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Despedida (4)

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Te escribía de todas las formas posibles, exponía todo lo que se puede exponer en estos casos, te dejaba largas retahílas en el correo, en algunas ocasiones contemplaba la posibilidad de dejarlo en el muro de facebook y etiquetarte para que todos entendieran lo que tú y yo sabíamos. En lugar de hacerlo, redactaba otro mensaje más rabioso que el anterior con el único fin de ocultar la pataleta que nacía de la indiferencia que te producen mis palabras…

A pesar de tantas idas y venidas por la amargura y el olvido, hoy 3 de julio de 2013, a la 7:35 de la mañana, después de varios días en los que tu nombre no dolía como una herida abierta, te volví a recordar sin saber por qué. Sin embargo esta vez no te reclamé ni recurrí a Silvio; sólo me restringí a escribir esto y dejarlo en el blog para que sepas, si acaso algún día cruzas por estos parajes, que alguna vez te quise y que ese querer, que era sincero y largo como el rayo de luz que entra por las rendijas de un cuarto desamparado, empieza a abandonarme lenta pero irremediablemente…

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Kid Pámbele

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Se le ve por la calles de Cartagena o de Bogotá con la cabeza vacilando sobre un cuello delgado, raspando amarguras en cada esquina, alargando el brazo para acopiar las monedas con las que compra el vicio que lo acorraló en la última esquina del ring. Viejo, cansado y agobiado, se le ve sentado en los andenes aguardando el martillazo que dará inicio a un nuevo round.

Una tarde del 2006 sonó el campanazo. Esta vez el rival era un hombre altanero que le reclamó por saltarse la fila para ingresar al Estadio Once de Noviembre. Después de un intercambio verbal, un par de esguinces y un afortunado golpe en la mandíbula del joven (porque ahora todos son más jóvenes que él), tuvo que contemplar como este se enardeció y le propinó una paliza similar a la que le asestó Aaron Pryor el 2 de agosto de 1980. En la acera, golpeado, hambriento, la frustración empezó a contar sus derrotas: ¡Una!, ¡Dos!… El tiempo detrás de las cuerdas se reía de las ironías de la vida: el mejor Walter Junior en la historia del boxeo mundial acaba de ser vencido por cualquier hijo de vecino. ¡Seis! ¡Siete!… lo mejor que podía hacer era quedarse aferrado al pavimento hasta que la muerte se acordara de él… ¡Nueve!… con el último aliento se levantó y se fue a la esquina de sus viejas glorias para esperar el momento en el que la campana le dé una nueva oportunidad de ganarle a la vida por Knock Out.

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Si lo que siento por ti…

mujer6(Fuente de la Imagen)

Si lo que siento por ti fuera visible o al menos tangible como las ramas o las piedras, lo sacaría del fondo del estómago que es el lugar que me duele cuando pronuncio tu nombre, o de la mitad del pecho que es donde se ponen arenosos los pocos recuerdos que tenemos en común. No importaría que quedaran cicatrices que atravesaran la mitad de mi cuerpo, al fin de cuentas han quedado en mi alma tantas marcas de tu paso por mi vida que no haría la diferencia agregar una más.

Pero esto que siento por ti no es tangible ni visible. Por ello envío emisarios que señalan congojas que llegan a veinte kilómetros de mi abatimiento. Algunas veces los oyes, otras tantas los dejas apagados en tu correo esperando señalar con sus guitarras a punto de pulsarse y sus voces de ruiseñores, aquello que vive oculto en los recodos de mi paciencia.

