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El incendio de abril (Miguel Torres)

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Reseña publicada inicialmente en El Espectador

Quien penetra las páginas de esta novela se entrega al vértigo del infierno: cientos de voces que se articulan en torno de la muerte de un líder que era la esperanza de quienes sobreviven rasguñando las paredes del infortunio. Voces que no son voces sino lamentos, gritos de indignación, crujido del futuro cercenado por los delirios de un demente o, quizás, mutilado por la orden de un cobarde amparado en las sombras.

Torres nos va conduciendo por las calles en las que estallan robos, barrios en los que hay cientos de hombres que deciden sacrificar su vida por la muerte de Gaitán y mujeres que asumen su destino de viudas. Emergen, igualmente, disidentes que señalan con bravuconería de matón de esquina, “por fin le dieron a ese negro hijueputa”, sin pensar, al afirmar, que ellos, al igual que el muerto, son herederos de la misma cepa genética, sin sospechar que comparten el mismo destino de la nación que a partir de ese momento empezó a desbarrancarse, a hacerse trizas entre la gritería y los robos, entre los incendios y las balaceras.

Los testimonios continúan avanzando, solapándose, contradiciéndose en una vorágine de vidas que sobrevuelan el Bogotazo, aquella denominación totalizante que pretende encerrar las circunstancias en una palabra que deja afuera las preguntas que penetran, los interrogantes que excavan y socavan, las hipótesis que iluminan. En los corredores de la novela también hay capitanes que le ponen pecho a los proyectiles, policías que se unen a la horda iracunda, médicos que se esconden en ataúdes por temor a ser asesinados por la masa enardecida y temerosos dirigentes liberales (Echandía, Lleras Restrepo, Araújo) encerrados en salas de cine.

Entre tanto naufraga la noche. El centro de Bogotá es un solo incendio que lanza humo y ceniza que el viento dispersa por todos los puntos de la ciudad y de la memoria. Los soldados disparan y disparan, sin reflexión ni motivo, sólo cumplen la orden de matar a todo el que se atraviese llevado por los criterios del azar. Mujeres, hombres y niños mueren, entonces, por cometer el crimen de buscar a sus seres queridos o de regresar a sus casas.

Se extravían, entre el fandango de muerte y desolación, las razones que incitaron a la revuelta. Baste citar, para apoyar esta afirmación, al comerciante Javier Tibaduiza: “queríamos sacarnos de adentro ese dolor de patria que nos agusanaba el alma por la muerte de Gaitán. Pero ya nadie hablaba de revolución. Esa causa se había embolatado con el correr de las horas a cambio del consuelo de acabar con todo, de incendiarlo todo, de asaltar negocios y robar y emborracharse hasta que San Juan agachara el dedo”. Así, en efecto, se hizo: se entregaron al saqueo, a incendiar todo lo que se atravesara en su marcha, a la bebida que enmarañaba los caminos de la razón dejando, en su lugar, una alegría torpe, una euforia malsana que estropeaba los resortes de la insurrección.

Fue en este momento que el país se echó a perder. No se malogró, sin embargo, por las mentes acaloradas por el alcohol, ni por la sevicia de miles de hombres y mujeres analfabetas que robaron, destruyeron y quemaron. No. Se extravió a causa de los dirigentes del Partido Liberal que se escondieron en cines, de los conservadores que huían de la ciudad o que, en un ataque de oportunismo, como en el caso de Laureano Gómez, pedían al presidente entregar el poder a manos de militares, y por culpa del mismo presidente por entregarse al pánico. Ninguno cumplió con su obligación política e histórica. Todos ellos causaron este derrumbe que no cesa de precipitarse por los abismos de la miseria y la desigualdad.

Finalmente la noche dio paso al primer día de los miles en los que Colombia se asesina a sí misma por cuenta de pertenecer a este o a aquel partido político, mientras los dirigentes de dichas toldas debaten pacíficamente gracias a que “la cosa es bien simple: tú, Pombo y yo somos liberales, con nuestra variadas tendencias, y Urrutia, Umaña y Dávila son conservadores con las suyas. Pero unos y otros nos encontramos todas las mañanas jugando golf en el Country Club”. Los únicos que pusieron la sangre y los muertos fueron, por tanto, los que creyeron que hay diferencias entre un partido y otro, sin pensar que el asunto no es de bandos ni de ideologías, sino del poder y sus vergonzosos laberintos.

