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Flores negras (7)

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Estás amarrado del cuello y la espalda a la tubería que escolta la tina donde te desangras lentamente. La doctora Cendal te visita cada tres horas para inyectarte 800 mg de Fenitoína Sódica y 500 mg de Enoxaparina. La primera para que no entres en Estatus Convulsivo y mueras antes que el dolor haya roído cada una de las fibras que soportan tu vida; la segunda dosis la suministra para que las heridas que te hace con el escalpelo en muñecas y piernas se cierren con menor rapidez. Magdalena llega silbando bajito. Deposita el bolso en el lavamanos. Abre la cremallera lentamente; saca la jeringa, la Fenitoína Sódica, la Enoxaparina, el escalpelo, la gasa y el agua oxigenada. Camina hacia la tina. Te mira a los ojos con compasión y luego descarga una cachetada sólida. Perro malparido, te grita con ira. Limpia, a continuación, el cuello, con el algodón empapado en agua oxigenada. Introduce la jeringa con la dosis de Fenitoína Sódica. Limpia de nuevo y repite la acción con la Enoxaparina. Levanta, a continuación, el tapón que impide que el agua escape por el sifón. Después que esta se escapa por las cañerías abre las heridas purulentas con el escalpelo. Al término de la operación pone el tapón y abre la llave para que la tina se llene de nuevo. Al comienzo oponías resistencia: te sacudías, pataleabas, la escupías, le gritabas improperios con toda la energía que tu cuerpo permitía. Después de la pataleta ella te golpeaba con el bate que está recostado contra la pared; luego te inyectaba600 mg de alprazolam, esperaba que se apagara el ardor para poder iniciar la labor quirúrgica. Después introduce todo en la cartera y sale para retornar tres horas después. Empiezas, para tu sorpresa, a acostumbrarte al dolor que nace en las muñecas y que derrite tu voluntad como si esta fuera de mantequilla. Ves pasar aquella vida que Dios escribió, con pequeña y encorvada letra, en los torcidos renglones de tu destino. Contemplas los ojos que inauguraron el sendero del amor –el mismo camino que te condujo a la tina donde la vida se escapa lentamente-. Llegan a las cisuras de la memoria el viento que sacudía las acacias de la calle 85 y los besos que abrieron los voluminosos postigos de la pasión. La noche que la conociste, evocas en medio de la agonía, se encontraron frente a un hidrante rojo y bebieron cerveza hasta decidirte a confesarle tus sentimientos. Se besaron torpemente y luego te laqnzastte a sondear las consecuencias de tus actos. Dedique cada uno de los segundos de mi vida a buscar, concluyes al tiempo que ves la sangre teñir el agua. Con la niña de los ojos que enamoran buscaste la felicidad. La hallaste, es cierto, pero solo por tres semanas. Con ella mediste, asimismo, la lealtad de tus amigos y el amor de tu hermana. Mi voz empieza a ser cada vez más borrosa en tu cabeza. Los recuerdos caen como pétalos amarillos en el fango. Escuchas el canto metálico de la trompeta que te despertó durante once meses en el ejército. Con ella viene el estallido del G3-A3 que cargaste como una cruz durante el mismo año. Los labios de la muerte te sonríen desde el fondo del agua que se enturbia con el paso de los segundos. Las manos tibias de Alexa rozan tus testículos desde la oquedad de las reminiscencias. Alexa, dices con voz arenosa. Tantos errores acumulados en los últimos días. Traicionar a tu novia es, sin lugar a dudas, la peor decisión que pudiste tomar. ¿Qué te hizo para que le pagaras de esa manera? Entrego cada uno de los minutos de estos quince meses a amarte con la entrega de una mártir. Sus palabras calentaron tus días de desasosiego y sus manos arrullaron el tedio que te arranca el alma las tardes de domingo. Tú decidiste pagar su devoción acostándote con Alexa y Magdalena. Quizás merezcas estar atado a un tubo desangrándome, te dices sin ánimo. Escuchas el trinar de canarios que alfombro tu infancia. Sientes el impulso de llorar como aquel niño asmático que ponía cara de cachorrito en los atardeceres grises. La tina se sacude imperceptiblemente. Abres los ojos y ves el agua tiñéndose de carmesí. Sobreviene el color del buzo que tu papá se ponía los domingos de mediados de los años ochentas y la certeza que lo abandonaste en el transito de los últimos años. Deseas levantarte y resarcir la ausencia con abrazos y palabras de aliento pero el cuerpo se ahoga en un sopor pedregoso. La cabeza pesa cada vez más y mi voz es tan sólo un murmullo distante que se apaga al mismo ritmo con el que la sangre abandona tus venas. Sientes el mordisco en la boca del estómago que presagia nostalgias incontrolables pero no te importa porque tienes la seguridad que cuando esta llegue estarás muerto. Una mano toca tu espalda con ternura. No necesitas abrir los ojos para saber que es la mano de tu novia. Sus dedos empiezan a descender por la espalda con la misma ternura con la que te acariciaba en las noches de zozobra. Se traslapa sobre su imagen la figura de tu mamá. La ves arqueada zurciendo camisas y remendando pantalones. El dolor conquista las fibras del corazón. La melancolía huye por las incisiones de tus muñecas. La vida se escurre con la misma lentitud con la que empezó a poblarte en la niñez. Vez el gallo negro que habitaba el patio de la casa donde el asma hincó sus colmillos sobre tus pulmones. Al tiempo que se esfuma los infinitos pastizales del patio escuchas el canto del gallo que no dejaba dormir en Tunja, hace pocas semanas. Ves, segundos después, las estrellas que custodiaban la noche en la que un hombre de cuarenta años te persiguió con un machete por las carreteras de Moniquirá. La bóveda celeste se diluye en las manchas oscuras del zorro que cuidaba la casa de la hermana de tu abuelo en el mismo pueblo. Las manos de tu tía se transforman en la mirada reflexiva de su hermano, tu abuelo, sentado en el porche de su casa. Sus ojos se derriten en una sustancia amarilla que paladeas en la boca. Guarapo, piensas al borde de la inconsciencia. Quieres levantar la cabeza para ver la muerte a los ojos. La cabeza es un fardo que tu cuello no resiste. El último remanente de vida sale por las cortaduras y yo, sostenido por el impulso de hablarte, me deshago en el ligero soplo que acaricia el agua ensangrentada…