En otras ocasiones intento rasguñar las palabras con la ilusión de sacarle chispas. Pero cuando escribo Sonrisa esta no es profunda ni tiene la capacidad de convocar todas las esperanzas. Sólo es una mancha que se esconde en los renglones, que huye entre las arrugas de mis intenciones. Si escribo Destino este no suena a fuerza sino a algo que es incapaz de unir aquellos ojos en los que caben todas las brisas y todas las golondrinas con estas manos que trazan triángulos en la piel del pizarrón. Y así con todas las palabras que se van amontonando unas sobre otras hasta ser una montaña de escombros que no sirven para nada. Por ello renuncio a seguir escribiendo y me entrego a la certeza que cada golpe del segundero es otro instante en el que estás a millones de kilómetros de mí, justo al otro lado de esta eternidad que no atravieso por temor a que me digas, “sabes que lo nuestro no puede ser”…

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Propuesta

flores1(Fuente de la Imagen)

Usted no sabe qué le puedo ofrecer. Cómo podría saberlo: sería necesario que pasara toda su vida o toda mi vida, según las circunstancias, para saberlo y bueno, quizás no esté dispuesta a dar tanto ya que están las peleas, los malentendidos, los gritos, los portazos cuando quiera borrarme de su vida. Y ni qué decir de los posibles amores que le crecerán a nuestra relación. Porque déjeme decirle que usted es una mujer sumamente atractiva y por ello siempre tendrá pretendientes que le calentarán el oído. Aunque eso ya lo sabe, todas las mujeres atractivas lo saben; por eso les gusta darse ese lugar de privilegio frente a las exigencias de los hombres. Pero también pueden aparecer amores por mi costado; quién sabe, muchachas desorientadas o mujeres arruinadas que traería el río del tiempo. Todo es posible cuando se tienen cuarenta años. También la puede atemorizar aquello de “el resto de los días” porque suena a eternidad, y la eternidad es algo que no queremos cargar sobre nuestros hombros. Al menos la eternidad de los demás.

O Podría suceder que no le interesen mis palabras, que las lea por encima, que no llegue al final. Puede incluso que se diga que este tipo qué se cree y dé clic en la esquina superior derecha y envíe mis palabras (y a mí con ellas) a los recodos del olvido. Acaso mi solo nombre sea suficiente para inducirla a mandarme a la papelera de la que no saldré ni aunque viniera a rescatarme el mismísimo Dios.

O puede que haya llegado hasta este lugar. Tal vez las palabras le empiecen a transportar en una sonrisa que levó anclas ocho líneas atrás y que la llevará a salvo por la tarde lluviosa hasta arribar a una noche fría y solitaria. Quizás le alcance para que pueda iluminarse mañana cuando se vea al espejo y constate que es atractiva. ¿Atractiva?, dirá titubeante. ¡Atractiva!, repetirá convencida. Si es así, decía, permítame comunicarle que perdió toda posibilidad de salvación. Sé que suena pretencioso, pero créame, llevo veinticinco años enamorándome y enamorando mujeres. ¡Un cuarto de siglo! Imagine cuántas cicatrices se acumulan en ese tiempo. Y cuántas mañas. Porque los hombres de cuarenta somos muy mañosos. Todos los hombres son mañosos acotará convencida, y convencida se le empezará a borrar la sonrisa antes que tenga la convicción que es mejor dejar la lectura y darle clic en la esquina superior derecha para evitar la tentación de seguir leyendo. Pero no lo hará gracias a que la curiosidad la ha llevado hasta este lugar y ahora no podrá desprenderse de ella. A las mujeres no las vence la terquedad sino la curiosidad. Aunque las dos, si les mira bien, son una y la misma cosa. El caso es que usted quiere seguir leyendo a pesar que quedan pocas líneas. ¿Qué puede decir él en las cincuenta y nueve palabras que faltan?, se preguntará. Le puedo anunciar que a las once de la noche sonará el celular y usted contestará llevada por la intriga de lo que le podré ofrecer en esta eternidad que puede que no llegue hasta el final, sino que sea una eternidad de meses, quizás de años, en la que usted y yo al fin podremos…

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Mínimas (35)

revolver2(Fuente de la Imagen)

Dedicado a Angie Carranza Castañeda

Divertida y asustada, empuñaste el revólver de tu cuerpo y disparaste. ¡Pum! Salió tu sonrisa alegre, victoriosa, despeinando el aire con su silbido homicida. ¡Crash!, un cristal roto, ¡catabúm!, un postigo hecho trizas. Continua tu sonrisa airosa y rebelde sin que los impactos le resten fuerza. Entretanto voy cruzando la calle sin saber que ese cartucho que lleva tus nombres y apellidos, me atravesará la piel y los huesos, hará pedazos mi pasado, desintegrará mi presente. Sólo habrá un breve estallido y luego me iré desbocado a las estepas del paraíso…

