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Delirio (1)

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Si usted, querida lectora, apreciado lector, tuvieran la posibilidad, por curiosidad, suerte o desventura, de asomarse a mi alma, verá que por ella baja corriendo un desamor sin dar posibilidad que lo alcance el olvido. Corre y corre, camina cuando el cansancio vence el poder de sus piernas, luego emprender un trote ligero, fatigoso, para perderse en algún callejón. En su afán no vio al amor que viene sonriente, el paso tardo, los labios empalagados de besos, en busca de un motel. Las esperanzas lo ven pasar mientras interceptan a Daniel Santos, revólver en mano, para que deje de cantarle al desasosiego. Héctor Lavoe les hace una señal obscena con los dedos y sigue de largo para perderse en el mismo callejón por el que se fue el desamor, al tiempo que cruza la sensatez en su carroza abarrotada de conjeturas que saltan en los baches y quien es sobrepasada por las campanadas de La Obertura Solemne de Tchaikovski que emergen del auto deportivo que lleva a la demencia a los vértices de las tinieblas. Los prejuicios, desde las ventanas del edificio adyacente, observan con los ojos arrugados y el dedo censor tieso de tanto señalar a la felicidad que se sube la falda para orinar los recuerdos que empiezan a marchitarse a fuerza de ser evocados, Joaquín Sabina le lanza un piropo ruboroso, Chavela Vargas levanta la copa para saludar a la desesperanza que cruza afanosa para alcanzar una sonrisa perdida. Yo, aguardiente en mano, debato con el futuro sobre la posibilidad de ser escritor a la vez que Marjorie se extravía en los recodos de un verso…

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A Héctor Lavoe

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Fuiste, a partir del día que el sida te ultimó en una cama del Memorial Hospital de Queens, quien me acompañó en la incertidumbre de los amores platónicos del bachillerato y el único, en años posteriores, que conoció la impotencia ocasionada por palabras nunca escritas o por besos aplazados. Numerosas fueron las ocasiones en las que llegaste puntual -como nunca lo hiciste en vida- a escoltar las noches etílicas en las que Giovanny y yo naufragábamos en un océano de evocaciones y desamores (tu voz, en aquellas jornadas de alcohol, se ensombrecía con la marcha de los tragos hasta adquirir el tono de hombre desdeñado que demandaba la ocasión), así como abundantes fueron los nombres de mujeres que se intercalaron en aquellos versos capaces de conmover al más retorcido de los humanos. Tengo la certeza- a pesar que no recuerdo si tuve el valor de dedicar canciones tuyas- que susurre, en noches fragantes a cigarrillo y cerveza, estrofas de Emborráchame de Amor o, en lances menos afortunados, astillas de No Cambiaré, en oídos de adolescentes remisas…

Hoy, cuando la vida me acorraló en la abstinencia etílica y en un destino de camisas de algodón, escribo las palabras que debí trazar al calor de un aguardiente –o, quizás, en el fragor de una conquista- para celebrar el aniversario de una amistad que nunca caerá en las emboscadas del olvido.

PD: adelanto la celebración gracias a compromisos impropios de aquellas noches de idilios con fecha de vencimiento…

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Giovanny

Nunca me he caracterizado por ser buscapleitos ni por darme trompadas con cualquiera. Sin embargo, esa fue la forma en la que conocí a Giovanny.

Estaba en sexto de bachillerato. El curso, por alguna extraña razón, tenía más recreo que clases. Recuerdo que no teníamos clase de sistemas, de mecanografía (sí, como lo leyeron, de mecanografía), de dibujo técnico, ni de contabilidad. El tiempo de esas clases lo empleábamos en reír, escupir, correr o los que se nos antojara hacer.

En una de esas horas un compañero del curso -al que nunca había saludado- me dijo en tono categórico: nos damos puños. Lo mire a os ojos y le dije:¿Por qué no?

Después de unos minutos de puñetazos en la espalda y en los costados le mandé un puño a la cara que él esquivo con un giro de cintura (aprendido, seguramente, en alguna película porque, hasta dónde yo sé, Giovanny es un hombre pacífico). Después del esguince me lanzó un puño al mentón que me mandó a la lona. Luego vinieron los aplausos de los compañeros y detrás de ellos el apretón de manos. Así empezó nuestra amistad.

Años después, cuando la niñez dio paso a la díscola adolescencia, las conversaciones en el descanso robustecieron los músculos de nuestra amistad; tendones que luego, en una tarde de sábado, se ejercitaron en la temporada de fiestas, alcohol y levantes.

Obligado es mencionar que él siempre se le medía a la más bonita de la fiesta y que esta, por más alta, rubia, mayor o ennoviada que estuviera, se iba con él. Esto le granjeo, como es apenas obvio, la admiración de un ejército de adolescentes.

Luego, cuando las mujeres pasaron de tierra inhóspita a terreno conocido, nos sentamos a escuchar música y a beber. Y fue justamente en este pequeño terruño donde pasamos parte de nuestra juventud. En la sala de él -o en la mía- hablamos durante días sobre mujeres, política, televisión o el colegio, sin descanso. Tomamos litros de aguardiente (especialmente un brebaje indigerible llamado Kiwi). Con él nunca me emborrache; y no lo hice porque no hubiera suficiente materia agente; no; lo hice para que no ser vencido como aquella mañana del 91.

Siempre he querido creer que yo fui el que le presentó Héctor Lavoe a Giovanny una noche de copas y cartas en el barrio Bonanza. El caso es que después de que se conocieron su amistad ha rebasado los límites de la cordialidad: en este momento Giovanny tiene la mayoría –si no todos- los discos que grabó el viejo Héctor en vida; tiene un par de afiches y muchísimos videos de conciertos y entrevistas; y se sabe, como si lo anterior fuera poco, todas las canciones de memoria. Lavoe, en compensación a esta devoción, busca las letras que definen su despecho o las que describen su alegría y las canta cada vez mejor.

Hoy, con diecisiete años de amistad encima, lo llamé para felicitarlo por su cumpleaños. Luego de unos minutos de charla me recordó la cita impostergable: recuerde que Héctor cumple años de muerto en unos días; tenemos que ir al homenaje. Mejor hagámosle un festejo privado; le contesté. Me suena más esa idea; me dijo.

Supongo que a esta hora estará el viejo Giovanny escuchando Ella Mintió mientras se está tomando una cerveza y estará el último cigarrillo del día consumiéndose en un cenicero…

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Emborráchame de Amor (Hector Lavoe)

Cadenciosa verdad que entra por los grietas del amor que nace en la oscuridad de las fiestas o de las tabernas. Un hombre despechado que navega en el etílico idilio del dolor le expone, con argumentos contundentes,   a una hermosa mujer las razones por las que ella debe aceptar su ofrecimiento.

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