Tu mirada se encontró con la de ella en la viscosidad del calor y del humo. Le sonreíste rutinariamente; ella te contestó con una sonrisa amplia, acaso luminosa, que te aceleró el corazón. Vigilaste sus ojos para saborear sus intenciones; ella te contesto con una mirada lujuriosa que te dilató la bragueta. Sonreíste con amabilidad. Giraste la cabeza para ojear a la muchedumbre. Tus pensamientos se desorientaron con la barahúnda insufrible y con los movimientos frenéticos de brazos y piernas. Te olvidaste de la causa que desvío tus ojos de la puerta del salón y de la catarata de palabras que emanaba la boca de tu tía política. Un ligero mareo y un punzón en la boca del estómago te desenterraron del sopor en el que te hundías. Contemplaste tu reloj; te rascaste la cabeza; sentiste una mano invisible acariciándote la cien; giraste de nuevo la cabeza y de nuevo tu mirada se tropezó con aquellos ojos negros que, al parecer, pretendían hostigarte toda la noche. No pudiste reprimir una sonrisa aprobatoria. Te levantaste y fuiste a la mesa donde estaba sentada; le extendiste la mano al tiempo que mirabas el insondable escote; estoy cansada, te responde, para tu sorpresa, una voz metálica que contrasta con la que tu imaginación construyo en las estrías de tu mente. ¿Cansada?, preguntas golpeando todas las consonantes que se cruzan en la palabra. Sí, contesta firmemente. Das media vuelta y te devuelves masticando improperios. Llegas a la mesa abandonada en el naufragio de merengues pegajosos que retumban en los parlantes. Te sientas dándole la espalda a la engreída…
Una hora después tu mentón reposa sobre el pecho. Escuchas, como si se tratase de una película expuesta a poco volumen, la algarabía de la fiesta. Te debates entre quedarte dormitando en la silla o irte a tu casa. Sientes una mano tibia que te toca el hombro; abres los ojos y te encuentras con aquella mirada oscura que te incitó a recorrer el salón; la observas con curiosidad, ella te mira sin perturbarse; ya no estoy cansada; ahora sí quiero bailar, te dice ella con naturalidad. La ves sin entender qué significan sus palabras. ¿No entiendes?: ahora SÍ quiero bailar, te dice acentuando con los ojos la afirmación. Chévere; hay muchos hombres que querrán bailar contigo, le dices con sorna. No me interesan los otros hombres; me interesas tú. La miras con escepticismo; siéntate por favor, le dices al tiempo que le aproximas la silla que está a tu derecha. Ella se sienta, contemplas sus ojos negros, sus cejas depiladas y marcadas con delineador negro; su pequeña nariz; el lunar que remata unos pómulos puntudos; los labios pálidos y el mentón salido. Suspiras. Mira, le dices mientras le clavas tus ojos en los suyos; no es que no quiera bailar contigo: lo que pasa es que cuando estoy durmiendo plácidamente no me gusta que me incomoden, ni mucho menos que me inviten a bailar; te pido, por tanto, que te devuelvas por donde viniste y me dejes tranquilo. Ella te miró con rabia pero no te dijo nada. Se levantó y se fue a la mesa. Tú, entretanto, bajaste la cabeza para fingir que dormías. El sueño, minutos después, te tomo en sus brazos.
Mientras dormías la muchacha hablaba con un joven de corte militar; las lágrimas le bajaron por el rostro cuando señaló a tu mesa; sus ojos se tornaron más lluviosos cuando él observó el lugar donde señalaba su dedo; luego se acomodó en el pecho del muchacho y se entregó al llanto. Él la separó y la miró a los ojos. Se levantó y camino hacia tu mesa. Cuando estuvo a dos metros de ti saco un revólver y disparó dos veces…