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Quisiera creer…

cerca...(Fuente de la Imagen)

Quisiera creer que existe un camino por el que se llega a tu corazón. Quisiera creer que es mi derecho, ¡qué digo derecho!, que es mi obligación hallarlo, quitarle los tablones, cortar los alambres de púas, segar las ramas y apartar las rocas que cubren su entrada. Acaso cuando termine la tarea sepas más de mí, me veas despojado de las ecuaciones y los triángulos que esconden mi alma, de las edades y los kilómetros que me hacen más lejano, menos factible. Tal vez, me digo en medio de la esperanza, el día que llegue hasta ti podamos tomarnos una cerveza, hablar un poco y, quién sabe, darnos un beso al amparo de las tinieblas. Quisiera creer, de hecho, que cada día me acerco a la entrada que está escondida en algún recodo de ese silencio al que me has condenado por meses…

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Acechanza

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Dedicado a Marjorie Carbonó 

Camacho dice que vendrás una noche. Pero han pasado tantas noches, tantos días y tantas esperanzas que estoy convencido que no vendrás una noche sino que quizás llegues con el silencio de las dos de la tarde, con el tinto con el que espanto la nostalgia, con la brisa que despeina las cuerdas de la luz. O Tal vez te traigan un taxi o una duda (disculpe señor, ¿esta es la diagonal ochenta y uno hache? No señora, esta es la calle melancolía de la que habla Sabina). Acaso traerás certezas que se irán desmigajando hasta ser una melcocha de convicciones que no servirán para nada y un abrigo del color de la tristeza que dejarás colgado en armario hasta que haga parte de las sombras que nacen cuando corro la puerta. Ese día empezaré a ser semilla, cicatriz, historias que nadie lee, silencios a cuatro bandas, caminatas hasta la Calle Sesenta y Ocho, manos en los bolsillos, parciales aplazados, grados que no llegan. Puede que también sea, aunque esto no lo puedo asegurar, la esquina de una alegría, una llamada a media noche, un consuelo a doce cuotas, una despedida protocolaria. El caso es que la certeza de Camacho, la línea delgada que se aferra al fondo del pocillo y la marca oscura del cigarrillo hablan de tu llegada que al parecer sucedió cuatro años atrás, cuando inauguraste mi alegría con una sonrisa saturada de interrogantes…

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Profecía

cabaña1(Fuente de la Imagen)

Dicen quienes conocieron a Diego Niño que su vida era como sus actos: terca y caprichosa. Terco, terco, ¡qué hombre tan terco!, revela una anciana de ojos negros. Y es que dicen que eras terco Diego Niño. Terco y dulce. Escribía, borraba, volvía a escribir y volvía a hablar con su sonrisa irrevocable; su dulzura nos alcanzaba para ayudarnos a entender ecuaciones, triángulos rectángulos, líneas paralelas y todas esas cosas que no sirven para nada, señala otra mujer entrada en años y melancolías. Todas tus alumnas son octogenarias, algunas incluso esperan desde la otra orilla de la eternidad. Terco, dulce y coqueto, eso dicen que eras Diego Niño. Yo era un adolescente cuando venía a hablar con mi hermana; parecía que traía deseos torcidos, ya sabe, de los que tenemos los hombres enredados en el cuerpo, apunta un señor de sesenta años que sobresale por su vitalidad. Es que él era un coqueto sin remedio; a mí me dijo de todo, me escribió por meses sin éxito porque yo siempre supe darme mi lugar, interpela una anciana de ojos verdes. Dicen que luego te fuiste a aquella cabaña perdida en las montañas. El silencio ahogó tus palabras, dejaste de bañarte y la barba te creció sin tregua. Parecía una fiera salvaje, dice una señora que se persigna cada vez que te nombran. Decían que tenía el diablo metido en el cuerpo, interrumpe otra. Quizás no fue el diablo quien te llevó a esos parajes sino la poesía que te mostró el frágil y trasparente camino de la felicidad…

