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Segunda variación del Claro de Luna de Beethoven

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A Diana Valero, en su decimoséptimo cumpleaños. 

La noche anterior al inicio de clases, llovió sin clemencia y después, cuando la luz se abrió espacio entre la densa cortina de agua, el chaparrón derivó en una llovizna que saturaba la mañana con su escarcha de tristeza. Este tufillo generó una suerte de éxtasis místico que me impulsó a caminar al amparo de la ráfaga de viento sin prestar atención al hecho de llegaría empapado a la primera clase. En efecto llegué escurriendo agua y con una sonrisa que desentonaba con el mal humor de los alumnos. Entre ellos, al final de la primera fila de la derecha, vi una sonrisa que iluminaba el salón y uno que otro renglón de mi vida. La dueña era una muchacha de diecisiete años, delgada, largo cuello, piel blanca, ojos cafés y unos lentes azules que se ajustaban tan bien al conjunto de su cara y cuerpo, que daba la impresión que había nacido con ellos. Sonreí para corresponder su bienvenida. Ella contestó como lo hacen las mujeres que sienten curiosidad: con una mirada prevenida que anuncia que están midiendo todos los movimientos para determinar si es peligroso y, de ser así, establecer qué clase de riesgos acarrea su presencia. Incliné la cabeza para que se enterara que desde ese momento tenía todo mi respeto y toda mi admiración como docente y como hombre. Di media vuelta e inicié la clase entre el rumor de los estudiantes.

-Espero sepan disculpar mi olvido, dije al final de la clase. Mi nombre es Diego Niño y, como bien saben, les enseñaré geometría. Venía con la intención de presentarme, pero me encandiló una sonrisa que venía en contravía. Todos me miraron como lo hacen todos los seres humanos que acaban de conocerme: con la indulgencia que se prodiga a quien ha caído en las manos de la demencia.

Ella no asistió lunes de la siguiente semana. Eso me generó un contrariedad tan grande que no tuve ánimo de dictar la última clase. En lugar de hacerlo, fui al Café Republicano a tomarme un pocillo de valeriana. Al tercer sorbo de la infusión entró por la puerta sur. Tenía un pantalón blanco, una blusa de flores y un maletín terciado sobre el hombro derecho. Quiso disimular la sorpresa que le produjo verme sentado en ese lugar. Incliné la cabeza y ella respondió con una sonrisa que no se decidía a levar anclas. Se sentó en la mesa que estaba al lado de la puerta, abrió el computador que extrajo de la mochila, pidió un tinto y se internó en los recodos de la red. Yo entretanto hundía los ojos en la novela de Mengestu. A los veinte minutos emergí de la lectura para pedir un tinto y el periódico del día. Miré hacia la puerta y allí seguía ella con los ojos enterrados en el computador y la cabeza puesta en quien no llegaba. Imaginé que sería un muchacho de su edad el que la invitó a tomar café. Incluso desestimé la intensión que lo llevó a invitarla porque, como todos sabemos, los hombres siempre tenemos segundas intenciones… y las mujeres también: ella aceptó con una intención diferente a introducir cafeína en su torrente sanguíneo. Si ese hubiese sido el propósito, mejor lo hacía en la comodidad de la casa. Alzó la mirada del computador y me regaló una sonrisa, que a pesar de ser una de las mejores de su heredad, no podía ocultar la decepción. Me levanté y fui hacia su mesa.

-Quizás sea más amable la soledad si esta se transita acompañada, afirmé con voz de catedrático.

-Disculpe profesor, pero me parece que es contradictorio lo que acaba de decir.

-Lo sería si existiera aquella Soledad en mayúsculas que nos enseñaron a temer como si fuera una enfermedad. Pero la verdad es que hay cientos de soledades, unas muy concurridas y otras bastante despobladas.

-Siéntese, por favor, contestó después de un silencio que empezaba a antojarse de eternidad. Esperaba que me diera la razón, pero eso no sucedería porque el amor, como bien sabemos, es el imperio del forcejeo.

