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De vez en cuando la vida (Joan Manuel Serrat)

Hay días en los que la vida se levanta con la mirada fría y el cuerpo gris; camina lentamente y está malhumorada. En estos períodos debemos escuchar sus consejos y aguardar que la brisa atice la hoguera de sus ojos. En otras ocasiones, por el contrario, se levanta sonriente y pasea por la casa con collares de flores y ojos de algodón. En ese momento debemos danzar con ella, cantar todas las mañanas y enamorarnos todos los atardeceres…

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Carta al silencio de la noche (11)

¿Recuerdas las largas caminatas con el mugido de los buses y el bullicio de las personas en las que te hablaba de los poemas de Sabines y los boleros de Santos? ¿Te acuerdas de aquella vez que nos sentamos en una silla de la calle 65 a besarnos incansablemente hasta que el amanecer emergió de las montañas? Fueron noches maravillosas.

Ayer, cuando escuché Con la Frente Marchita, recordé lo que sentí aquella noche que me dejaste a la deriva de las tinieblas, sin explicaciones y con los sueños ahogándose en la alcantarilla. Evoqué la incertidumbre que sobrevino y el desasosiego que esta trajo consigo. Después, con el paso de los años, entendí que no tenías otra opción: perseguías el esquivo proyecto de vida que tenías –y quizás aún tengas- sembrado en el alma. Yo no hacia parte de ese programa, era solamente un abalorio ocasional, y como tal era reemplazable. Comprendí, además, que el amor no retornará a su cauce, ni que me pedirás perdón por haberme abandonado (conclusiones ridículas, lo sé, pero conclusiones al fin y al cabo). Llegaron a continuación las mujeres con su sabiduría a sanar las cicatrices del alma y luego arribaron los senderos por los que mis pies transitan.

Supongo que te acuerdas, por otra parte, que hace dos meses te llame buscando que nuestra amistad retornara a los viejos cauces. Me dijiste que no querías verme; que te fastidian mi melancolía y mis cursilerías; que “meterme contigo” fue una equivocación de la que no terminas de arrepentirte; que los únicos amores que pueden aspirar a tocarte son los que emergen de los congresos de medicina o de los quirófanos. Después de la retahíla cortaste la llamada dejando la melancolía mirándome desde su gancho…

Hoy, mientras veo a una pareja de adolescentes besarse en la misma silla en la que nos acariciábamos, escribo las últimas palabras del amor que solamente entró a mi cabeza de quijote sin rocín ni molinos de viento. Te dejo, para finalizar, a Adriana Varela interpretando la canción de Sabina que tarareabas en las tardes lluviosas (por increíble que te suene esta versión mejora la interpretación de Sabina).

Un abrazo a la mujer que prefiere los amores nadan en el mar del prestigio a los que flotan en los riachuelos de los versos y los boleros…

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Tatuaje del alma (Romualdo Brito)

En los caminos del despecho hay un momento especialmente doloroso: cuando nos encontramos con la causante de nuestras aflicciones. En ese instante, el padecimiento que suponíamos vencido, se levanta decidido a lanzarnos al fondo del estanque. El cielo se hunde estrepitosamente y nuestra razón se abate ante la evidencia: el amor sigue aferrado a su dulce mirada y al brillo de sus voz…

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Adonay (Los Hispanos)

Mi infancia estuvo sazonada por una maraña de sonidos, conceptos y culturas: en una mañana alternaban los Rolling Stones con los Beatles en tanto que en la tarde La Sonora Matancera acobardar el sopor con el repiqueteo de trompetas. En la noche tocaba, según el estado de ánimo, Roberto Carlos, José Luis Perales o Joan Manuel Serrat. Había días en los que el monopolio lo ganaba Héctor Lavoe o la Fania. Al anterior conjunto un tío trajo, a mediados de los ochenta, los Bee Gees, Supertramp, Toto, América y otros tantos grupos norteamericanos de la época.

Hoy, años después de estar sometido a esta promiscuidad melódica, veo la huella que ha quedado en mí: las canciones que más busco son de los Rolling Stones, de Perales o de Joan Manuel Serrat. No son pocas las veces, asimismo, que me he descubierto tarareando a Vicentico Valdés al tiempo que me baño, como lo hacía hace veinte años mi papá. Esto me lleva al segundo punto: la incidencia de los hábitos de los padres en nuestras costumbres. Varias veces que peleo con mi hermana porque deja todas las luces encendidas. El regaño es, como si lo anterior no fuera preocupante, igual que el de mi mamá: “apague la luz que los servicios están llegando carísimos”. Cuando se prorroga el baño más de lo aconsejable al sermón le añado al argumento anterior uno de mi cosecha: “apúrele que el agua no es gratis; con su irresponsabilidad está acabando con los recursos hídricos; ¿quiere que sus hijos jueguen en los ríos?…”. Claro que mi hermana no se queda atrás: cuando ve televisión se queda dormida igual que mi mamá y es igual de generosa que mi papá. Siempre que veo la estela de sus manías, gustos y defectos surcando mis días me pregunto: ¿Será que repetiré los mismos errores y aciertos de mis padres?…

Estas reflexiones emergen cada vez que Rodolfo Aicardi interroga a Adonay en la canción que nos gusta a mis padres, a mi hermana y a mí.