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Tercera variación del Claro de Luna de Beethoven

claro de luna2(Stanisław Masłowski)

Quizás inició la primera semana de clases, en el instante que cruzaron sus miradas entre la algarabía de la novedad. Tal vez empezó a mitad de semestre, cuando a ella no le parecía extraño que una profesora hablara con un alumno al filo de todas las tardes. O posiblemente inicio meses después de terminar el semestre, en el momento en el que él no es más que un jovencito que se hunde en el tropel de personas que cruzan su existencia como relámpagos extraviados en el horizonte.

El caso es que se encuentran en una cafetería, bajo la tutela de charlas y angustias. Él le ofrece la silla y el espacio libre que queda en la mesa; ella acepta con una sonrisa cargada de interrogantes. Luego brota una conversación que se va desembarazando lentamente de los lugares comunes hasta arribar a una charla francamente coqueta que la pone nerviosa y lo pone eufórico, lo que no es asombroso dado que ella es una mujer de treinta y un años, con doctorado a la espalda, en tanto que él es un muchacho de diecisiete años con las hormonas bullendo en las regiones bajas. Las manos quieren tocarse, las piernas se rozan desprevenidamente, él intenta mirar entre la grietas de la blusa, ella le mira los labios, intentando cada cual hallar lo que buscan sus instintos. Ella piensa que es mala idea, pero le encanta que él la desee con esa energía que la tiene al borde de la silla. Los dedos de ella rozan el dorso de su mano en un movimiento lo suficientemente cálido y preciso para que los dos sepan que acaban de cruzar aquel límite que imponen las diferencias de edades y circunstancias (aquella sombra que segrega lo razonable de aquella locura que desbarranca matrimonios y derriba empleos). Ella, para ser justos con los eventos, perdió la cabeza dos tintos atrás gracias a que él supo encaminarla, entre sonrisas y coqueteos, por las fértiles praderas de la lujuria. El hecho es que todo irá cuesta abajo: una invitación a tomar cerveza, que no será cerveza puesto que ella ya no está para esas cosas, sino tequila en un bar en una callejuela escondida, con ingreso mostrando contraseña falsa, que es lo que se usa a su edad. Luego, porque siempre hay un después, terminarán en uno de los moteles que escoltan los bares. Un polvo apresurado, con más ardor qué técnica, con más violencia que ternura, vestirse precipitadamente y salir hacia la casa para hundirse en la regadera llorando. Mañana arribarán las dudas con la misma contundencia con la que llega la luz al fondo del ojo. También llegará la alegría, luego la culpa y finalmente el dolor. Todo en una simétrica sucesión de estados emocionales que se irán desvaneciendo hasta que el olvido erosione nuevamente las barreras de tal manera que acceda nuevamente cuando llegue otro alumno (quizás menor, quizás mayor) que le recuerde que aún es bella, que aún es posible tener aventuras entre las deudas que crecen con una velocidad alucinante y el encierro en el que la confinó su tonto deseo de ser exitosa…

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Segunda variación del Claro de Luna de Beethoven

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A Diana Valero, en su decimoséptimo cumpleaños. 

