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A propósito de un cumpleaños

catalina_pineda

                                                                                                   Dedicado a Catalina Pineda

Ella tiene unos ojos enormes, inmensos, incontenibles como la madrugada que se desbarranca por la montaña. Algunos dicen que son potentes, incluso peligrosos, que no se pueden contemplar el quince de diciembre a las ocho de la noche porque quedas enamorado para el resto de tus días, dice Pablo con las palabras estrellándose en su carrera.

¿En serio?, indago escéptico.

En serio, responde él.

Exploro tu foto guiado por la curiosidad. La miro como se contemplan las líneas que le nacen a la piel de la tierra. Empiezo a buscar y rebuscar entre el arsenal de palabras para admitir que Pablo tiene razón: tus ojos son monumentales, extraordinarios, excepcionales. Por ellos entra la vida intacta, sin dar espacio a divisiones ni divergencias, enterita, como dicen las mujeres de estas latitudes, con todos sus filos y todas sus sombras, con los amores atravesados y sin atravesar, con todas las alegrías y todas las congojas atropellándose, dándose codazos, riendo o gritando. Grandes, formidables, fabulosos, titánicos, imponentes, colosales, gigantescos, morrocotudos, excepcionales, insólitos. Cuántos sinónimos y ni uno solo alcanza a describir la mil millonésima parte de su brillo ni de la forma que imagino ovalada cuando sospechas y redonda cuando sonríes. Tampoco existe un verso o una frase disidente que tenga la capacidad de sintetizar la belleza de tus ojos que se iluminan cuando la alegría pasa a su lado y se opacan cuando el silencio se atraviesa en ellos…

Diego, lo importante no es lo que entra, sino lo que sale, corrige Pablo. ¿Qué sale?, pregunto.

De ellos emerge una ternura traviesa, sin tinieblas ni falsos destellos, una amistad sincera y, si los miras justo después que el sol rasguñe la mañana, contemplas al alma entera saliendo de ellos.

¿Entera?… ¿Sin tener que agacharse para no pegarse en los párpados?, vuelvo a interrogar.

Sin tener que agacharse, responde convencido. Y convencido miro la fotografía. En efecto brota entre las tonalidades del negro y el gris, un brillo que no puede ser producto de la cámara, de mi curiosidad ni del discurso de Pablo. Vuela mi imaginación hasta las mañanas en las que sale tu alma a cabalgar la alegría, a despeinar el viento y burlarse de los compromisos. Giro la cabeza y veo a Pablo con los ojos perdidos en la geografía de tu sonrisa, la mirada refulgente y una centella aferrada a sus labios. Carraspeo fuerte para sacarlo de su ensimismamiento.

Mira esa sonrisa que no parece de este mundo, sugiere poco después de salir del enajenamiento. Es un milagro diario, una esperanza perpetua, un tropel de alegrías, susurra en tanto que se deja llevar hacia los recodos del silencio.

¿Cómo puedes sonreír de esa manera? ¿Lo ensayas o te sale natural? Parece que tu sonrisa fuera una cascada que prorrumpe entre las fracturas de la vida, que va tomando fuerza a medida que pasan los segundos hasta que se transforma en un tumulto que se estrella contra los terrones de desesperanza, se descalabra con las piedras que salen a su camino, pero quien siempre lleva en su lomo, a pesar de los golpes y los hematoma, flores y semillas, mariposas con las alas abiertas, hojas con hormigas aferradas, vida, en suma, vida y fuerza que se entrega a la inercia de la huida.

Deberías escribirle para su cumpleaños, apunta Pablo al final del largo viaje hacia tu sonrisa. ¿Escribirle? me pregunto en silencio y en silencio me digo que es imposible. ¿Qué te podría escribir si no sé de ti más que lo que acabo de ver y lo que Pablo me ha dicho?

Hombre, qué pena contigo, pero eso no es factible: no hay palabra, frase, o combinación de frases y palabras que puedan enumerar siquiera una de sus cualidades. Él me contempla con asombro. Las palabras son finitas y ella es infinita; es como si una base finita pudiera generar un espacio vectorial infinito, intento hacer una analogía matemática a pesar de mis pocos conocimientos en la materia.