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En un rincón del alma (Alberto Cortez)

En una comisura de la memoria se encuentran los ojos que me contemplaron aquella tarde de octubre. En los recovecos de las sombras están las caricias que fui sembrando en las ranuras de tu nostalgia. En la oscura guarida de mi cerebro reposan los fantasmas que plantaste durante veintiún días y que mi odio regó durante más de cuatro años. En los recovecos de mis versos germinan las quejas que mi voz no pronunció. En un rincón del alma…

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Y por tanto (Charles Aznavour)

Te despiertas asustada. Miras el reloj y confirmas la hora. ¡Debo irme!, dices con el cabello revuelto y la mirada desorientada. No hay afán, te digo con voz insinuante. Dame un besito, concluyo. No estoy para jueguitos, dices al tiempo que lanzas una mirada hiriente; además tienes que encontrarte con tu novia. Ella puede esperar, te digo con el corazón aumentando su ritmo. Me inclino hacia adelante para darte un beso en los hombros desnudos. ¡Déjame!, contestas a la vez que tu piel se endurece. Mi mano recorre tu vientre pequeño y se desliza a la espesura de tu sexo. Te tensas como la cuerda de un arco. Te beso el cuello y los tendones empiezan a remitir su fuerza. Mis dedos siembran placer en la zanja húmeda. El chasquido de tu voluntad antecede tus labios lúbricos. Las lenguas retozan en la niebla de la pasión…

Dos horas después estás caminando sola por las calles de la ciudad que devora almas y mancilla cuerpos. Las lágrimas te bañan las mejillas. El celular repiquetea en tu maleta. Sabes que es tu mamá indagando por la tardanza. No contestas porque odias decirle mentiras. Un delgado velo de lluvia cae sobre las calles solitarias. Un dolor manso te muerde las comisuras del alma. Miras hacia atrás y le lanzas improperios a la oscuridad. Desde una ventana sale Charles Azvanour…

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A mí me dieron el mar (Piero)

La aurora entró escoltada por el gorjeo de las aves. El frío se escondía en los surcos del anémico sol. Tu alma, atrás de las rejas del letargo, esperaba un beso que la trajera a la vida. Yo, en ese momento, me hundía en la contemplación: mis ojos transitaban por los cabellos que naufragaban en la almohada; por la manigua de tus cejas; por tus empinadas pestañas; por las bolsitas violáceas que sostienen tus párpados; por la vertical de tu tabique y por las almohadillas de tus fosas; por tus delgados labios y por los surcos que testifican viejas alegrías. Al término del examen visual te dije, con voz queda, Te amo; las bisagras del sopor crujieron, abriste los ojos e inundaste el cuarto con tu mirada serena. Las comisuras de mis labios izaron velas al tiempo que la brisa vibraba en la ventana. Mis manos avanzaron por el filo del silencio hasta alcanzar el naufragio de cabellos. Luego, cuando la aurora se hizo resplandor, te besé tiernamente. Piero, entre tanto, se despedía desde el acetato:

Y esa palabra amor que tiene dolor, que tiene dolor…

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Zamba por Vos (Alfredo Zitarrosa)

Tu recuerdo invadió mi alma esta madrugada. Llegaste con el canto de los copetones; me miraste desde tu ausencia para recostarte, con un movimiento tenue, a mi izquierda. Abrace ese recuerdo tibio que ahorcó noches y troncho auroras durante cuatro años. Le sonreí; lo miré con melancolía y luego cerré los ojos…

Horas después, cuando abrí los ojos, lo encontré refulgente, como aquella noche de boleros y cervezas. Desde el fondo del tiempo tus ojos me contemplaban con dulzura. Sonreí de nuevo. Respondiste con una de aquellas sonrisas que prohíben a los diabéticos. Mis dedos recorrieron cada milímetro de tu mejilla. Cerraste los ojos para no interferir con la requisa. Al concluir la excursión mi palma abrazo tu delgado cuello. Sonreíste imperceptiblemente. Me acerqué para catar la tibieza de tus labios. Temblaste al sentir mis labios macerando los tuyos y la humedad de mi lengua navegando sobre las estrías de tu silencio. Luego, en un descuido imperdonable, tu recuerdo se diluyó como una palabra en el aire. Miré el techo rugoso y suspiré. Luego me levanté y coloqué a todo volumen la canción que escuché las doscientas diez mañanas que sobrevinieron a tu huida.