Quizás trascurrieron dos horas antes que decidiéramos dar una vuelta por Tunja, aquella ciudad que debe conocerse a la misma velocidad con la que deambulamos a través de los recuerdos que nos encrespan el alma.

No podría evitar contemplar el perfil de aquella muchacha que se entregaba a largas conversaciones y quien luego caía en un silencio impenetrable…

Te llamarás silencio en adelante.
Y el sitio que ocupabas en el aire
se llamará melancolía.

Recité los versos que había aprendido con el propósito de llamar la atención de muchachas de su edad. Aunque debo aclarar que los aprendí cuando tenía dieciocho años y los usé por meses que se hicieron años, por años que se hicieron lustros. Ese día, sin embargo, no los dije para conquistar sino para hacerlos llegar al lugar que les correspondía: al dulce silencio que la envolvía y al relente de melancolía que iba dejando a su paso.

Intenté besarla cuando llegamos a Plaza Real. Se puso rígida cuando me acerqué, pero no me alejo con los brazos. Giró la cabeza cuando los labios empezaban a rozarse. No tuve más remedio que sembrarle en la mejilla y en la memoria, un beso que tenía más cobardía que ternura.

-Un profesor no debería hacer ese tipo de cosas con una alumna… y menos si los separan catorce años.

En ese momento recordé que debía darme el lugar que le corresponde a los altos pundonores que esta ciudad le confiere a un docente. Continuamos caminando sin pronunciar una palabra hasta que arribamos a la Plaza de Bolívar (lugar en el que ella me entregó al naufragio de interrogantes).

El martes de la siguiente semana canceló la materia; razón por la que no nos vimos en lo restaban para concluir el semestre.

Después de ese curso he regresado decenas de veces a Tunja. Algunas para trabajar, otras tantas para recaer en la nostalgia de la Biblioteca Patiño Roselli, en la languidez de los atardeceres o en la inquietud de sus balcones. Algunas veces el azar me pone a Diana en mitad de una reflexión. Siempre la invito a tomar café en el Republicano, siempre caminamos por las mismas calles y siempre caemos en declaraciones y uno que otro beso mejillero. Luego ella se va o soy yo quien debe partir. Sonreímos, nos damos un abrazo y dejamos de existir simultáneamente. Algunos días, no obstante ese conato de final definitivo, dejamos algún mensaje en la casilla del correo para confirmar la existencia de este amor que subsiste a pesar que nos separa un abismo de kilómetros y melancolías.

Esa era nuestra historia hasta las diez de la mañana de hoy. En ese momento me llamó al celular, rompiendo de esa manera el pacto de silencio. Dijo que se encontraba en Bogotá y que quería hablar conmigo. Nos encontramos en La Plaza Ché, en el café que queda en el León de Greiff. Hablamos largamente sobre nuestras vidas. Cuando la conversación derivó hacia este amor que sólo ha existido en palabras, confesó que tenía novio desde hacía ocho meses y que estaba muy enamorada de él. Que esa era justamente la razón por la que había venido a Bogotá: para entregarme la invitación de su matrimonio.

-Lo primero y último real en este amor que ha sobrevivido por más de ocho años, será lo que suceda esta noche, cuando concluiremos la cita que iniciamos años atrás en el Café Republicano. Luego no habrá nada: ni llamadas, ni correos, ni encuentros en Tunja o Bogotá, afirmó.

