Archivo mensual: enero 2012

Milena

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Fue la primera mujer sobre la tierra porque antes de ella sólo existían tías, primas, hermana, mamá, ninguna de ellas mujer en la amplitud del término. Ella fue quien convocó cada rincón de la nostalgia y cada hebra de los nervios que la percibían en sus terminaciones desplumadas de tanto contemplarla en una fotografía, de tanto repetir su nombre con la esperanza y el temor que la reiteración tuviera la facultad de hacerla venir de aquella ausencia que tanto se parecía a la Nada que era más grande que mi universo de cinco años. El recuerdo de su cuerpo y sonrisa me daban ganas de algo que no sabía qué era ni de dónde venía, pero que era tan cierto y determinante como el hambre o las ganas de ir al baño. En la penumbra de los días las personas o los eventos parecían anunciar sus cortos pasos, sus ojos cafés, su insoportable seguridad frente a mí, un guiñapo de nervios y tensiones que no pudo articular palabra en los minutos en los que bailamos al compás de un merengue de Wilfrido Vargas. Después de aquella noche de baile y beso regresaba su hermana que era mayor que los dos, su papá que hablaba con voz de trueno, la mamá que parecía copia de mi madrina, su compañera de trabajo. Iban y venían en parejas, solos o los tres, siempre con la misma carcajada poderosa, con la misma amistad holgada, trayéndome el desasosiego, las ganas de llorar, la alegría que se desinflaba al saber que Milena no venía, que se había quedado estudiando o en la casa de una amiga haciendo tareas, acaso paseando por pueblos o ciudades que nunca había oído en mis escasos años de existencia. ¡Cómo es posible que no esté con sus papás!, renegaba para mis adentros con una ira mal contenida; daba media vuelta y bajaba por las mismas escaleras donde la besé por segunda vez, con el alma dos escalones abajo, temerosa de enredarse en sus pestañas o de perderse en los andamios de su confianza penetrante y artera. Una tarde cualquiera dejé de esperarla, de adivinarla en el gorjeo de los copetones, en el cabeceo de la mata de balazo que crecía desenfrenadamente, en las visitas de sus papás, en las reuniones de mis padrinos que congregaban toda suerte de familiares y amigos con hijos de todas las edades entre los que nunca estuvo ella a pesar que Patricia, su hermana, siempre asistía con la sonrisa copiada de su hermana menor, de mi Milena, como llegué a decirle en el escepticismo de los seis años. Luego vino el éxodo hacia nuevas congojas, hacia otras mujeres que me dieron sus labios y la esperanza y el dolor del amor. Nunca, sin embargo, sentía el pánico que despertaban las manos algodonosas, los giros firmes, inequívocos, la mejilla inmensa, inabarcable, la confianza que conocí en Milena. Todas las mujeres tenían el estigma de medirse con ella, mi primer amor, el único que trajo un rebaño de incertidumbres a mis cinco años, el que tuvo la fortuna de encabezar este amor precario y estrecho que sólo puede amar a una mujer a la vez, que fue infortunado en la adolescencia y quien se recuperó a los veintisiete años, cuando la mujer de acento de río crecido me trajo confianza, suerte y también el rosario de relaciones constantes y de días que se han acumulando uno detrás de otro, en una hilera que se alarga más allá de los límites de la visión, y que fueron borrando, desdibujando a Milena, a mi Milena. Al final de tanto desplome, de tanto olvido, la encontré en fecebook. La reconocí, cuando examiné la fotografía del perfil, porque conserva la misma frente amplia bajo el mismo capul, sus ojos perdieron el fulgor de la niñez pero conservan su mirada rasgada, pequeña, forcejeante con la que me miró cuando la invité a bailar entre la guasa de los otros niños, las manos perdieron, o eso parece, su cualidad algodonosa, su sonrisa derivó en la misma mueca dulce y abierta de su mamá. Al fondo de la imagen se puden vislumbrar bombas, regalos y confetis desperdigado en el piso, sugiriendo, casi afirmando, que es el final de una piñata como aquella perdida en los recodos del tiempo en la que le di un beso tímido en su mejilla derecha, en la que me gané una caja de herramientas que mi mamá arrojó a la basura gracias a que le quité una pata a la mesa del comedor con el serrucho que venía en ella, en la que conocí el desasosiego de querer que Milena se fuera para finalizar el tormento que me desgarraba el alma, en la que experimente, por primera vez, que existen fuerzas más poderosas que la voluntad del Ser Humano…

