Si usted, querida lectora, apreciado lector, tuvieran la posibilidad, por curiosidad, suerte o desventura, de asomarse a mi alma, verá que por ella baja corriendo un desamor sin dar posibilidad que lo alcance el olvido. Corre y corre, camina cuando el cansancio vence el poder de sus piernas, luego emprender un trote ligero, fatigoso, para perderse en algún callejón. En su afán no vio al amor que viene sonriente, el paso tardo, los labios empalagados de besos, en busca de un motel. Las esperanzas lo ven pasar mientras interceptan a Daniel Santos, revólver en mano, para que deje de cantarle al desasosiego. Héctor Lavoe les hace una señal obscena con los dedos y sigue de largo para perderse en el mismo callejón por el que se fue el desamor, al tiempo que cruza la sensatez en su carroza abarrotada de conjeturas que saltan en los baches y quien es sobrepasada por las campanadas de La Obertura Solemne de Tchaikovski que emergen del auto deportivo que lleva a la demencia a los vértices de las tinieblas. Los prejuicios, desde las ventanas del edificio adyacente, observan con los ojos arrugados y el dedo censor tieso de tanto señalar a la felicidad que se sube la falda para orinar los recuerdos que empiezan a marchitarse a fuerza de ser evocados, Joaquín Sabina le lanza un piropo ruboroso, Chavela Vargas levanta la copa para saludar a la desesperanza que cruza afanosa para alcanzar una sonrisa perdida. Yo, aguardiente en mano, debato con el futuro sobre la posibilidad de ser escritor a la vez que Marjorie se extravía en los recodos de un verso…
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