No es que pensara traicionar a mi esposa. Es más, ni siquiera había planeado que nos encontráramos, por no decir, tropezáramos, en la biblioteca. Fue un momento incómodo en el que cada uno deseaba dar la espalda y perderse en la multitud. Sin embargo la cortesía exigía que saludáramos, hiciéramos las preguntas protocolarias, los elogios que se usan en estos casos, diéramos media vuelta y nos fuéramos cada uno por su lado. El problema, lo sabíamos bien, era que las sonrisas empezarían a brotar de las comisuras del alma, los ojos se encontrarían y las manos se rozarían (como en efecto sucedió). El resto era protocolo: cortos pero efectivos trámites de las palabras que traerían el pasado a la mitad de la conversación, que nombrarían aquel motel que queda a pocas cuadras de la biblioteca, reviviendo de esa manera el deseo que nunca se agotó en los entresijos de mi alma. El deseo y la rabia porque, debo decirlo, incidió más el coraje que el apetito por aquel cuerpo que frecuenté años atrás.
Poco después se hicieron las llamadas respectivas a su esposo y a mi esposa. Ella se burlaba de mis manos sudorosas y del temblor de mi voz. No sabes mentir, afirmó al final de una carcajada llena del orgullo que supone ser experta en el arte de falsear los rectos caminos de la verdad. En efecto no sabía mentir… ni engañar. Era la primera vez que lo hacía. Ella, en cambio, se había acostado conmigo muchísimas veces sin que apareciera la menor señal de arrepentimiento por traicionar a su esposo. Vamos, dijo llevándome de la mano como se lleva un niño al primer día de escuela: con la seguridad que aprenderá que la vida es demasiado grande para poderse encerrar en definiciones y conceptos. Caminamos algunas cuadras hasta llegar a una zona infestada de moteles. Entramos, pagamos y seguimos a la dependiente dando pasos cuya resonancia se multiplicaba en las puertas de las que emergía aquel silencio gelatinoso que se desprende de manos acariciando brazos de hombres hundidos en los crespones del sueño. Abrió el cuarto, nos miró para indagar si había peticiones y se fue por el mismo pasillo que nos trajo.
¿Qué pasa? ¿No tienes ganas?, indagó con una mirada desilusionada. Mi pene, y perdón por usar esa denominación tan catedrática, estaba arrugado, frío y acostado contra mi pelvis. Parece que no quiere, dije para llenar con razones y excusas el enorme silencio que generaba la contemplación de ese pedazo de cuero, como lo llamó ella cuando notó que no quería funcionar. Déjalo, indiqué cuando ella empezó a lamerlo, acariciarlo y succionarlo para imprimirle la vida que traería los viejos tiempos. No quiere, insistí. Ella contemplaba el pene y la ventana por la que entraba la gritería de los niños del parque que estaba al otro lado de la calle. ¿Estoy muy fea?, inquirió con voz temblorosa. No eres tú, soy yo, respondí con la satisfacción de emplear las mismas palabras que ella usó para señalar que había terminado el pequeño romance que sostuvimos a lo largo de tres meses (y de quien supe después, cuando todo importaba un comino, que había terminado porque salía simultáneamente con mi jefe). Lo triste es que ahora ella y yo empezábamos a ser un lugar común: relaciones que terminan, infidelidades, puñeteras con el jefe, vidas truncadas por un desamor, celos y cientos de clichés. Terminamos cumpliendo el estereotipo a pesar que son tantas las variantes en las que pueden suceder las circunstancias. Duele tener la misma suerte de un actor de cualquier novela venezolana. Hasta el nombre me funciona: Diego Germán. Quizás si llevara un apellido pomposo me acercaría un poco más al Universal platónico que haría de ella La Mujer y de mi El Hombre, los dos en mayúsculas para señalar que encarnamos todas cualidades y todos los defectos existentes y por existir.
Ella, mientras me sumergía en honduras filosóficas, continuaba reavivando el miembro que como sabemos todos los hombres del mundo, sólo cumple los designios de su caprichosa e insondable voluntad. ¡Déjalo!, indiqué con fastidio. Ese man no piensa parase hoy, concluí. ¡Maricón!, respondió con el odio con el que las mujeres trasmiten sus propios temores. Porque el asunto no es que le preocupara que fuera impotente. Ese, visto a la luz de las circunstancias, es un problema que sólo me competía a mí y eventualmente a mi esposa. Tampoco podría pensarse que un polvo menos o un polvo más hicieran la diferencia en su abultado cronómetro y, menos aún, que los deseos no satisfechos le arruinaran la semana. Todas las mujeres, siendo sinceros, viven y sobreviven con unas apetito que nunca, bajo ninguna circunstancia, será satisfecho gracias a que cada orgasmo les permite atisbar uno más grande, quien, a su vez, les deja ver otro superior y así hasta el infinito… y más allá, porque las mujeres, en asuntos sexuales, conocen aquellos confines que ni el más imaginativo de los hombres podrá entrever en sus acaloradas noches de sexo. Lo cual me permitía concluir que su rencor apuntaba a suponer que su generoso y delicioso cuerpo ya no tiene el mismo efecto sobre El Hombre, en mayúsculas, porque las mujeres siempre piensan que cualquier hombre es el representante de todos y cada uno de los restantes hombres (¿pensarán, en esa misma línea, que un pene encarna todos los penes?).
Se levantó de la cama, fue hasta la silla en la que descansaba su cartera y sacó un revólver. Me apuntó a la frente. Empezaban a borrarse los límites de lo convencional, a dejar de ser una reproducción de cualquier novela venezolana para pasar a pertenecer al grupo de desafortunados hombres que aparecen en El Espacio bajo algún título sugestivo. En mi caso, pensaba mientras ella me miraba con el resentimiento que sentía por sí misma, el título debía dejar en claro que moría fusilado a causa de una disfunción eréctil (“le dieron chumbimba porque no le sirvió la chimba”, podría ser una posibilidad). Sé que suena increíble que piense esas estupideces al borde de la muerte, pero mi cabeza es así de voluntariosa y se va por caminos insólitos cuando está bajo presión. Intentó martillar el revólver pero sus deditos no tenían la fuerza para hacerlo. La mente se fue limpiando lentamente, como si fuera un tablero acrílico al que se le pasa un trapo humedecido con metanol. ¡Espera!, grité cuando sentí un calor que cosquilleaba por las vecindades de los testículos. Millones de mililitros corrían, venturosos, por los cuerpos cavernosos levantando el pene con la misma algarabía con la que los soldados estadounidenses izaron la bandera en la cima del monte Suribachi. La erección contradecía en su contundencia el sentido común, la biología y quizás la psiquiatría. Venga mamasita recordamos viejos tiempos, indiqué para disipar las tinieblas que habían crecido en los minutos preliminares y que pudieron costarme la vida…