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Carta al silencio de la noche (17)

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Hola

Hoy no estoy de humor para hablarle a nadie y mucho menos para escribirte a ti; me encuentro, sin embargo, frente al computador haciéndolo sin poder explicarme o explicarle a ese a quien le hablo cuando pienso, cuando sepulto los ojos en el infinito, la razón por la que lo hago. Hace un par de minutos leí correos aleatorios en los que forcejeábamos, mostrábamos los dientes, gruñíamos, pedíamos disculpas que más parecían una retirada táctica; volvíamos a reñir, poco después, nos replegábamos y así en un círculo belicoso. Curioso que seamos así, mejor, que nuestra relación sea así: beligerante, conflictiva, como si fuéramos dos adolescentes pendencieros o, lo que somos en realidad, dos niños malcriados que se odian porque el otro le lleva la contraria… pero ese odio es justamente quien me preocupa, quien me lleva a releer lo que afirmas y lo que expongo, a enfurecerme nuevamente y a reincidir en la lectura que esconde, debo confesarlo, la esperanza de encontrar un mensaje secreto, una nueva puerta para abrirla a patadas o lentamente, con ternura, según el estado de ánimo, asomar la cabeza por ella y contemplarte en ese interior misterioso al que tanto le temo. Quisiera creer que tú también lees y relees los correos, que te enfureces y esperas respuesta como lo hago yo. Sé que no me darás la oportunidad de saberlo, en caso que así sea, ni me regalarás un centímetro de aquel terreno que te gusta, que te satisface haber ganado a punta de provocaciones y de silencios (imagino que en este momento una sonrisa empieza a surcar tus labios porque estoy dando marcha atrás en comarcas en las que me había apertrechado durante años, en puentes y los pueblos dominados). Soy consciente, además, que estas palabras suenan a reclamo amoroso, a queja romántica de las que se lanzan quienes han tenido su cuento. Se oyen así porque hay mucho Amor en este odio que se solidifica en cada grieta de nuestras conversaciones así como hay deseo cuando supongo, o digo abiertamente, que las circunstancias podrían encaminarse a las praderas del sexo. Pienso, y sé que esto tampoco lo confirmarás o refutarás, que no te soy indiferente y que hay más Amor y deseo sexual del que quieres admitir abiertamente. No pienses, sin embargo, que el Amor del que hablo es enorme, inabarcable, apocalíptico, de novela, sino que está ahí, entre las tinieblas, tiene un semblante que asusta, acaso por desconocido, pero a quien presiento inofensivo. Por ello no debes preocuparte que llegue a tu casa en medio de la noche y de una borrachera, con un trío igualmente ebrio y un revólver para retar a tu esposo a un duelo. Eso no sucederá porque no tomo, no me acuerdo donde vives, no tengo revólver y porque, como dije antes, no es dramático ni intenso, sólo Es, como Es el Tiempo o la Esperanza

Bueno, debo dejarte porque creo que ya debes estar aburrida con la cantaleta. Te deseo, y esto lo digo en serio, sin el menor rastro de malignidad ni hipocresía, que tengas un año extraordinario, atiborrado de hermosas y gratas sorpresas…

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Trote de las horas (5)

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Manejan rápido estos muchachos que enviaron del Batallón de Artillería hace un par de semanas, junto con los dos Avir que enorgullecen al Coronel Murillo. Esperen un momento para que escuchen las llantas lanzado chillidos en la curva de la circunvalar con Calle setenta y dos, frente a un piquete de soldados de mi batallón: la PM 15. Aférrense a las sillas que viene la curva a toda vela y si se descuidan pueden salir volando como le pasó a Sarria, un dragoneante que se fue de bruces contra la Calle ochenta y dos perdiendo tres dientes.

-¡Aúllen Hijueputas!

