Fue la primera mujer sobre la tierra porque antes de ella sólo existían tías, primas, hermana, mamá, ninguna de ellas mujer en la amplitud del término. Ella fue quien convocó cada rincón de la nostalgia y cada hebra de los nervios que la percibían en sus terminaciones desplumadas de tanto contemplarla en una fotografía, de tanto repetir su nombre con la esperanza y el temor que la reiteración tuviera la facultad de hacerla venir de aquella ausencia que tanto se parecía a la Nada que era más grande que mi universo de cinco años. El recuerdo de su cuerpo y sonrisa me daban ganas de algo que no sabía qué era ni de dónde venía, pero que era tan cierto y determinante como el hambre o las ganas de ir al baño. En la penumbra de los días las personas o los eventos parecían anunciar sus cortos pasos, sus ojos cafés, su insoportable seguridad frente a mí, un guiñapo de nervios y tensiones que no pudo articular palabra en los minutos en los que bailamos al compás de un merengue de Wilfrido Vargas. Después de aquella noche de baile y beso regresaba su hermana que era mayor que los dos, su papá que hablaba con voz de trueno, la mamá que parecía copia de mi madrina, su compañera de trabajo. Iban y venían en parejas, solos o los tres, siempre con la misma carcajada poderosa, con la misma amistad holgada, trayéndome el desasosiego, las ganas de llorar, la alegría que se desinflaba al saber que Milena no venía, que se había quedado estudiando o en la casa de una amiga haciendo tareas, acaso paseando por pueblos o ciudades que nunca había oído en mis escasos años de existencia. ¡Cómo es posible que no esté con sus papás!, renegaba para mis adentros con una ira mal contenida; daba media vuelta y bajaba por las mismas escaleras donde la besé por segunda vez, con el alma dos escalones abajo, temerosa de enredarse en sus pestañas o de perderse en los andamios de su confianza penetrante y artera. Una tarde cualquiera dejé de esperarla, de adivinarla en el gorjeo de los copetones, en el cabeceo de la mata de balazo que crecía desenfrenadamente, en las visitas de sus papás, en las reuniones de mis padrinos que congregaban toda suerte de familiares y amigos con hijos de todas las edades entre los que nunca estuvo ella a pesar que Patricia, su hermana, siempre asistía con la sonrisa copiada de su hermana menor, de mi Milena, como llegué a decirle en el escepticismo de los seis años. Luego vino el éxodo hacia nuevas congojas, hacia otras mujeres que me dieron sus labios y la esperanza y el dolor del amor. Nunca, sin embargo, sentía el pánico que despertaban las manos algodonosas, los giros firmes, inequívocos, la mejilla inmensa, inabarcable, la confianza que conocí en Milena. Todas las mujeres tenían el estigma de medirse con ella, mi primer amor, el único que trajo un rebaño de incertidumbres a mis cinco años, el que tuvo la fortuna de encabezar este amor precario y estrecho que sólo puede amar a una mujer a la vez, que fue infortunado en la adolescencia y quien se recuperó a los veintisiete años, cuando la mujer de acento de río crecido me trajo confianza, suerte y también el rosario de relaciones constantes y de días que se han acumulando uno detrás de otro, en una hilera que se alarga más allá de los límites de la visión, y que fueron borrando, desdibujando a Milena, a mi Milena. Al final de tanto desplome, de tanto olvido, la encontré en fecebook. La reconocí, cuando examiné la fotografía del perfil, porque conserva la misma frente amplia bajo el mismo capul, sus ojos perdieron el fulgor de la niñez pero conservan su mirada rasgada, pequeña, forcejeante con la que me miró cuando la invité a bailar entre la guasa de los otros niños, las manos perdieron, o eso parece, su cualidad algodonosa, su sonrisa derivó en la misma mueca dulce y abierta de su mamá. Al fondo de la imagen se puden vislumbrar bombas, regalos y confetis desperdigado en el piso, sugiriendo, casi afirmando, que es el final de una piñata como aquella perdida en los recodos del tiempo en la que le di un beso tímido en su mejilla derecha, en la que me gané una caja de herramientas que mi mamá arrojó a la basura gracias a que le quité una pata a la mesa del comedor con el serrucho que venía en ella, en la que conocí el desasosiego de querer que Milena se fuera para finalizar el tormento que me desgarraba el alma, en la que experimente, por primera vez, que existen fuerzas más poderosas que la voluntad del Ser Humano…
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