cuarto. Amy entró a las diez de la mañana con una jarra de jugo de naranja y la primera botella de vodka. Se acercó lentamente, se arrodilló frente al camastro y se quedó contemplándolo hasta que tuvo la fuerza de tocar el cuerpo inerte. Cuando estuvo segura que había muerto, le lanzó un escupitajo en la cara y salió corriendo por la calle a gritar que le había ganado al destino sin saber, sin sospechar siquiera, que él era justamente quien había definido, desde el principio de los tiempos, el futuro de todos los que murieron por causas de este desequilibrio, el deceso de este hombre que deseaba la muerte desde el primer mes de su incomprensible racha de buena suerte y es quien ahora dirige los pasos de esta Cienaguera que conocerá las aureolas del éxito dos años después, cuando le llegará la felicidad en la más categórica de sus formas: primero invadirá todos los recodos del presente para luego dar vuelta atrás y poder, de esa manera, entrar a saco en el pasado, devastar latifundios tenebrosos, acuchillar evocaciones, ahorcar contradicciones hasta transformarlo en un tranquilo remanso de buenos recuerdos…
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