Dale, tú puedes, insiste a pesar de mi negativa.

A lo sumo puedo reproducir este instante y publicarlo en el blog, si acaso eso sirve de algo…

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Mínimas (34)

sonrisa1(Fuente de la Imagen)

Me encanta aquella curva de tu sonrisa en la que la luz se arquea por unos segundos para retornar después a la linealidad que la define, corretear en su férrea determinación, huir de ella como si fuera una niña que sale invicta de la aventura de precipitarse por el tobogán y extraviarse finalmente en los abismos de mi memoria…

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Promesa

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Diego y Laura.

¡Qué agotador escribirle al matrimonio entre tanta llovizna, entre tanto compromiso, entre tanta grata sorpresa! Sobran adjetivos, los verbos resultan enojosos, las frases caen en el cliché o en el ridículo; los dedos vacilan en el teclado y los ojos se extravían en la geografía del techo en busca de las palabras que hablen de pasión a zarpazos y lágrimas y de aquella ternura de las dos de la tarde cuando alguno de ustedes (o los dos) añore el anochecer pedregoso, acaso la tarde de domingo, en el que hablaron sin freno o en el que callaron mientras veían aquella película que han querido ver nuevamente. ¿Cómo hacerlo? Enojoso, reiteramos, hablar de los compromisos, de las cargas, de los amaneceres en los que los problemas ladrarán hasta levantarlos de la cama con cara de pocos amigos, de las pequeñas y grandes discusiones que nunca faltaran

(agradable es, asimismo, discurrir sobre la decisión de hacer un espacio ajeno a las vacilaciones y a las trampas, en el que la dulzura no duela, en el que puedan amarse ingenuamente, sin aguijones, con -y a pesar- de ellos, en la tarde y la mañana, con la mano y la mirada, en la cotidianidad y en la excepción, con las palabras y con el silencio)…

Si no fuera difícil, como veníamos diciendo, les escribiríamos una carta sosegada, menos confusa, con palabras que no se atropellaran, con conceptos que no se contradijeran, redactaríamos, insistimos, una misiva que describiera esta felicidad imprudente, atolondrada quizás, nacida del afecto de los años, de la solidaridad generada por el hecho de estar recorriendo los mismos caminos y que nos incita a celebrar sus triunfos y a sentir como propias sus derrotas, a festejar su unión, a creer una vez más en el futuro esperanzador en el que sus hijos y nuestros hijos soñarán con la justicia y la igualdad, como soñaron nuestros padres, como continuamos soñando nosotros, en el que ustedes y nosotros, en el que los amigos y nosotros, disertaremos sobre los años y las ausencias, sobre la brevedad de la vida, sobre el desconcertante impulso de continuar amando… pero no lo pudimos hacer porque amanecimos con las palabras atascadas en los alambres del sueño, en los deberes por cumplir, en la palpitante promesa del porvenir y en una que otra esquirla de la nostalgia…

Les dejamos, por tanto, la promesa que escribiremos, cuando la algarabía se transforme en un exiguo rumor en el tropel de recuerdos, un texto en el que elogiaremos su compromiso, empeño y perseverancia, en el que hablaremos de la solidaridad y la paciencia, del silencio y la melancolía y todo aquello que coexiste o concibe el matrimonio…