No es que los odie, sólo sigo la tradición de gritar a los reclutas que hacen guardia. ¿Ven ese canal que desciende por la Calle setenta y dos? Hace tres noches se llevó en su lomo los dos proveedores que le tiré al cabo Pacheco por imprudente: me gritó frente a una muchacha hermosa, tierna, de buen corazón, que nos llevaba cigarrillos a Vergara y a mí todas las tardes. Imagínenlo viniéndose desde el otro lado de la circunvalar lanzando improperios y espumarajos a los cuatro vientos. La muchachita se asustó y se fue corriendo como alma que el diablo lleva agarrada por las solapas. Por eso esperé que se durmiera en la patrulla de la policía, le extraje los proveedores de las cartucheras y los lancé al arroyo. Al otro día se asustó al ver que no tenía el armamento completo, daba vueltas al carro, miraba bajo su carrocería, indagaba a los policías que lo acompañaron en el sueño, le preguntaba a todos los soldados hasta que me miró con ojos pequeños, de sospecha; ¿qué hizo con los proveedores? Los lancé al río, respondí sin titubear, sin pestañear siquiera con la certeza que metía la pata hasta los tobillos; qué digo tobillos; hasta las rodillas. ¡¿Qué le pasa, soldado hijueputa?!, alegó caminando de acá para allá, de allá para acá, como gallina hambrienta. No me pasa nada, indiqué, di media vuelta y lo dejé con los ojos bailando en las órbitas. Lo escuché, mientas caminaba, dar la orden a los demás soldados para que fueran a rescatar la munición. Ninguno quiso, nadie movió un dedo en un golpe de solidaridad o, quizás, para aprovechar el desorden y dar un pasito hacia las praderas del libre albedrío, de la insubordinación. Se vio obligado, en consecuencia, a remangar el pantalón hasta la rodilla y bajar al riachuelo a buscarlos entre las piedras, los troncos caídos y el agua que se va dando tumbos contra los barrancos. ¡Esta me las paga!, gritaba desde el fondo de la cañada, con una ira descontrolada e impotente. Lo que no sabía esa madrugada es que mañana tendré un accidente en este mismo avir, que después de él me iré al fondo del fondo, que estaré a un pasito así de pequeño de irme al país de los acostados, quedando, de esa manera, su ira sin venganza y mi insubordinación sin castigo. ¿Cómo sé que sucederá? Hombre, porque estoy en el noventa y siete de cuerpo y alma pero mi cerebro está en el dos mil doce, frente a un computador, que es donde reescribiré este viaje. Pero no se distraigan que llegamos a la Calle cincuenta y acá este tipo da un golpe de timón que hace que el mundo gire y gire en una vorágine de casas, nubes, árboles, señoras persignándose y hombres echándole la madre al conductor quien, sea dicho de paso, les sacará el dedo del medio y les sugerirá, entre el estrépito de las llantas, que lo hundan en las partes blandas y ocultas de su anatomía. Por esta calle iremos hasta la Avenida Caracas y luego bajaremos por la treinta y nueve en busca de la sede política de Bedoya. Mañana, en ese lugar, esperaré que vengan a relevarnos de la guardia, llegarán con dos horas de tardanza, me sentaré en el chichón de una llanta, en el otro turupe se sentará Tiboche, a las dos cuadras Perico, el joven que viene manejando, se saltará la luz roja del semáforo, nos golpeará un Spring gris, el avir se volcará desafiando todas las leyes de la física, Vergara saltará a los tres microsegundos del impacto, Tiboche lo seguirá cuando el vehículo de otro giro en el aire, partiéndose la cabeza contra el poste de la esquina sur oriental, en el tercer giro todos estarán desperdigados por la Calle treinta y nueve, todos menos yo, que seguiré acá, aferrado a la vida que empezará a escaparse por las rendijas de los golpes, por las fisuras de la primera vértebra, por la hendidura del cerebro que sangrará copiosamente. El otro Jeep llegará dos minutos después, sus ocupantes verán a veinte soldados sanguinolentos y al Sargento Segundo Camargo emergiendo de la ventana del avir al que aún le girarán las ruedas. Los Pe emes, como nos dicen, bajarán asustados, intentarán auxiliarnos; uno de ellos, Camilo Pérez, me verá inerte sobre las estacas del avir, bajo los fusiles con las culatas rotas, me jalará de las manos por temor, razonará en medio del aturdimiento, a que el vehículo estalle como sucede en las películas norteamericanas. De las cuatro calles llegarán los gritos desgarrados y las sirenas; me subirán en la segunda ambulancia, Pérez me escoltará ya que, como ustedes saben, los protocolos de seguridad no se violan en ningún momento; subiré inconsciente, inflamado, morado, con la cabeza ensangrentada, él se sentará a la cabecera de la camilla, abriré los ojos para blanquearlos inmediatamente, los paramédicos se acercarán y gritarán, se va, se va, notificándole a Camilo que en ese instante voy rumbo a las catacumbas de la muerte… pero no hablemos de eso que me pongo nostálgico, melancólico; más bien póngase el casco que casi llegamos al lugar donde prestaremos guardia las próximas ocho horas. Láncese que tenemos que hacer el relevo en treinta segundos, sin darle tiempo al enemigo invisible que nos acecha, que aguarda emboscado en ventanas y andenes, esperando que les demos la espalda para despacharnos al otro lado de un disparo en la espalda…