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No reside destinatario

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A la memoria de Nabyl Cortes

Veintitrés años. Veintitrés años y una semana. Esa era la edad que usted tenía cuando murió. Ahora que soy uno de esos viejos de los que renegábamos, y a quienes nunca les dimos la oportunidad de explicarse, estoy tentado a decir que usted era un niñito, en diminutivo, como si quisiera acentuar la invalidez de su edad. Veintitrés añitos. Casi nada. Ni siquiera había empezado a construir su identidad, como no lo habíamos hecho ninguno de nosotros (los de siempre, los del colegio, los de toda la vida). Aún éramos lo que nuestros padres habían hecho de nosotros. O querían hacer de nosotros. Después nos fuimos apartando de sus directrices hasta ser lo que somos. ¿Qué somos?, se preguntará usted. La verdad, no sé. Le podría decir, en contraprestación, qué hacemos. A mí, por ejemplo, me da algunas veces por decir que soy profesor. Otras tantas me da por decir que escribo.

¿A qué se dedicaría usted en este momento? Quizás habría seguido con la idea de ser bombero y seguro que habría desistido a mitad de camino. Por ahí contaba Walther a propósito del proyecto, que usted le mostró una foto en la que está sobre uno de aquellos carros de bomberos enormes, rojos, llantas veloces, manubrio postizo, que servían para que uno se desmierdara en la primera callejuela inclinada que apareciera. Si ve que siempre quise ser bombero, dice Walther que dijo usted al tiempo que le mostraba la foto. Poco después de habérselo dicho y de que sobreviniera su muerte (que estuvieron bastante cerca), tuvimos la oportunidad de ver la fotografía gracias a que su abuela la había hallado entre los libros de la habitación que aún le decían, empujadas por la inercia de la costumbre, “el cuarto de Nabyl”. Todos miramos la fotografía con el vértigo de quien contempla la profundidad del abismo y sentimos deseos de llorar largamente, como si se hubiera muerto nuevamente.

O tal vez habría cuajado la idea de ser chef. Marica, deberíamos meternos a un curso de chef en el Sena, me dijo usted al margen de la Calle Cuarenta y Cinco una tarde de lloviznas y presagios. ¡De una!, respondí contagiado por su energía. Tres semanas después averigüe qué debíamos hacer para entrar. Usted nunca lo supo. ¡Cómo iba a saberlo si la muerte no le dio tiempo de enterarse de esas pequeñeces! Se lo iba a decir la noche que le conté al Negro que estaba saliendo con Astrid. Usted, poco después de mi confesión, me miró como si hubiera perdido el juicio. No tuve tiempo de demostrarle que tenía razones poderosas para hacerlo: tenía la certeza que usted y Walther detendrían al Negro mientras yo salía corriendo. Ustedes, contrario a mis expectativas, empezaron a caminar para atrás. Un paso, dos pasos, tres pasos. Clac, clac, clac. El segundero transitando mansamente. El Negro levantándose y mirándome con los ojos inyectados en sangre. Otro paso para atrás y los brazos levantados para evitar que les salpicara sangre a la cara. Mi vida completa desfilando frente a mis ojos a la velocidad de las tragedias. Clac, clac, clac. El segundero continuaba en su tránsito circular. No hay problema, dijo El Negro poco antes que la vida retornara a mi cuerpo.

Después vino el largo y minucioso ejercicio de organizar aquella fiesta en una casa semi-destruida de Chapinero. Venían las ideas, venían las cervezas. Emergían nuevas ideas, emergían nuevas cervezas. Irrumpían otras ideas, irrumpían otras cervezas. Hasta que nos echaron de la tienda y tuvimos que irnos a la casa de Walther. Allí seguimos bebiendo, pero las ideas para la fiesta se habían agotado. Tampoco quedaba rastro de mi intención de ponerle al día sobre las averiguaciones del Sena. Sólo quedábamos nosotros y el recuerdo de la época del colegio. Dele y dele al aguardiente hasta que brotó el amanecer, nítido, agresivo, sobre las terrazas de las casas. En ese momento usted afirmó, con su infatigable optimismo, que dormiría media hora y luego se iría a trabajar. A pesar de su buena voluntad, abrió los ojos a las once de la mañana, justo después que le llegara la certeza que tendría problemas con su tío. Al rato nos fuimos caminando por las calles que naufragaban entre las guedejas del sol del medio día, el dolor de cabeza y las nauseas. Hable y camine, camine y hable, hasta que apareció la buseta por alguna grieta de la mítica Calle Sesenta y Ocho. Emprendió, entonces, su patentado pique de choro al tiempo que me gritaba, nos vemos luego…

Pero no nos vimos luego porque usted se fue de cabeza en el lago. En uso de sus facultades o en ausencia de ellas. No importa. Lo relevante es que se fue de la misma manera que huye la sangre de quien se asusta. O como se acallan el murmullo después de un disparo: de tajo, sin aspavientos, de repente, de un solo golpe.