Un abrazo afectuoso

Motoso y Marjorie

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Diciembre


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Bajas a la tierra en espirales de polvo y alegría, besas a las muchachas que presagian silencios o ternuras, acaricias a los hombres que envejecen al margen de las horas, a los niños que peregrinan por las riberas del tedio, a las madres que se marchitan a la sombra de las obligaciones. Repartes melancolía y algarabía indiscriminadamente, trepas la mirada de mujeres sin rumbo, la soledad del abatido, el rencor del violento, sacudes ramas y sonrisas con tus manos de algodón, atiborras las ventanas de bombillos y las alacenas de licores. Los arbustos aguardan tu llegada para llenarse de copetones, de nidos y de escarcha, la brisa te espera para atropellar -junto a ti- canciones y carcajadas, para hacer girar las veletas oxidadas, levantar manteles y banderas en los restaurantes, faldas en los callejones, hojarascas en los parques, el sol acecha tu arribo para que enrollen lienzos, despeinen cortinas, rocen frutas, para ahuyentar las tinieblas de la noche y luego ladrar hasta levantar a los remisos adolescentes de su postración vacacional (tu presencia eleva, sin duda alguna, los días en una brisa ajena al turbio vendaval de noviembre o al pajizo viento de enero)…

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He pensado que…

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si tuviera la facultad de crear humanos y circunstancias (es decir, si pudiera ser Dios) me daría a la tarea de producirte en serie: estarías mil veces repetida, serías tú y la que pudiste ser si hubieras nacido en Bogotá, o la que serías si nos hubiésemos conocido aquella tarde de 1999 en la que te esperé en una banca del Park Way sin saber que era a ti a quien aguardaba, o la mujer que habrías sido si estuvieras casada, o aquella mujer altanera, de ciento setenta centímetros de estatura y ojos azules que conocí una tarde en la biblioteca Luis Ángel Arango

(¿no sé si me explico? Quiero decir que si pudiera reproducir mujeres te modificaría los acentos, las formas y las circunstancias, para saber si, a pesar de las variaciones, continuarías sacudiendo con tus besos las migajas de sueño y pereza de las seis de la mañana, si seguirías reprendiéndome por arrugar la ropa, si harías valer las potestades del amor en el instante en el que la oscuridad te enlutece la voz o si tendrías el valor de abandonar tu universo para venirte a vivir conmigo).

Luego abandonaría mi posición divina para volver a ser Diego niño y esperar que el millar de mujeres empiecen a enfurecerse con la anarquía de los libros que abandono sobre la cama, aprender a temblar cuando trazo corazones en la geografía de su espalda, a enardecerse cuando nombro esquirlas del pasado y así hasta que cada una alcanzara el carácter que tienes ahora; en ese instante te amaría mil veces, mil veces me enfurecería por tus reclamos, me reconciliaría mil veces contigo y mil veces le agradecería a la muerte que no te vio, al destino que te puso en mi camino y a los hombres que no supieron amarte (especialmente a ellos)…

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Espectro

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Después de tantos años de frecuentarte he llegado a la conclusión que no estás hecha de entelequias ni del cobre de la certidumbre, así como tampoco eres carne corruptible, espíritu insobornable ni la incierta amalgama de las dos. No eres resplandor o sombra, semilla o tierra, lluvia o brisa, aunque vienes con ellas, aunque huyas en sus pliegues. No eres el producto de las fiebres reumáticas, no estás escrita en las líneas del café ni en las cenizas del cigarrillo, tu futuro no está documentado en las estrellas ni tu pasado es motivo de investigaciones. No eres una sonrisa luminosa, un recuerdo cenagoso, una libido anárquica ni el nervioso promedio de todas ellas. No le perteneces a los hombres que han invadido las tinieblas de tu corazón, a tus amigos que te vigilan cuando te enganchas en las serpentinas del alcohol ni a las amigas que te sugieren caminos… eres, tan sólo, el producto de mi imaginación, de la vorágine de las evocaciones, de esta vanidad sin tropiezos, de estas manos que sólo sirven para trazar ecuaciones en el tablero o círculos en la piel de la tierra, de las palabras que te transforman en traidora o en ángel, que tiñen tu cabello de rojo, que te facultan a sonreír; eres, en última instancia -y casi exclusivamente-, de quienes te suponen real cuando me leen, de quienes te aman cuando eres bondadosa o te odian cuando haces sufrir, de las personas que esperan tu próximo trance y de quienes me saludan y no se atreven a preguntar por tu existencia pero que fabrican tus ojos, la curva de tu cintura, el olor del cabello en las incertidumbre del silencio…

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Elogio a la infidelidad

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Se afirma que devasto hogares y que he abato naciones. Se dice en las conversaciones a media voz, en salas y alcobas, que soy perversa y que mi nombre estimula la libido de los hombres y enloquece el juicio de las mujeres. Se asegura, incluso, que he torcido el recto camino de la humanidad. Estas y otras aseveraciones de igual calibre que me han impulsado a emerger de la cripta de las pasiones para ubicar mi buen nombre en el sitial al que pertenece.