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Brindis

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Dedicado a  J. Gerardo Muñoz y a Rodrigo Niño 

La algarabía se desvanece levemente cuando me acerco a Gerardo con una copa de vino rojo, le sonrío en señal de aquella familiaridad que rebasa los lazos de consanguinidad, acercamos las copas y antes que se entrechoquen, que se den el beso de cristal con el que recibiremos el nuevo año, se extingue el ruido, se detienen las carcajadas en mitad de su alborotado ascenso, frena el engranaje del reloj, el segundero queda suspendido en su trote hacia el siguiente escaño, el viento cesa en su empeño de extraviarse en la oscuridad, el tiempo se encorva, regresa, retorna a estos ojos agotados, a estas manos que se llenan de lunares y pecados, a este cuerpo de abdomen abultado, de calvicie fulminante, a este cerebro en el que el tiempo no existe, en quien el presente y el pasado son uno y el mismo desbarrancadero, la misma herrumbre que se aferra al galope de la sangre. Inmediatamente acude a los callejones de mi memoria el año dos mil con su algarabía de estreno, con su vanidad de milenio; me contempla de pies a cabeza y me lanza, desde el vacío de su inexistencia, una sonrisa cómplice para que lo convoque, para que le hable a usted, paciente lector, de él…

Pero siéntese que no hay afán que le revele un cacho del dos mil dos. Relájese. ¿Fuma? Ahí están sobre ese parlante viejo, descascarado, los cigarrillos y el encendedor. En ese mismo lugar estaba el teléfono pero Rodrigo lo quitó porque llamábamos borrachos a todo el mundo, especialmente a muchachitas que querían y no querían, que iban y venían de nuestras vidas, de nuestras mentes y corazones, usted entiende, asuntos de amor y sexo. Si gusta elija un acetato de los cuarenta y nueve que Rodrigo trajo de todas las latitudes para hacer más acogedores los festejos que se hundirán, como nos hundiremos todos nosotros, en los charcos de la muerte. Quizás es mejor que se tome un aguardientico que eso es bueno para el frío y, si lo toma con limón, le quita cualquier enfermedad que traiga amarrada al alma. Eso sí le pido, con toda la pena del mundo, que lo sirva usted mismo porque estoy buscando un LP de Julio Jaramillo para temperar un despecho viejo, polvoriento como el futuro que nos acechan desde el umbral de la esperanza. Olvidaba advertirle que no hay tijeras; debe abrirla con los dientes y las llaves como hace todo el mundo por estas épocas y latitudes. No se tense, póngase cómodo que la noche pasa como un tiro entre aguardientes, charlas y los boleros que suenan sabrosos en este tocadiscos torcido como nuestros destinos; es decir, como los destinos de Rodrigo y yo, que a usted no lo conozco y no le podría decir qué tan choneto tiene el porvenir. Hablando de él, de Rodrigo, no de su destino, no se afane que no tarda en arribar a este barco que naufragará en la nostalgia del alcohol. Y hablando de eso, ¿al fin pudo abrir la caja? Sírvase, entonces, en esa copa barrigona, la del repujado misterioso, que es la de los invitados, y tómese el aguardiente mientras afuera gira la bóveda celeste que en Bogotá no tiene estrellas, o las tiene pero se ocultan por vergüenza o miedo, y verá que en un dos por tres el sol emergerá por el horizonte.