La noche anterior al inicio de clases, llovió sin clemencia y después, cuando la luz se abrió espacio entre la densa cortina de agua, el chaparrón derivó en una llovizna que saturaba la mañana con su escarcha de tristeza. Este tufillo generó una suerte de éxtasis místico que me impulsó a caminar al amparo de la ráfaga de viento sin prestar atención al hecho de llegaría empapado a la primera clase. En efecto llegué escurriendo agua y con una sonrisa que desentonaba con el mal humor de los alumnos. Entre ellos, al final de la primera fila de la derecha, vi una sonrisa que iluminaba el salón y uno que otro renglón de mi vida. La dueña era una muchacha de diecisiete años, delgada, largo cuello, piel blanca, ojos cafés y unos lentes azules que se ajustaban tan bien al conjunto de su cara y cuerpo, que daba la impresión que había nacido con ellos. Sonreí para corresponder su bienvenida. Ella contestó como lo hacen las mujeres que sienten curiosidad: con una mirada prevenida que anuncia que están midiendo todos los movimientos para determinar si es peligroso y, de ser así, establecer qué clase de riesgos acarrea su presencia. Incliné la cabeza para que se enterara que desde ese momento tenía todo mi respeto y toda mi admiración como docente y como hombre. Di media vuelta e inicié la clase entre el rumor de los estudiantes.

-Espero sepan disculpar mi olvido, dije al final de la clase. Mi nombre es Diego Niño y, como bien saben, les enseñaré geometría. Venía con la intención de presentarme, pero me encandiló una sonrisa que venía en contravía. Todos me miraron como lo hacen todos los seres humanos que acaban de conocerme: con la indulgencia que se prodiga a quien ha caído en las manos de la demencia.

Ella no asistió lunes de la siguiente semana. Eso me generó un contrariedad tan grande que no tuve ánimo de dictar la última clase. En lugar de hacerlo, fui al Café Republicano a tomarme un pocillo de valeriana. Al tercer sorbo de la infusión entró por la puerta sur. Tenía un pantalón blanco, una blusa de flores y un maletín terciado sobre el hombro derecho. Quiso disimular la sorpresa que le produjo verme sentado en ese lugar. Incliné la cabeza y ella respondió con una sonrisa que no se decidía a levar anclas. Se sentó en la mesa que estaba al lado de la puerta, abrió el computador que extrajo de la mochila, pidió un tinto y se internó en los recodos de la red. Yo entretanto hundía los ojos en la novela de Mengestu. A los veinte minutos emergí de la lectura para pedir un tinto y el periódico del día. Miré hacia la puerta y allí seguía ella con los ojos enterrados en el computador y la cabeza puesta en quien no llegaba. Imaginé que sería un muchacho de su edad el que la invitó a tomar café. Incluso desestimé la intensión que lo llevó a invitarla porque, como todos sabemos, los hombres siempre tenemos segundas intenciones… y las mujeres también: ella aceptó con una intención diferente a introducir cafeína en su torrente sanguíneo. Si ese hubiese sido el propósito, mejor lo hacía en la comodidad de la casa. Alzó la mirada del computador y me regaló una sonrisa, que a pesar de ser una de las mejores de su heredad, no podía ocultar la decepción. Me levanté y fui hacia su mesa.

-Quizás sea más amable la soledad si esta se transita acompañada, afirmé con voz de catedrático.

-Disculpe profesor, pero me parece que es contradictorio lo que acaba de decir.

-Lo sería si existiera aquella Soledad en mayúsculas que nos enseñaron a temer como si fuera una enfermedad. Pero la verdad es que hay cientos de soledades, unas muy concurridas y otras bastante despobladas.

-Siéntese, por favor, contestó después de un silencio que empezaba a antojarse de eternidad. Esperaba que me diera la razón, pero eso no sucedería porque el amor, como bien sabemos, es el imperio del forcejeo.

Quizás trascurrieron dos horas antes que decidiéramos dar una vuelta por Tunja, aquella ciudad que debe conocerse a la misma velocidad con la que deambulamos a través de los recuerdos que nos encrespan el alma.

No podría evitar contemplar el perfil de aquella muchacha que se entregaba a largas conversaciones y quien luego caía en un silencio impenetrable…

Te llamarás silencio en adelante.
Y el sitio que ocupabas en el aire
se llamará melancolía.

Recité los versos que había aprendido con el propósito de llamar la atención de muchachas de su edad. Aunque debo aclarar que los aprendí cuando tenía dieciocho años y los usé por meses que se hicieron años, por años que se hicieron lustros. Ese día, sin embargo, no los dije para conquistar sino para hacerlos llegar al lugar que les correspondía: al dulce silencio que la envolvía y al relente de melancolía que iba dejando a su paso.