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Flores Negras (6)

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En las crestas de la noche empiezas a sentir aquel rumor que te incita a hurtarle palabras a las sombras. Magdalena continúa hablando de las causas de la parálisis postictal en pacientes con epilepsia focal. ¿No se cansará de repetir incansablemente el mismo discurso?, te preguntas al borde de la saturación. En breve hablará del doctor Todd, al igual que lo hizo en la conferencia de esta tarde, continúas pensando al tiempo que agitas el Deep Orange que se calienta en tu mano. El doctor Robert Bentley Todd nació en Dublin, dice Magdalena ostentosamente. No debí aceptar la invitación a Magdalena, concluyes con desgano. Sabías perfectamente que vendrías a ver el despliegue de arrogancia de la Doctora Cendal frente a sus colegas. Sabes, sin embargo, que estás atado a la promesa tácita que edifica una mirada lasciva y el roce milimétrico de sus labios en el lóbulo de tu oreja. La imaginas desnuda, con el cabello suelto y los pezones enhiestos. La bragueta se inflama al tiempo que la comisura de tus labios asciende tenuemente. A través de la bruma de la fantasía la mano de Magdalena recorre tu pecho; imaginas, asimismo, las yemas que en este momento recorren las grietas de la mesa surcando lánguidamente el interior de tu muslo, como si quisieran dejar huella en todas las fibras nerviosas. Un corrientazo que nace en el lugar donde supones transitarán sus dedos, te hace saltar de la silla. Todos te miran con curiosidad. ¿Acaso nunca han visto saltar a un hombre de su asiento?, te preguntas al tiempo que retornas a tu posición. En los pacientes de Gallmetzer la parálisis fue siempre unilateral y afectó al miembro superior derecho en el 54,5 % de los casos y al miembro superior izquierdo en el 43,2 %, continúa la doctora Cendal. A lo lejos suena Hasta Siempre Comandante Che Guevara. Ves los ojos lluviosos de Carlos Puebla escuchando conmovido a Fidel Castro leer con voz temblorosa la carta de despedida del Che Guevara:

«Digo una vez más que libero a Cuba de cualquier responsabilidad, salvo la que emane de su ejemplo. Que si me llega la hora definitiva bajo otros cielos, mi último pensamiento, será para este pueblo y especialmente para ti. Que te doy las gracias por tus enseñanzas y tu ejemplo y que trataré de ser fiel hasta las últimas consecuencias de mis actos. Que he estado identificado siempre con la política exterior de nuestra revolución y lo sigo estando. Que en dondequiera que me pare sentiré la responsabilidad de ser revolucionario cubano y como tal actuaré. Que no dejo a mis hijos y mi mujer nada material y no me apena; me alegro que así sea. Que no pido nada para ellos, pues el Estado les dará lo suficiente para vivir y educarse».

Es la noche del tres de octubre de 1965; día en el que se instala el Comité Central del Partido Comunista de Cuba. El dolor confisca el alma de Carlos Manuel Puebla en sus húmedas y oscuras paredes. Camina a su casa con desgano. Intenta dormir pero las palabras rebotan en las comisuras que labra el desconsuelo en su alma. A la una de la mañana, después de intentar conciliar el sueño, se levanta sudoroso; toma el cuaderno apolillado que lo espera en la mesa de noche y escribe:

Aprendimos a quererte,
Desde la histórica altura,
Donde el sol de tu bravura
Le puso cerco a la muerte.

Deseas interrumpir a Magdalena para narrar esta historia a los comensales pero te quedas enroscado a la butaca. Examinas discretamente el tedio de los compañeros de mesa. ¿No se dará cuenta que los aburre?, te preguntas con fastidio. Los ojos verdes de Alexa te llegan con los últimos acordes de la guitarra. Sacas el celular y le escribes un mensaje de texto para allanar las rugosidades de la noche anterior. Aún sientes remordimiento por entregarla a las mentes sedientas de morbo. Debiste, cuando menos, llamarla esta mañana para preguntarle cómo había llegado a casa. Magdalena interrumpe su conversación y te mira pulsar el mensaje redentor. ¿Qué haces?, pregunta con voz ronca. Le escribo a una amiga, contestas sin levantar la mirada de la pantalla del teléfono. Los colegas aprovechan la pausa para levantarse de la mesa. ¿Se van?, pregunta la doctora con entrenada pesadumbre. Sí, contesta una mujer de treinta años que, al parecer, es la vocera del grupo. Abre los brazos para espantar el paréntesis engendrado por la monosílaba respuesta. Magdalena se acerca para recibir el abrazo. Los demás hacen fila detrás de la representante para hacer lo propio. Después del último apretón salen en tumulto entre las mesas. Magdalena te mira a los ojos en busca de una respuesta. Dime, dices sin inmutarte. Nada, responde ella al tiempo que se sienta. Toma la copa cuyo borde está escarchado con azúcar y la acerca al borde de la mesa para contemplar el contenido nacarado y a la arandela de limón que se sostiene en el borde de la copa. Tú, entre tanto, miras el borde de tu vaso. ¿Piensas dejarme botado en el Olímpica de la cien?, preguntas sin quitar los ojos del vaso. No lo haré; pero te juro por dios que preferirías que te abandonara en cualquier potrero de la ciudad a merced de violadores y asesinos, dice al tiempo que contempla tus ojos emerger del tedio en el que los sumergió la velada. Examinas sus ojos para tasar la veracidad de la afirmación. Encuentras vestigios de compasión en sus ojos. No importa: quiero tenerte entre mis brazos cuando llegue la aurora, dices sin parpadear. Te juro que te arrepentirás, responde sin bajar la mirada. ¡Asumo el arancel!, dices con aquella arrogancia encrespada que te ha granjeado fama de malnacido. En ese caso vamos, dice al tiempo que toma el bolso que pende del gancho que queda bajo la mesa…