Siempre he querido pensar que aquella noche del trece de diciembre del dos mil dos, justo diez años antes de estas palabras, usted saltó la reja, evadió la seguridad y posteriormente se dio a la tarea de deambular por el parque. Primero caminando entre las sombras de los árboles, tropezando en los altibajos, cayendo en las inclinaciones que aparecían intempestivamente. Después llevado por la inercia del paseo, por el empuje de los pensamientos. Al final el lago: una mancha más oscura que la oscuridad de la noche. No sé si se fue al borde y se hundió lenta pero irreversiblemente hasta quedar aferrado al fango de la muerte. No sé si pegó el glorioso pique de choro y se lanzó. Plash. Un leve chapoteo de agua y luego el blub de su cuerpo abriéndose camino para la eternidad. Así, en medio de la noche, sin testigos, sin un alma que diera fe de lo que hizo, de lo que dejó de hacer o de lo que le hicieron, si es que le hicieron algo. Sólo dejó conjeturas en las últimas horas de su existencia. Conjeturas y un dolor amargo, difícil de digerir, agrio como el óxido del tiempo, una aflicción que vive atravesándose en las arterias de la memoria.

Solo en su soledad se fue para la perpetuidad en la que nos aguarda con su mirada ladeada, con su tumbao de malevo, con sus veintitrés años y una semana.

¡Qué pronto te fuiste Nabylón!

Cómo me gustaría que aún subsistiéramos en medio de la borrasca etílica para ver cómo van cayendo los compañeros, uno detrás de otro, en los pantanos de la borrachera. Puf, puf, puf. Para después quedarnos aferrados al trago y a la charla sobre las mujeres que nos miran desde la altura de su indiferencia. Nabylón, ¿alguna novedad? Ninguna. ¿Rumbeos? Cero. ¿Y usted? A ceros, como siempre. Y como siempre levantaría el codo para espantar la frustración. Pero queda el trago, diría antes de entregarle la botella. Pero queda el trago, repetiría usted con los ojos vidriosos de la borrachera. Después contemplaríamos las esperanzas que se iran tiñendo con la misma serenidad con la que la alborada envuelve las tinieblas…

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Errores en estudio sobre consumo de alcohol

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El reciente Estudio sobre Patrones de Consumo y Consumo nocivo de Alcohol en Colombia 2012, de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso), afirma que Colombia es el tercer país de Latinoamérica en consumo de alcohol. Pienso, con todo respeto, que el artículo se equivoca por dos razones: la veracidad de las respuestas y la incapacidad de calcular la cantidad de alcohol que se ingiere en un año.

La metodología de entrevistar a ciudadanas y ciudadanos generó, en primer lugar, imprecisiones gracias a que en este país nadie se considera alcohólico a pesar de emborracharse dos veces por semana. ¿Alcohólico yo? ¡Nunca! Sepa usted que nunca me he emborrachado en mi vida, apostaría que dijo más de uno. En este país, además de lo anterior, nadie admite que está embriagado a pesar que no se puede sostener en pie o que está dando botes bajo la mesa después de haber ingerido dos botellas de aguardiente.

Quedan dudas, asimismo, de la manera en la que se llega a la conclusión que se bebe 6,3 litros de alcohol por año. ¿Cómo una persona determina cuánto alcohol ha ingerido en una noche?

Para hacerlo necesitaría, en primera instancia, beber el mismo licor. Esto, como todos sabemos, no se cumple, ni se cumplirá en Colombia gracias a que se acostumbra mezclar tragos. ¿Cuáles tragos? Todos. Acá, por ejemplo, bebemos cerveza, vino que parece jarabe, aguardiente que sabe a juagadura de techo de cantina, tequila de caja, ron y brandy en un breve paseo por la cuadra. Vecino; tómese un ron, dicen los dueños de la casa adyacente. Venga el ron. Vecino; tómese un whisky, dicen los propietarios de la casa contigua a la adyacente. Venga el whisky. Así hasta que al límite de la cuadra caminamos en eses, sin saber para dónde íbamos y desconociendo la razón por la que salimos de la casa. Entonces damos media vuelta y empezamos a dirigirnos a ella recibiendo los mismos tragos, pero en sentido inverso.

Supongamos, volviendo al tema y en aras de facilitar el debate, que ingerimos un solo tipo de bebida. Digamos, por decir una cifra, que esta tiene una concentración del 8%. Ahora nace un nuevo inconveniente. ¿Cuántas botellas se bebió? Si se sentara solo en su casa y las fuera acumulando una detrás de otra, sería fácil hacer la cuenta. Pero el colombiano promedio no toma en la casa. Al menos no lo hace en la propia. Bebe en la calle, mientras va de un punto a otro.