-Si quieres que hoy muera este amor, no hay problema: hoy morirá. No permitiré, sin embargo, que se enlode con besos apresurados ni que se mancille con una noche que querrás borrar de tu memoria por el resto de tus días. Si me quieres buscar hallarás la ruta porque siempre habrá una luz encendida en las oscuras rutas de la desesperanza, sostuve mientras me levantaba de la mesa. Gracias por la invitación pero creo que no podré asistir al funeral de un amor que alimenté por años, declaré después de lanzar la tarjeta sobre la mesa. Cuando sobreviva a tu ausencia, volveré para contarte que existe el olvido, concluí. Di media vuelta y salí del local. Atravesé la Plaza Ché hasta llegar al margen de lo que en los años noventa se denominaba el Wimpy. Giré a la izquierda, entré a la Sala Virtual, me senté en el primero computador que encontré desocupado y empecé a narrar la historia del amor que murió por cientos de razones que nunca vendrán al caso a pesar que son ellas las causantes de que seamos dos desesperanzados que se aferran a la luz de un amor imposible…

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Primera variación del Claro de Luna de Beethoven

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A Alejandro García; quien sembró la semilla de este texto… 

Beethoven es un hombre de treinta y un años, en tanto que la Condesa Giulietta Guicciardi es una niña de diecisiete. Ella es la aristócrata hija de un consejero de Bohemia; él es el desafortunado hijo del alcohol y la miseria. Quizás se aman en proporciones desiguales, que es lo que más se usa en el amor. En efecto Ludwig está enamorado hasta el último cogollo del alma. Giulieta se limita a tantear el terreno, ojear desde las últimas ramas de la curiosidad, a dejar migajas para que él la siga en los laberintos de la incertidumbre. Ella, sin embargo, no se atreve a cruzar las restricciones de una sociedad que podría aplastarla con un ligero movimiento de la muñeca. Por ello prefiere restringirse a frases que susurra entre arpegios y armonías. Bethoveen, a pesar del amor que fermenta las costuras de la voluntad, debe actuar conforme a su edad. ¿Cómo dejarse llevar por los efluvios de una pasión que promete lanzarlo a regiones estériles? Además, ¿cómo puede permitirle a su alumna, una dulce niña que empieza a conocer la vida, que se desbarranque por las laderas de un amor pantanoso?

Nace entonces la hiriente melancolía de aquello que se hace imposible por cuenta de la cobardía. Sopla el tiempo y con él empieza a subir las espirales de una pavesa de nostalgia que alcanza los últimos andamios de la noche. Quizás hay una luna que emerge entre los ribetes de las nubes. Quizás hay una laguna que chapalea en las ciénagas del silencio. Lo cierto es que no hay esperanza que sobreviva a tanta pesadumbre. Huyen las ideas por los surcos de la realidad y con ellas se evade la imagen de la condesa. Por tanto hay que dar trámite a la despedida que se hace inevitable. Sombras que se arremolinan intentándose llevar su nombre.

Giiiiiiuuuuuulllllllllllliiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiieeeeeeeeeeeeeettttaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa.

Juega con el nombre que pronunciará durante años sin que se materialice en manos blancas, dedos ágiles, ojos verdes o en una sonrisa aferrada a la juventud. Sólo habrá ausencia después de la a que alargará más allá de lo posible.

Giiiiiiuuuuuulllllllllllliiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiieeeeeeeeeeeeeettttaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa.

Ruge antes de atacar el piano en un inesperado golpe de ilusión que acaso proviene de las oscuras regiones en las que se fabrican los deseos. Posiblemente recuerda un beso furtivo, una caricia emboscada, una mirada que acarició mejor que sus largos dedos y que besó mejor que sus delgados labios. Porque las adolescentes primero besan y acarician con los ojos y luego, si hay tiempo y maneras (que normalmente no las hay), lo hacen con los labios y las manos. Los labios… sus labios… sus manos… ¿dónde estás Giulieta de los abismos?, pregunta entre lágrimas y armonías. Debe continuar con el cascabeleo del piano para deleite y curiosidad de futuras generaciones. Se encabritan las notas, se enardecen los acordes, algunas fusas caen descabezadas ante una esperanza traviesa y malintencionada que está fuera de lugar. También hay dudas. Tercas dudas. Desciende en ese instante por las cuestas melódicas hasta tropezar con la certeza que arribará el olvido. Nace entonces una elipsis eterna e impenetrable en la que no habrá espacio para el nombre de la condesa ni para su espinoso recuerdo…

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