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Flores Negras (4)

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Miras cada diez minutos el buzón del correo con la esperanza de encontrar la misiva de Alexa, la niña que desvalijó el andamio donde se apoya tu prudencia. Suspiras al recordar sus ojos verdes y la negligencia que les hace juego. Si por lo menos fuera mayor de edad, piensas en tanto escribes la línea anterior. Ves las palabras emerger del fondo blanco y suspiras como si la vida se evaporara en cada letra. Giras la cabeza para contemplar la hoja en la que anotaste la fecha y la hora en la que verás a la doctora Cendal. Magdalena Cendal, te corriges en voz alta. Su llamada te sorprendió a pesar que sabes que los doctores tienen acceso a la información de sus pacientes. Te invitó con indiferencia clínica a una conferencia que dictaría ella en la IPS sobre Epilepsia Focal (así, con todo y mayúsculas). Fue tan neutra que no tuviste el menor reparo en aceptar la invitación. Anotaste la fecha y la hora y colgaste agradeciendo la cortesía. Divisas por la ventana las tinieblas marchitando el día. Mi primer día de clase, le dices al computador que continúa engendrando palabras. El recuerdo de Magdalena te llega nítido, casi tangible. La ves con su mirada provocadora y sus palabras retadoras. Evocas su mano tomando el timón y la seguridad con la que hablaba aquella tarde sombría que te abandonó en el Olímpica de la Cien. Todas las tardes son sombrías, concluyes. Nunca en tus veintinueve años has visto un atardecer que ilumine la mirada y que resucite la extraviada voluntad. Los atardeceres te traen, por el contrario, esa respiración arenosa que presagia catástrofes y que incita a narrar azarosas historias de amor con finales amargos. Finales amargos, repites en voz alta mientras repasas lo escrito. Toda historia de amor tiene un final amargo, sentencias de nuevo. Este es el día de los axiomas, piensas mientras bebes el remanente del agua de boldo. Peumus Boldus, murmullas mientras las primeras gotas de lluvia golpean la Lucerna. Hace unos días tuviste el impulso de citar en latín a San Agustín para descrestar a la rubia hiperbólica que se sienta en la primera fila del salón. ¡Victoria Cendal!, le dices al computador que sigue poblando la pantalla de palabras. Ceeeennnnnndddddaaaaaaaaaaaaaaalllllllllllllllllllllll, repites lentamente el apellido de Victoria. Te gusta el ascenso de la “a” por la pradera de la “d” y la explosión mansa de esta contra la ele. Ceeeeeeeeeeeeeennnnnnnnnnnnnnnnnnnndddddddddddddddddaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaalllllllllllllllllllllllllllllllllllllllllllllll. Lo haces más despacio para sentir el rebote de la “e” contra la ene. Quisieras repetir el ejercicio con la palabra Magdalena pero sientes que la nostalgia te invade. Picas nuevamente en la pestaña del correo para ver si Alexa te escribió. Nada. Contemplas el agua resbalar por la ventana del cuarto. Te acercas al cristal para examinar el camino que sigue una gota de agua que resalta por sus dimensiones. La vez bajar campante al tiempo que engulle las goticas que encuentra en su camino. Al lado de esta resbala una minúscula gota parda. No le inquieta, al parecer, el embate de su vecina pues se desliza pausadamente, como si estuviera contemplando las microscópicas colinas de tierra que se han apropiado del vidrio. Te alejas y escribes lo que acabas de ver. Sabes que el peor oficio del mundo es anotar lo primero que te venga a la cabeza para invadir el tiempo de las personas que están al otro lado de la pantalla. Miras el reloj del computador. Las 18:00. Picas en la pestaña del correo y no encuentras nada en el buzón. Es una tontería esperar que Alexa responda un mensaje que les enviaste a todos los estudiantes, meditas al tiempo que repasas el mail. Lo que debo hacer es escribirle algo que la incite a responderme. El corazón empieza a rebotarte en el pecho y las manos empiezan a empaparse. Es una menor de edad, te dices para justificar tu cobardía. Nadie me asegura que es menor de edad, te dices en un inesperado giro; del hecho que se graduara el año pasado no se infiere que su edad sea menor a dieciocho años. El recuerdo de la última vez que la viste aletea en tu memoria. La ves atornillada al pavimento con una mirada que anuncia un abrazo ardoroso; aún sientes la punzada de los segundos que te quedaste esperando que viniera a rodearte con sus brazos largos. Los siguientes segundos son nebulosos: brazos que te envolvían, sonrisas abiertas, felicitaciones y agradecimientos ruborosos… contemplas los puntos suspensivos que acabas de abandonar sobre en la pantalla; sientes el impulso de borrarlos y reemplazarlos con descripciones interminables, sentimientos inconfesables y sentencias descrestantes. Sabes, sin embargo, que los puntos puestos en fila india hablan justamente de la incapacidad de resumir la realidad con las palabras que magullas con tus dedos y con tu lengua. Miras la palabra lengua porque te parece estriada, húmeda para el contexto. Revisas de nuevo el correo y no hallas su nombre en el casillero. Cuando te decides a escribirle el celular te interrumpe. Tomas el aparato y miras la pantalla iluminar el nombre de tu novia. Mi novia, te dices. El teléfono repiquetea entre tu mano. No te decides a oprimir el botoncito verde que te conectará con tu compañera. Lanzas el teléfono sobre la cama en tanto piensas en Magdalena Cendal y su egocentrismo. Suspiras. Increíble que un corazón tan pequeño pueda contener tres amores, te dices; ahora que lo pienso García Márquez tenía toda la razón cuando dijo que el corazón es como un hotel lleno de cuartos. Examinas la hoja que espera al lado derecho del computador. En una semana Doctora Cendal, le dices a la hoja como si esta pudiera escucharte. El computador pone tus palabras a tamaño doce y espacio sencillo. Respiras hondo y empiezas a escribir el correo que pretende atraer a Alexa al imperio de tus caricias…