Intenté besarla cuando llegamos a Plaza Real. Se puso rígida cuando me acerqué, pero no me alejo con los brazos. Giró la cabeza cuando los labios empezaban a rozarse. No tuve más remedio que sembrarle en la mejilla y en la memoria, un beso que tenía más cobardía que ternura.

-Un profesor no debería hacer ese tipo de cosas con una alumna… y menos si los separan catorce años.

En ese momento recordé que debía darme el lugar que le corresponde a los altos pundonores que esta ciudad le confiere a un docente. Continuamos caminando sin pronunciar una palabra hasta que arribamos a la Plaza de Bolívar (lugar en el que ella me entregó al naufragio de interrogantes).

El martes de la siguiente semana canceló la materia; razón por la que no nos vimos en lo restaban para concluir el semestre.

Después de ese curso he regresado decenas de veces a Tunja. Algunas para trabajar, otras tantas para recaer en la nostalgia de la Biblioteca Patiño Roselli, en la languidez de los atardeceres o en la inquietud de sus balcones. Algunas veces el azar me pone a Diana en mitad de una reflexión. Siempre la invito a tomar café en el Republicano, siempre caminamos por las mismas calles y siempre caemos en declaraciones y uno que otro beso mejillero. Luego ella se va o soy yo quien debe partir. Sonreímos, nos damos un abrazo y dejamos de existir simultáneamente. Algunos días, no obstante ese conato de final definitivo, dejamos algún mensaje en la casilla del correo para confirmar la existencia de este amor que subsiste a pesar que nos separa un abismo de kilómetros y melancolías.

Esa era nuestra historia hasta las diez de la mañana de hoy. En ese momento me llamó al celular, rompiendo de esa manera el pacto de silencio. Dijo que se encontraba en Bogotá y que quería hablar conmigo. Nos encontramos en La Plaza Ché, en el café que queda en el León de Greiff. Hablamos largamente sobre nuestras vidas. Cuando la conversación derivó hacia este amor que sólo ha existido en palabras, confesó que tenía novio desde hacía ocho meses y que estaba muy enamorada de él. Que esa era justamente la razón por la que había venido a Bogotá: para entregarme la invitación de su matrimonio.

-Lo primero y último real en este amor que ha sobrevivido por más de ocho años, será lo que suceda esta noche, cuando concluiremos la cita que iniciamos años atrás en el Café Republicano. Luego no habrá nada: ni llamadas, ni correos, ni encuentros en Tunja o Bogotá, afirmó.

-Si quieres que hoy muera este amor, no hay problema: hoy morirá. No permitiré, sin embargo, que se enlode con besos apresurados ni que se mancille con una noche que querrás borrar de tu memoria por el resto de tus días. Si me quieres buscar hallarás la ruta porque siempre habrá una luz encendida en las oscuras rutas de la desesperanza, sostuve mientras me levantaba de la mesa. Gracias por la invitación pero creo que no podré asistir al funeral de un amor que alimenté por años, declaré después de lanzar la tarjeta sobre la mesa. Cuando sobreviva a tu ausencia, volveré para contarte que existe el olvido, concluí. Di media vuelta y salí del local. Atravesé la Plaza Ché hasta llegar al margen de lo que en los años noventa se denominaba el Wimpy. Giré a la izquierda, entré a la Sala Virtual, me senté en el primero computador que encontré desocupado y empecé a narrar la historia del amor que murió por cientos de razones que nunca vendrán al caso a pesar que son ellas las causantes de que seamos dos desesperanzados que se aferran a la luz de un amor imposible…

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Primera variación del Claro de Luna de Beethoven

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A Alejandro García; quien sembró la semilla de este texto… 