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El amor y las palomas (Facundo Cabral)

Hace unos minutos vi una muchacha de veinte años liando en una red de miradas insinuantes y proposiciones de significado turbio a un niño de dieciséis años; el jovencito, a su vez, pataleaba en un naufragio de frases de cajón y respuestas ruborosas. Al verla recordé a Facundo Cabral diciendo que las mujeres fáciles son las que tiene la misión de salvar a los hombres de las mujeres difíciles. Escuche esa frase en mi niñez, una y otra vez, hasta que la adolescencia entró por las ventanas de mi infancia. Después, cuando el vendaval del sexo derrumbó puertas y despeinó árboles, entendí la contundencia de la afirmación: gracias a las mujeres fáciles los hombres se inician en los meandros del sexo sin tener que recurrir a ruegos ni a pagos vejatorios.

Después que la pareja se bajó en una estación de Transmilenio pensaba que lo desventajoso de aquellos seres maravillosos es que no dilatan su estadía en los pórticos del corazón sino que se elevan con la primera mirada coqueta que les robe la sonrisa. Nos dejan, me dije al tiempo que veía la llovizna empapar los vidrios con sus deditos húmedos, sin importarles nada. ¿Acaso, me pregunté al instante, nos deben fidelidad por amarlas? ¿No son libres para volar de espina en espina? Luego, cuando los interrogantes se anudaban en el cuello, vino al rescate la voz de Facundo Cabral:

Le bastaba abrir los brazos para tener la medida de la ternura
y el lazo que une la muerte y la vida…

heredó de la mañana su condición de paloma
y volaba muy bajito para mirarse en su sombra

en ese momento el amor se hizo brisa y los recuerdos se tiñeron de colores pastel…

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Video de Dime Porqué (Ismael Rivera)

Hace seis años decidí lanzarme por las cataratas del amor sin importarme sus consecuencias. Después de gritar y eludir toda suerte de escollos el agua me lanzó a un desierto colmado de zarzas. El aire seco se endurecía en la garganta hasta transformándose en asfixiante arena. Los ojos, cuando palpaban las evocaciones, sangraban. Era un espectáculo difícil de describir. Después de vagar por los aluviones de la desesperación el brillo de una voz me indicó el camino que me conduciría al remanso oscuro del abandono. Esta voz no era, como se imaginan, la de una mujer sino la de un hombre maduro, cuya energía contrastaba con la mansedumbre de su letra…

En otro lugar hablé de esta misma canción, pero no pude colgar el video gracias a que en el momento del post (10 de abril) aún no lo habían subido al amado Youtube. Días después (14 de abril) el avanzado Emanuelo810 subió el video que les presentaré a continuación.

Les dejo, pues, con la canción que me arrebató de la congoja y me llevó a la sombra de la resignación.

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Alfonsina y El Mar (Mercedes Sosa)

¿Dónde reposan los amores que granularon la respiración? ¿Dónde murieron los minutos que asilaron una conversación tibia? ¿Dónde queda la alegría de una llamada inesperada o la tristeza de una torpeza involuntaria? ¿Dónde queda el sentimiento que despertaba la canción que la evocaba?

Viendo tu foto recuerdo los elusivos instantes en los que tripulaba sueños con banderas de aventuras y proas con sirenas talladas; aquellos momentos en los que la tierra se perdía en el horizonte azul de mi fantasía y navegábamos con el sol tostando tu cabecita de algodón; ¿lo recuerdas? De mi cara colgaba una sonrisa anicotinada que acariciabas con tus pequeñas manos al tiempo que tu mirada caminaba sobre la espuma de las olas.

Pero una tarde gris la desamparada tierra vino galopando por las encrespadas olas del tiempo con la embestida de obuses y el repique de sables que herían el viento. Al final, cuando mis incendiados sueños navegaban en el oscuro y sanguinolento mar, giraste para regalarme tu última sonrisa, te aferraste a su cuello y me abandonaste…

Ahora deambulo buscando tus huellas en la arena húmeda y tu voz en el viento seco. Pero no hallo la esquiva pisada ni la gruesa voz; sólo encuentro la brisa conmovida por mi abatimiento susurrando nuestra canción…

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Visita Número 10.000

Después de una breve ausencia me encuentro con la maravillosa noticia que el blog ha llegado a la visita número 10.000. Hoy a media noche se cumplen, asimismo, seis meses de existencia del blog.
En lo referente a las visitas el gráfico muestra cómo han fluctuado en las últimas 26 semanas.

En lo tocante a los seis meses poco o nada se le puede agregar al post número 200. Sólo me resta agradecerles a los incansables lectores que siguen visitando esta esquina de la red y a los amigos que me apoyan en el extravagante oficio de escribir pendejadas. Agradezco, igualmente, a los miles de personas que llegan al blog lanzados por los motores de búsqueda.

Para celebrar les dejo con la canción que me ponía a vibrar cuando tenía cinco años de edad.

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