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Flores Negras (3)

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(Capítulo Anterior)

El silencio resbala por las ranuras de una conversación que se marchita en el aire gris. Miras de reojo la mano blanca de Magdalena sobre el manubrio. Estás aterrado. Lo sabes y, lo que es peor, Magdalena lo percibe en el temblor de tu respiración. Intentas hablar desapasionadamente de tus obligaciones, de las novelas que consumiste en las arrugadas noches de tu juventud y de las extravagantes investigaciones norteamericanas, para que ella, la causante de este terror que te tiene atornillado al asiento del carro, piense que es frecuente que las mujeres te inviten a tener sexo después de una conversación breve. En cada semáforo la Doctora Cendal te mira a los ojos para burlarse de tu agitación y del estúpido impulso de abrir la puerta y huir como la cometa que se libera de las cadenas que la atan a la tierra. Como las cometas que mueren en los cables de la luz, dices en voz baja. ¿Dime?, pregunta Magdalena con los ojos refulgentes. Nada, pensando en voz alta, contestas con voz neutra. Tienes, contesta la doctora al tiempo que empuja la barra de cambio hacia adelante, ideas extrañas. El silencio sigue descendiendo de las montañas, de la tarde que quiere volverse noche, de la amargura del lunes y del terror que te produce viajar con una desconocida sin saber sus intenciones. Ese es justamente el problema: que no conoces sus pretensiones. ¿Será, te preguntas con el alma en vilo, que quiere llevarme a un potrero oscuro donde una cáfila de violadores me esperan para saciar sus inclinaciones eróticas? ¿Cuánto le pagarán por llevar a huevones como yo? Continúas meditando mientras el automóvil se interna en la manigua de busetas, vendedores ambulantes y hombres que escupen fuego. ¿Quizás lo que quiere es propinarme un tiro en la nuca, destazarme, meterme en bolsas de Carulla y repartir mis pedazos en todos los pastizales baldíos de la ciudad?, piensas en tanto ves a un niño escupir fuego a escasos centímetros de ti. En ese caso por lo menos no seré objeto de vejaciones, concluyes con una sonrisa temblorosa. ¿En qué carajos piensas?, pregunta Magdalena con una frialdad que te eriza los vellos de los brazos. En la salud dental del niño que escupe fuego, contestas lo primero que se te atravesó por la cabeza. Magdalena suelta una carcajada que retumba en el agujero que crece en la boca del estómago. El recital de cornetas, pitos y gritos interrumpe la euforia de la Doctora Cendal. Magdalena te mira a los ojos cuando cruzan la intersección de la Avenida Suba con Avenida Cien. ¿A dónde vamos?, preguntas con indiferencia postiza. A mi casa, responde la doctora Cendal. ¿Dónde queda tu casa?, preguntas con el corazón galuchando en tu pecho. En la calle 106, arriba de la novena. ¿Cerca del Batallón Rincón Quiñones?, preguntas con la consonantes vibrando en tu lengua. A una cuadra, responde secamente. En ese caso, ¿Por qué vamos por la Avenida Suba? Te mira a los ojos y desenfunda una sonrisa perversa que te rasguña los entresijos. ¿Por qué tantas preguntas profesor?, pregunta en tono irónico. ¿No pensarás que te voy a hacer algo malo?, sigue sin dejarte contestar. No, para nada, dices con la voz viscosa. Desamarra otra risotada sonora. La ves mofarse de tu respuesta, de ti, del temor absurdo que te tiene al borde de un infarto. ¡Soy un verdadero imbécil!, te dices con la mirada perdida en el andén descascarillado. En la calle 106 gira a la derecha. La ruta es, por lo menos, congruente con el lugar donde dice vivir, piensas mientras ves el semáforo cambiar a rojo. Emergen de las tiniebla un grupo de mendigos que arrastran piernas sanguinolentas o brazos segados por la hoz del destino. El recuerdo del ciote que viste horas atrás llega a los pliegues de tu memoria. Platycichla flavipes, dices en voz baja. ¿Dijiste algo?, pregunta Magdalena con la voz sepultada en la penumbra. Sólo somos gusarapos reptando en el légamo oscuro y denso de nuestros temores, piensas en voz alta. La Doctora Cendal tantea la oscuridad en busca de tu mirada. Tus ojos siguen hundidos en la pata