Beethoven es un hombre de treinta y un años, en tanto que la Condesa Giulietta Guicciardi es una niña de diecisiete. Ella es la aristócrata hija de un consejero de Bohemia; él es el desafortunado hijo del alcohol y la miseria. Quizás se aman en proporciones desiguales, que es lo que más se usa en el amor. En efecto Ludwig está enamorado hasta el último cogollo del alma. Giulieta se limita a tantear el terreno, ojear desde las últimas ramas de la curiosidad, a dejar migajas para que él la siga en los laberintos de la incertidumbre. Ella, sin embargo, no se atreve a cruzar las restricciones de una sociedad que podría aplastarla con un ligero movimiento de la muñeca. Por ello prefiere restringirse a frases que susurra entre arpegios y armonías. Bethoveen, a pesar del amor que fermenta las costuras de la voluntad, debe actuar conforme a su edad. ¿Cómo dejarse llevar por los efluvios de una pasión que promete lanzarlo a regiones estériles? Además, ¿cómo puede permitirle a su alumna, una dulce niña que empieza a conocer la vida, que se desbarranque por las laderas de un amor pantanoso?

Nace entonces la hiriente melancolía de aquello que se hace imposible por cuenta de la cobardía. Sopla el tiempo y con él empieza a subir las espirales de una pavesa de nostalgia que alcanza los últimos andamios de la noche. Quizás hay una luna que emerge entre los ribetes de las nubes. Quizás hay una laguna que chapalea en las ciénagas del silencio. Lo cierto es que no hay esperanza que sobreviva a tanta pesadumbre. Huyen las ideas por los surcos de la realidad y con ellas se evade la imagen de la condesa. Por tanto hay que dar trámite a la despedida que se hace inevitable. Sombras que se arremolinan intentándose llevar su nombre.

Giiiiiiuuuuuulllllllllllliiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiieeeeeeeeeeeeeettttaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa.

Juega con el nombre que pronunciará durante años sin que se materialice en manos blancas, dedos ágiles, ojos verdes o en una sonrisa aferrada a la juventud. Sólo habrá ausencia después de la a que alargará más allá de lo posible.

Giiiiiiuuuuuulllllllllllliiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiieeeeeeeeeeeeeettttaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa.

Ruge antes de atacar el piano en un inesperado golpe de ilusión que acaso proviene de las oscuras regiones en las que se fabrican los deseos. Posiblemente recuerda un beso furtivo, una caricia emboscada, una mirada que acarició mejor que sus largos dedos y que besó mejor que sus delgados labios. Porque las adolescentes primero besan y acarician con los ojos y luego, si hay tiempo y maneras (que normalmente no las hay), lo hacen con los labios y las manos. Los labios… sus labios… sus manos… ¿dónde estás Giulieta de los abismos?, pregunta entre lágrimas y armonías. Debe continuar con el cascabeleo del piano para deleite y curiosidad de futuras generaciones. Se encabritan las notas, se enardecen los acordes, algunas fusas caen descabezadas ante una esperanza traviesa y malintencionada que está fuera de lugar. También hay dudas. Tercas dudas. Desciende en ese instante por las cuestas melódicas hasta tropezar con la certeza que arribará el olvido. Nace entonces una elipsis eterna e impenetrable en la que no habrá espacio para el nombre de la condesa ni para su espinoso recuerdo…

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Destello

rayo1(Fuente de la Imagen)

Un rayo de sol tropieza contra las ramas, se desploma en el piso del comedor, sube por las patas de la silla para terminar haciendo equilibrio en el borde de la mesa. No sé qué amaneceres destilaron su avance o que silencio lo animó a embestir el filo de madera. Lo cierto es que el destello avanza lentamente hacia mi cuerpo. Empieza a trepar los dedos, sube por el brazo hasta atravesar las cordilleras de mi hombro, escala la curvatura de mi cabeza y baja lentamente por la pared. Soy breve escala en el tránsito que lo llevará hacia la oscuridad que sobrevive más allá de las grietas del tablado. Tal vez se filtre una migaja de mi piel en los matorrales infinitesimales o una pequeñísima fracción de mi oreja haga revolotear el polvo, incluso puede que las centellas de mi nuca que se fueron aferradas al rayo, tengan la facultad de promover el zafarrancho de insectos que habitan bajo las catacumbas del comedor…

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