Mi labor, en primer lugar, es noble y está libre de cualquier rastro de crueldad. ¿Quién sino la infidelidad ha librado a las mujeres y a los hombres de relaciones tormentosas? Piensen ustedes qué sería de la humanidad si no existiesen hombres o mujeres que rescatasen a sus semejantes de las zarpas de matrimonios aburridos o relaciones grises. La vida, en el caso de persistir en este tipo de vinculaciones sentimentales, sería un tormento insufrible que sólo cesaría con la muerte. Por otra parte, gracias a mi generosa ayuda hombres y mujeres han irrumpido en la vida política, deportiva y social o, estando en ellas, han descollado como guías y su nombre se ha escrito en la roca de la inmortalidad. John F. Kennedy, por ejemplo, se entrego, gracias a mi consejo, a las veleidades de Marilyn Monroe y el resultado no pudo ser mejor: desde la presidencia impulsó la educación, la cultura y las artes con gruesas sumas de dinero, además de impulsar la recuperación económica que puso a los Estados Unidos entre las primeras naciones en el orbe. ¿Piensan ustedes que hubiera hecho lo mismo si le hubiese sido fiel a Jacqueline Bouvier? ¡Jamás! El estímulo fue generado por las vertiginosas curvas de la rubia y por sus bríos de niña malcriada; sin ellos no hubiese sido más que un gobernante incoloro olvidado en los anaqueles de la memoria. Por ello, como dije al comienzo, mi obra se cuenta entre las más insignes.

Se dice, en segundo lugar, que mi presencia algunas veces genera conflictos menores. Estos, en honor y pres de la verdad, no se pueden adjudicar a mi presencia sino a los malsanos celos, mi más enconado enemigo. Mi función es aconsejar a hombres y mujeres que tomen las inclinadas rutas del adulterio; la tarea de los celos es, por su parte, enturbiar el juicio de la contraparte al punto de lanzarlos a una vorágine de pasiones enfermizas que los conducen, en la mayoría de casos, a tormentosos laberintos. Ellos, los astados, deberían, en vez de pedirle consejo a los aviesos celos, acercarse a mí para pedirme que los guíe por los senderos de la concupiscencia y así poder borrar, o por lo menos  atenuar, la ausencia de su pareja. En tal caso la vida sería un paraíso puesto que el mundo sería una comunidad afectuosa en la que todos estaríamos vinculados emocionalmente con nuestros congéneres. Imagine – si mis palabras aún no lo persuaden – cómo sería el orbe si cada uno de nosotros tiene una filiación con el vecino, la profesora de nuestros hijos, con la joven que atiende la panadería. Las profesoras serían amorosas, los vecinos nos saludarían con aprecio, el señor del bus nos sonreiría al vernos, etc. Sería, como dije atrás, el anticipo del edén.

¿Y El Amor dónde queda?, se preguntará usted al leer lo anterior. Para responder esa inquietud debo aclarar que El Amor, con mayúsculas, no es aquel sentimiento egoísta y posesivo que les hace creer que el que aman es de su propiedad y que son, a su vez, pertenencia del amado; El Amor es, por el contrario, el estadio más elevado de libertad en el cual buscamos la felicidad del amado y este busca, a su vez, nuestra felicidad. Si en algún momento de la relación la felicidad del otro está en el tálamo de otra mujer (u hombre) no hay razón para impedírselo ya que nuestra negativa siega las alas de la felicidad del amado. El amor camina, En ese orden de ideas, por la misma vía por la que transito yo: los dos respetamos las libertades del otro y ambos entendemos que la comunión sentimental es la única manera de encontrar la felicidad.