inerte del Ciote. La luz verde sustrae a Magdalena de la contemplación. El automóvil ruge opacamente al tiempo que gira a la derecha por la carrera 53. Al fondo se ve un semáforo encendiendo perezosamente la luz amarilla. El motor gruñe cuando Magdalena pisa el acelerador. Cruzan debajo del semáforo mientras la luz verde ilumina el piso húmedo. La Avenida Cien ruge como un animal enjaulado. Contemplas los buses gimiendo. Oyes las llantas chillar y te vas hacia adelante con fuerza. ¡Hijueputa!, grita Magdalena con la cabeza asomándose por la ventana. La mujer del carro de adelante la reta con la mirada por el espejo retrovisor. La Doctora Cendal alarga su dedo medio al tiempo que encoje los compañeros. Tu mirada se pierde en la ristra de bombillos rojos. Después del semáforo hay un Olímpica. Ve comprando los preservativos que yo te espero parqueada en la bahía que está frente a la droguería, te dice Magdalena. La miras a los ojos. ¡Hágale profesor!, te azuza. Suspiras sonoramente. Desenganchas el cinturón al tiempo que los seguros emergen de sus orificios con un golpe seco. Abres la puerta, sales lentamente, con desgano. Compra de los que tienen turupes y los que tienen estrías; esos son los mejores, dice Magdalena cuando estás cerrando la puerta. Empiezas a caminar hacia el Olímpica. Recuerdas que años atrás, cuando eras un tierno adolescente, entraste, junto con cuatro compañeros del colegio, a ver qué podían hurtar del legendario Olímpica de la Cien. Ese día tenían el primer examen físico del ejército, lo que ocasionó que toda la hez del grado once concurriera a las puertas del que fuera el Batallón de Policía Militar Número Quince. Batallón al que meses después pertenecerías. ¡Qué pequeño es mi mundo!, te dices al tiempo que cruzas las puertas del Olímpica. Desde el postigo contemplas los estantes de licores donde extrajeron el aguardiente que encendió la jarana. Caminas hacia la droguería pero recuerdas que los preservativos esperan en los estantes que están al lado de las cajas. Te devuelvas. Miras los condones y buscas los que tienen turupes. No ves ninguno. Caminas hacia el siguiente anaquel. No hay condones pero hay un paquete de papas que te sonríe. Lo tomas, lo abres, introduces la mano y extraes media docena de papas. Caminas hacia la siguiente estantería. De nuevo hurgas entre los preservativos para ver si hay con chichones. Al fondo encuentras una caja con destellos amarillos con el sugestivo –y acaso manido- nombre de Punto G. Bajo el rotulo hay un dibujo de un preservativo que exhibe pequeños grumos. Debajo del bosquejo dice, en letras blancas, “tu seguro para el amor y la vida”. ¿Qué seguridad puede ofrecer un preservativo para el amor?, te preguntas al tiempo que caminas a la caja rápida. Pagas siete mil pesos y sales. Afuera te recibe una llovizna densa. Giras tu cabeza a la derecha y a la izquierda. No ves el carro de Magdalena. Das dos pasos lentos hacia la bahía. Entre las bolsas de basura reconoces una maleta abandonada que se parece bastante a la tuya. La curiosidad te impele a mirarla más cerca. Cuando estás a dos pasos te das cuenta que es tu morral. Lo levantas y lo sacudes con asco. Lo hueles. Miras a todos lados. No encuentras a Magdalena ni a su carro. ¡Esta es mucha perra!, dices en voz alta. Empiezas a caminar vigorosamente de un lado para otro. ¡Malparida!, gritas a la lluvia que sacude los árboles del separador. Respiras hondo y suspiras con fuerza. Te quitas la maleta de la espalda y la contemplas con compasión. Sientes el impulso de consolar el morral. Ves un papel mojándose en la malla lateral. Lo extraes. Caminas hacia la bombilla que se hunde en el aguacero. Lo desdoblas con cuidado. Ves una nota con letras que se derriten. Te acercas bien para entender el mensaje. ¡Malparida!, dices con una sonrisa ladeada. Miras de nuevo la nota para verificar el contenido. Lees en voz alta:

Vamos uno a uno.

Espero que este no sea el último encuentro.

PD: ¿De verdad pensó que se iba acostar conmigo?

Este no es, en efecto, el último encuentro, le dices al papel que se deshace en tus manos…

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Flores Negras (2)