Ve, se lo dije: no sintió las horas despeñándose por los precipicios de las palabras, de los boleros y del aguardiente ¡Nada mejor que el aguardiente Néctar para azuzar los engranajes del tiempo! Saque, por favor, esa silla que vamos a instalarnos en la terraza, que es como si dijera las praderas del sol porque acá nunca llueve cuando es fin de semana, se lo digo yo que tengo un pie en el presente y otro en el futuro. No olvide dejarla recostada contra la pared de allá, para que podamos deslizarnos a la misma alucinante velocidad con la que crece la sombra de este sábado que transcurrirá entre las estridencias del rock y la contemplación de los vecinos que irán y vendrán en su inquietante transitar. Hombre, no haga esa cara, ¡anímese!, no se quede atrás, que lo necesitamos para para celebrar que llegamos vivos al otro día, a la otra orilla de ese mar oscuro y denso que se nos viene encima todos los días de nuestra existencia; si es por hambre no se preocupe que a las seis de la tarde compráremos dos mil pesos de salchichón, que es lo único que venden en la cigarrería a la que iremos por dos o tres litros de aguardiente. Pero dejemos de decir pendejadas, destapemos una cerveza y subámosle el volumen al equipo de sonido para sacudir la pavesa que la noche ha dejado sobre esta brisa desabrida que viene a nuestro encuentro.

Y usted que creía que esta sería una larga jornada y fíjese que estamos bajo este sol anémico que viaja al occidente y quien sólo puede pertenecer a los domingos fatigosos de este dos mil jactancioso y petulante. Dese cuenta, si aún duda que es domingo, que la última botella, la que compramos con al dinero que reposaba en los entresijos de mi billetera, se agota lentamente, con el abatimiento dominical que pesa en el alcohol como pesa en las almas y en las palabras. Hablando de eso, ¿podría hacerme un favor? Tome mi chaqueta que no quiero ensuciarla en el viaje que haré, en un par de minutos, por los recovecos de una borrachera infame que estará atiborrada de lagunas, desatinos, descalabros, desmanes de todos los calibres y de historias que reconstruiremos, Rodrigo y yo, y quizás usted, si se anima a repetir la dosis el siguiente fin de semana, cuando nos encontraremos en esta misma terraza con la cabeza y el hígado dispuestos a destapar la primera caja de aguardiente, a encender el primer cigarrillo y poner a girar alguno de los cuarenta y nueve acetatos como gira este mundo ignominioso en su propio eje, y quienes esperarán en el orden en el que los deje esta noche licenciosa, perdida en el tiempo y en la memoria, con la certeza que ese viernes, es decir, el próximo, será idéntico al que murió hace dos días, así como los cincuenta y dos fines de semana del dos mil serán iguales entre sí, como si se tratara de piezas producidas por una fábrica China o Coreana. Le aseguro que en todos ellos estaremos entrando y saliendo del cuarto que con tocadiscos, sillas, acetatos, aguardiente, cigarrillos y cervezas al ritmo que emerja o se hunda el sol por aquel horizonte de casas desiguales, en todos comeremos dos mil pesos de salchichón, en todos retumbará Love Street el sábado a las siete de la mañana y detrás de su melodía repiquetearan las botellas de cerveza entrechocándose, golpeándose torpemente, dando la bienvenida a la vida.

El tiempo se endereza, el presente arriba con su impertinente presencia para desmigajar el recuerdo que se hace grato a los recodos de mi alma, Rodrigo, entretanto, se escurre por algún agujero del tiempo y con él se van las sillas, el tocadiscos, las botellas de cerveza y de aguardiente, los cigarrillos y los acetatos en un remolino turbulento, las copas suenan, estallan en un tintineo frágil, vacilante, el encuentro de dos generaciones, dice Gerardo con voz risueña, sí, pienso, el encuentro de dos generaciones: la que sale y la que entra, sin derecho a la simultaneidad, a transitar las mismas horas, los mismos días, el segundero alcanza, entretanto, el escaño a la vez que el viento huye juguetón entre las ramas, levantando a su paso hojas secas, papeles abandonados, bolsas plásticas que se enredan en sus blondas, en sus encajes de anciana demente, zarandeando begonias en su loca carrera, levantando faldas, apagando la cerilla del vicioso que se da el primer viaje del año, palmeando las nalgas desnudas de una pareja que juega al amor bajo la sombra de unos arbustos generosos, llevándose la juventud, la suya y la mía y lo que hicimos de ellas…

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