En resumen: si existen crímenes pasionales y se destruyen hogares es culpa de los celos y no mi culpa. El amor y yo caminamos por los mismos senderos ya que, tanto él como yo, entendemos que no se puede ser dueño de la libertad y, menos aún, de la felicidad del otro. Como ven mis queridos lectores, todo lo que se dice de mí es una infamia que perjudica mi noble labor. Quiero, por tanto, instarlos a que difundan mi doctrina y ejerzan el ministerio de la infidelidad en todos y cada uno de los momentos en los que se preste la oportunidad de hacerlo parea gloria de la libertad, mi dueña, y del amor, mi hermana.

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Elogio a la embriaguez

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Voy a confesarles algo sumamente vergonzoso: llevo 1974 días sobrio. Es lamentable ver cómo la falta de alcohol ha afectado mi vida: primero llegó el sueño tranquilo, luego arribó el apetito y, al final, llegó la sensatez. Sí, como lo oyen: ¡me volví sensato! Yo que antes rodaba por el mundo sin más objetivo que el de embriagarme hasta perder el sentido he caído en las redes de la cordura. Ha sido tal el equilibrio al que he llegado, que en algunas ocasiones he pensado graduarme y conseguir un trabajo estable. ¿En qué cabeza enferma, ¡por Dios santísimo!, cabe una idea de este calibre? Terminar la universidad y luego trabajar… Já, Já; déjenme reírme de este despropósito. Como si trabajar (y esto suponiendo que concluir la universidad conlleva necesariamente a conseguir empleo) convenciera a la felicidad de arrimarse; el trabajo, al contrario de lo que piensan los teóricos, rechaza la felicidad como si se tratase de una perra sarnosa. Si no me creen les insto a que se paren en la puerta de una fábrica o de una oficina al término de la jornada para que contemplen el rostro de la tristeza y la frustración. Sus semblantes invitan a la compasión y a la piedad. Es tan grande su dolor que los viernes, cuando se liberan de sus obligaciones, corren a bares y tabernas a hundirse en los afectuosos brazos de la embriaguez.

Después del primer año sin alcohol, como les venía diciendo, la melancolía empieza a crecer en las comisuras del aliento hasta invadir el cerebro. Al tercer año se olvidan los improperios y la descortesía es asunto del pasado. Al cuarto año el amor se transforma en un objeto incompatible con el ardor que burbujeó en las noches etílicas. Al quinto año, como dije al comienzo, la cordura invade la razón. Al décimo año, dicen los expertos, el alma se apaga y la voluntad se desmorona como un castillo de arena.

Un mundo habitado por entes sin voluntad, sumidos en la melancolía y arrodillados ante la sensatez estaría condenado a la extinción: para crear y conquistar es necesaria la pasión que inyecta el alcohol. Alejandro Magno no hubiera salido, por ejemplo, de Pela a conquistar el mundo sin la ayuda del vino, ni William Hamilton hubiera construido la maravillosa teoría de los Cuaterniones sin la ayuda del Whiskey. Ni que decir del definitivo impulso del alcohol al arte.

Lo anterior demuestra que el verdadero combustible del progreso no es, ni de lejos, la necesidad; el verdadero carburante de increíbles hazañas y de descubrimientos asombrosos es el alcohol. No entiendo, por tanto, porque desconfían tanto de él. Es cierto que hay algunos hombres y mujeres a los que el espíritu del trago los lleva a senderos poco recomendables. ¿Piensan, acaso, que el egregio elemento se nos da gratuitamente? Por supuesto que no. Debemos cubrir el importe con algunos chispazos de miseria y de violencia intrafamiliar en algunos países subdesarrollados. Pero este precio es irrisorio comparado con las ventajas ofrecidas por avance de la humanidad. Si los anteriores argumentos no lo han convencido aún lo invito a que se imagine un planeta gobernado por borrachines, con su nariz roja y su intrincada conversación. No me puede negar que es mejor que un mundo administrado por avaros, ¿o sí?

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