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Estás sentado en el parque contemplando las nubes que engullen la bóveda azul. El estallido del exhosto de una buseta desvía tu atención hacia un ciote que contempla estático el forraje. Platycichla flavipes, te dices con arrogancia. Sabes perfectamente que tu conocimiento se nutre de la memoria que ejercitas diariamente. El nombre lo viste en google y lo repetiste incansablemente hasta quedar aferrado a los pliegues de la memoria. Soy un ocioso, te dices mientras ves al ciote clavar su pico anaranjado en la tierra húmeda. Platycichla flavipes, repites para asegurar que el nombre no desaparezca en las cisuras del cerebro. Desde niño memorizas los nombres en latín para hacerle pensar a los demás que dominas la biología. Recuerdas aquella ocasión que acompañaste a tu vecina –lejano amor platónico- a la biblioteca Luis Ángel Arango y leíste, mientras ella y sus compañeras se hundían en su investigación, un libro sobre las pulgas. Repetiste hasta el agotamiento que la pulga constituye el orden Siphonaptera. El nombre científico de la pulga del perro es Ctenocephalides canis, el de la del gato Ctenocephalides felis y el de la pulga humana es Pulex irritans. El nombre científico de la pulga de la rata de los trópicos es Xenopsylla cheopis; el de la pulga de la rata europea es Ceratophyllus fasciatus. El nombre científico de la pulga que se aferra a su huésped es Echidnophaga gallinácea. Lo repites como si alguien te estuviera tomando la lección. ¡Soy un verdadero imbécil!, te recriminas al tiempo que llega a tu oído la voz temblorosa de una jovencita de veinte años. Giras la cabeza y la vez protestando, con los ojos lluviosos, a su compañero de banca. El amor es el emporio del forcejeo, recuerdas la frase que te cruzo por la cabeza en el consultorio, minutos atrás. Hubieras querido decírsela a alguien para discutir su contenido. Llegan a tu memoria los ojos de la doctora Cendal; Magdalena Cendal, te corriges. Contemplas la maleta donde aguarda el cargamento de tabletas y cápsulas que consumes con un fervor vecino a la demencia. Acaso tiene razón tu ex novia cuando te tilda de hipocondriaco. Quizás tenga motivos para hacerlo, te dices mientras la cantaleta de la jovencita adormece el viento frío. Finalmente es doctora y habrá tenido que lidiar con hipocondriacos que creen ser presa de indisposiciones causadas por el agua o por la polución. Miras la banca vecina. La jovencita llora calmadamente. Está confiada con el resultado de su estrategia lacrimosa. Las comisuras de tu labio se levantan lentamente. Miras hacia la pila que lanza agua. Yo no estaría tan seguro de la victoria, imaginas diciéndole a la muchacha que se limpia las mejillas con el empeine de la mano. El ciote sigue oteando el pastizal en busca de gusanos. Otro ejemplo de desarraigo, te dices al tiempo que los ojos de tu compañera de universidad llegan a la floresta de tu memoria. Recuerdas la tarde en la que ella te contó que estos animales fueron empujados hacia la ciudad gracias a la construcción de edificios de apartamentos en las montañas que escoltan la ciudad. La modernidad que profana, roba, devora, arrasa y por la que nos arrastramos como gusanos por la estéril tierra, piensas al tiempo que el alma se te ablanda al ver la pata izquierda colgándole, inerte, al pájaro. Reptamos por la modernidad, las ideologías y por el amor como gusarapos malolientes, piensas en tanto el ave intenta volar a las torcidas ramas que están sobre tu silla. El mismo amor que te tiene sentado en la banca de un parque esperando que avancen las cinco horas que te separan de la hora convenida. Esto no es amor, es impulso sexual, te dices con la seguridad propia de los idiotas que creen que siempre tienen la razón. Sabes perfectamente que la doctora Cendal no pertenece al amplio grupo de mujeres apetecibles. Deseable la adolescente que enreda los sentimientos de su compañero o la señorita de jean ajustado y escote profundo que conversa incansablemente por celular. Ellas golpean primero las fibras de la carne y luego, si las circunstancias dan para ello, las puertas del corazón. Magdalena con su mirada provocadora y su arrogancia calculada al milímetro, incita más a la charla y al cotejo de opiniones que a la carnalidad. Las mujeres que te cautivan conversando han ganado, por otra parte, buena parte del terreno y casi siempre han terminado en las estrías de tu corazón. Sientes un cosquilleo en la boca del estómago. Estiras los labios para desmentir la conclusión. El jovencito empieza a llorar para asombro de su compañera. Ella lo contempla al tiempo que él oculta su llanto en los antebrazos que esperan sobre la maleta que está, a su vez, sobe las piernas. ¡Master!, le dices mentalmente. Las nubes han sembrado tinieblas en la voluntad de los habitantes de la ciudad del destierro. Las personas transitan el camino de ladrillos con la mirada hundida en el piso. La adolescente se enreda en su telaraña de embustes para contener la ira de su compañero. El joven, en un giro inesperado, se levanta y se aleja dejándola con la frase en puntos suspensivos. ¡Maestro!, le dices al hombre en ciernes que se aleja con pasos vigorosos. Las gotas de agua golpean las hojas haciéndolas vibrar. ¿Para dónde me voy?, piensas al tiempo que ves a las personas correr ridículamente con hojas de periódico sobre la cabeza. Por el mismo sendero por el que se fue el joven viene una mujer con una bufanda café oscura, una chaqueta del mismo color, guantes vino tinto, pantalón marrón y una sombrilla beige. El corazón reemplaza el manso trote por la carrera desbocada. A pesar que el velo de lluvia no te permite ver su cara sabes que es ella. ¡Imposible!, te dices. La mujer detiene su marcha al verte. No te cabe duda, es ella. Te levantas de la silla. Ella empieza a caminar. La esperas con el corazón a todo galope. ¿Pensabas esperarme toda la tarde bajo la lluvia?, dice secamente. Eso pensaba hacer, en efecto, dices con el agua resbalando por la mejilla. Pensaba dejarte metido; dice fríamente; pero, ¡ya ves!, me tropecé contigo. Te sube por la boca del estómago una espuma densa. ¡Cabrona!, piensas en voz alta. ¡Huevón!, responde. Das media vuelta y empiezas a caminar. Diego; espera. Te detienes contra tu voluntad. Oyes el taconeo acercarse pausadamente. No te pongas bravo, te dice, susurrante, al oído. Un escalofrío nace en el talón del pie derecho y te sube por la pierna templándote como un arco. Ven, acompáñame al taller a recoger el carro y luego te invito a comer algo, dice con voz insinuante. Quieres empezar a caminar y dejarla abandonada bajo la lluvia a la usanza de las películas norteamericanas, pero tus pies no responden. Todos los músculos están atados a una fuerza ajena a tu voluntad. No te hagas de rogar, mira que después te arrepientes. No necesitas girar para ver su mirada rebosante de lujuria. Está bien, vamos, dices sin tu consentimiento. Vamos pues, dice Magdalena. Empiezan a caminar bajo el aguacero que ensombrece la tarde y tu coraje. ¿Llevas preservativos o tenemos que comprarlos en el camino?, pregunta intempestivamente la doctora Cendal. La miras con asombro a los ojos. No puedes creer que una mujer sea tan… descarada. Esa es la palabra. Decirte, además, que te iba a dejar plantado y luego salirte con que quiere acostarse contigo; que no es por nada, pero acaba de conocerte y no eres más que un extraño más en el enjambre de hombres anónimos. Acostarse con un completo desconocido, eso es lo que hará en unas horas, es una verdadera perra, te dices con el aliento entrecortado. ¿Será que no le ensañaron en la universidad nada sobre enfermedades de transmisión sexual? ¿Será que en la casa no le enseñaron a comportarse? Además ese cambio de ánimo es una evidencia fehaciente que está loca de remate. No entiendo porque le hago caso… ¡¿Qué?!, pregunta Magdalena con los ojos abiertos. Nada, dices con la voz pastosa; que hay que comprarlos por el camino, rematas con voz neutra. Al amparo de un árbol ves a la adolescente entregada al llanto. Llega el recuerdo del causante. ¡Hasta los niños tienen más carácter que yo!, concluyes…

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Flores Negras (1)

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El corazón salta presagiando borrascas. Sabes que tienes dos minutos para que la multa que penaliza los retrasos no se haga efectiva. Observas impaciente a la cajera que mueve con lentitud sus brazos. Ves el reloj. Vigilas el movimiento de los ojos de la empleada. Miras de nuevo el reloj y de nuevo contemplas a la dependiente que golpea los dientes con sus largas uñas. Los ojos vuelven sobre el reloj. El corazón acelera su marcha pero sabes perfectamente que no es causado por el afán. La impresora Epson lanza un chillido lastimero que rasguña el silencio. Posas nuevamente tus ojos en el reloj. La anciana le pregunta a la encargada sobre las conferencias de hipertensión; esta la mira con los ojos a media asta al tiempo que toma el auricular y lo posa sobre su hombro izquierdo. Contemplas el segundero arribar perezosamente a la línea que está debajo del doce. De lunes a viernes de once de la mañana a una de la tarde, dice la cajera con las palabras escoltadas por un bostezo. Espere anoto señorita, contesta la octogenaria al tiempo que esculca la cartera de cuero que pende de su hombro izquierdo. Tu mirada viaja por la geografía del piso. Te rascas la coronilla. Miras por décima vez el reloj. ¿A qué horas señorita?, pregunta la temblorosa abuelita con el esferográfico en la mano derecha. Todos los días de once de la mañana a una de la tarde, responde la dependiente ramplonamente. La anciana la mira con desaprobación. La empleada le clava los ojos encarándola. El silencio se compacta. La abuela baja la mirada, guarda el lapicero en el bolso y da media vuelta. La cajera te mira a los ojos toscamente. Caminas con pasos lentos hacia ella. Orden, carnet y cedula, te dice mecánicamente. Alargas los documentos que están tibios de tenerlos en la mano. Digita el número de la cédula en el teclado. Su mirada se pierde en la pantalla en tanto que sus dedos martillean los dientes. Tiene una multa de dieciséis mil pesos, dice secamente. Pero sólo tengo un minuto de retraso, contestas. Eso no me importa, responde toscamente. Llame a la doctora y verá que ella no tiene problema, dices con voz que se retuerce por los caminos de la inquina. Te mira a los ojos con desgano. Toma el auricular y lo posa en el hombro izquierdo al tiempo que teclea un número de tres dígitos. Oyes un timbre afónico que tintinea detrás del auricular. El timbre repite su repique agónico. Alo, dice intempestivamente la odiosa empleada; acá está un paciente que llegó tarde y dice que usted no tiene problema en atenderlo a esta hora… Intentas escuchar la respuesta. A las dos de la tarde, responde la cajera al tiempo que mira el reloj de la esquina inferior izquierda del computador. Buenodoctorayoledigo, dice en letra pegada y sin tomar aliento. Cuelga y te mira con aquel odio que se apiña en las esquinas del alma. Que baje a hablar con ella, dice con voz angulosa. Una sonrisa tuerce las comisuras de tus labios. Tomas los documentos que te esperan sobre el mesón. Das media vuelta y caminas con paso triunfante. Bajas las escaleras saltándolas de una en una, luego de dos en dos para finalizar dando portentoso saltos de tres escalones. Llegas al consultorio 211. Golpeas la puerta. Escuchas el pestillo girar; ves la puerta abrirse y detrás de ella aparece una pelirroja de tu misma estatura. Disculpa, ¿la doctora Cendal está?, preguntas a quemarropa. Sí, soy yo; responde sin titubear; debes ser el paciente retrasado. Perdón por el retraso, dices quedo; la imaginaba más vieja; mayor, quiero decir, te corriges. ¿Algún problema con mi edad?, pregunta desafiante. Ninguno, respondes inmediatamente. Pensaba atenderlo, pero creo que es un error; pague la multa y pida de nuevo la cita con una doctora “más vieja”. Sientes las comillas izadas sobre las últimas palabras. Espere, le dices mientras le detienes la puerta que empezaba a cerrar; creo que no hemos empezado bien: muchísimas gracias por atenderme; mi nombre es Diego Niño, dices dulcemente al tiempo que levantas el brazo derecho. Disculpe, he tenido un día terrible, te dice después de sostenerte la mirada; siga por favor. ¿No debo pagar primero?, preguntas con una sonrisa de medalla. Pague después de la consulta. Caminas detrás de ella mientras intentas adivinar el cuerpo que se esconde bajo la bata. Se sienta detrás del escritorio y mira el computador con impaciencia. ¿Qué lo trae acá?, pregunta maquinalmente. Llevo control por epilepsia cada dos meses y este mes la doctora que me trata está incapacitada, respondes como el que recita las tablas de multiplicar. ¿Sabe la causa de la epilepsia?, pregunta con indiferencia mineral. Malasia Cortical en la región antero lateral de la circunvolución superior del lóbulo temporal izquierdo, respondes sin respirar y con una sonrisa jactanciosa. Ella te responde con una sonrisa luminosa que frunce las comisuras de tus labios. ¿Tratas de impresionarme?, pregunta pícaramente. El corazón te crepita en el pecho. Lo suficiente para borrar la mala impresión que le deje bajo el marco de la puerta, dices con insolencia. Pues creo que debes hacer un mejor esfuerzo; ¿qué droga tomas y en qué dosis?, te pregunta con la los ojos blandos. Tome inicialmente Fenitoína Sódica pero los efectos secundarios impusieron el paso a Vulsivan, para terminar tomando, a causa de la supresión de la producción de este medicamento por parte de Psi Farma, a Tegretol Retard; de este medicamento tomo dos tableras en la mañana y tres en la noche. Te sientes eufórico. Ella te observa con interés. ¿A qué te dedicas? Soy estudiante y profesor, dices con voz que pretende sonar neutra. ¿En qué área eres profesor?, pregunta con los ojos fijos en los tuyos. Matemáticas, respondes percatándote que ingresar a una profesión que basa su prestigio en la incompetencia de los profesores de primaria y bachillerato es el único triunfo del que puedes alardear esta tarde. Un silencio espeso, acaso pegajoso, se filtra en la conversación. La contemplas detenidamente; recorres la sinuosidades de un cabello que se debate entre el castaño rojizo y el carmesí; circunvalando el cabello hay un rebaño de pecas y lunares emplazados estratégicamente que lindan con unas cejas que se solapan gracias a la afinidad con el tono de piel; el tabique recto y la nariz pequeña; el tono de los ojos forcejea entre el café y el verde oscuro; los labios son delgados y pálidos; el mentón es prominente y el cuello te parece muy blanco. ¿Si yo fuera un poema, cuál crees que sería?, dice con fullería. Esa parece una pregunta de un test de facebook; ¿la sacaste de ese lugar?, respondes para ganar tiempo. No, se me acaba de ocurrir; responda a lo que se le pregunta, profesor, te dice con altanería. Miras el suelo en actitud meditativa; tomas aire; la miras a los ojos y recitas con voz impostada:

He aquí que viene el estío
la estación violenta
y mi juventud ha muerto
como la primavera
es el tiempo de la razón ardiente
y espero
para seguir la forma noble y dulce
que adopta ella para que pueda amarla

Te quedas callado; te inclinas hacia adelante progresivamente, y continúas

llega y me atrae como al hierro el imán
tiene el aspecto encantador
de una adorable pelirroja

AL respuesta la acorrala. Empieza a escribir en el computador. Escuchas las teclas campanear bajo sus dedos. La miras con arrogancia porque sabes que te quería arrinconar en la esquina del silencio y una vez allí mascarte con la hilera de preguntas que aguardaban en las circunvoluciones de su cerebro. Has ganado la primera escaramuza en el amor, que no es otra cosa –lo sabes perfectamente- que el imperio del forcejeo. La impresora Epson empieza a llorar. Ella contempla el papel emergiendo de las blancas fauces y el carro ir y venir lentamente. El carro cesa su lamento dando paso a un silencio fatigoso. Ahí tienes la fórmula, dice con la mirada perdida en la pantalla del computador. La tomas y te levantas rápidamente. Nos vemos en dos meses doctora, dices ceremoniosamente. Ella te observa tomar el picaporte y girarlo lentamente; esperas que te diga algo; suplicas que te diga algo, cualquier frase, cualquier luz que ilumine el sendero lúgubre que enturbió tu respuesta inoportuna. Termino el turno a las ocho de la noche, dice sin apartar los ojos del computador. Giras sobre los talones lentamente para que no descubra la euforia que palpita en tus venas. Ves el reloj; levantas los ojos y se los clavas en su mirada. Misisipi uno, Misisipi dos, Misisipi tres, vas contando para dar la impresión que estás sopesando la posibilidad de venir por ella en más de cinco horas o irte a buscar aventuras en otro puerto… Misisipi seis, Misisipi siete, Misisipi ocho. A las ocho estaré esperándote con mi mejor sonrisa, le dices con dulzura. Abres la puerta y sales con el irreprimible deseo de saltar de alegría…

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