Presumamos, entonces, que se sienta en la mesa de un bar y que deja sobre la mesa todas las botellas. Lo malo es que no son pocos los tenderos que les agregan cascos desocupados para aumentar la cuenta. O, si no es el dependiente, son los borrachos de la mesa vecina quienes cambian una botella llena por la desocupada que tienen ellos sobre su mesa. También acostumbran poner un grupo de botellas para aminorar el importe propio y subir el ajeno. Si el lugar está muy lleno se roban la botella entera y se pierden entre la marejada de piernas y brazos que intentan bailar entre los borrachos.

Establezcamos, para facilitar el ejercicio, que nadie roba o cambia las botellas. Ahora viene el problema de la dosis que ingiera en cada sorbo. Quisiera suponer que ingiere la misma dosis. En Colombia, sin embargo, se bebe directamente del pico de la botella. Así la medida depende del diámetro de la boca de la botella (o de las dimensiones del roto de la caja) y de la tolerancia que se tenga en el momento de empinar el codo.

Lo anterior demuestra que es imposible que un colombiano promedio pueda responder con absoluta certeza, cuánto alcohol ingiere en una sola jornada etílica. Piensen ahora el problema que supone hacer los cálculos de un año entero. Normalmente no recuerda la mitad de las bebetas porque se enlagunó en ellas. ¿Dónde estoy? ¿Quién soy? ¿Qué hice?, se preguntan poco después que se despiertan en una casa ajena, sin ropa, al lado de una mujer igualmente desnuda, igualmente ajena e igualmente enlagunada. En algunos casos la laguna desemboca, incluso, en el asesinato de los compañeros de jarana a causa de alguna pequeñez. Baste citar, para respaldar esta afirmación, el caso que fue ampliamente documentado por la prensa amarillista de Bogotá, del joven que amaneció al lado del cadáver del amigo que ultimó a puñaladas porque cometió la imprudencia de pedir “un vaso de cerveza”, en lugar de “un vaso con cerveza” (bastante peligroso esto de vivir en un país de gramáticos).

En suma, y para no dar más largas, es imposible determinar cuál es la cantidad de alcohol que consumimos en un año y en consecuencia, es falaz el resultado del Estudio sobre Patrones de Consumo y Consumo nocivo de Alcohol en Colombia 2012, de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso).

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Intrigas del destino

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De repente, murió: que es cuando un hombre llega entero, pronto de sus propias profundidades. Se pasó para el lado claro. La gente muere para probar que vivió. Pero ¿qué es el pormenor de ausencia? Las personas no mueren. Quedan encantadas, suspendidas en un paréntesis encharcado de eternidad, en una grieta que crece y crece hasta devorar el último recuerdo, el último vestigio de un pasado impreciso como el destino que lo llevó a morir a manos de un delincuente de falanges nerviosas, o quien, en un golpe de aburrimiento, lo arrinconó, como le sucedió a este hombre que contemplamos en este camastro, en la más extraña de las enfermedades: de felicidad crónica.

Todo inició dos años atrás, cuando le llegó la felicidad en la más categórica de sus formas: primero invadió todos los recodos del presente para luego dar vuelta atrás y poder entrar a saco en su pasado: devastar latifundios tenebrosos, acuchillar evocaciones, ahorcar contradicciones hasta transformarlo en un remanso de buenos recuerdos. En ese instante su vida derivó en una fila de sucesos afortunados en los que siempre había una mano salvadora, un fajo de billetes hallado en los márgenes de una calle, una mujer que vendría a borrar la anterior, una casa que evaporaba, con sus balcones atiborrados de flores, barandas brillantes y pisos en mármol de carrara, los lujos de la anterior, de tal manera que la tristeza no tendría la menor posibilidad de corroer las horas que empezaban a hacerse eternas, inconmensurables en su monótona repetición, en las que las esperanzas se marchitaban gracias a su incompetencia frente a la resolución de la suerte de enderezar todo lo que era susceptible de torcerse.

Luego, con el pasar de los meses, se lanzó a beber diariamente notando, entre noches de algarabía y amaneceres luminosos, que el alcohol sólo cumplía parcialmente sus funciones: lo elevaba por las cuestas del frenesí etílico pero se detenía segundos antes de desbarrancarse en una borrachera atiborrada de quejas y lágrimas.

Sus familiares, amigos y compañeros, en una macabra forma de compensación, empezaron a sufrir descalabros económicos y enfermedades que los mataban en horas. No existió, asimismo, mujer que no cayera en la desgracia de perecer entre las guirnaldas de un amor incondicional, terminante como la balanza que distribuía la desgracia que no tocaba a este hombre que, sea dicho de paso, no tenía la posibilidad de enamorarse porque la felicidad no le permitía la más leve insinuación de añoranza por un cuerpo, una voz, unos ojos extraviados en los laberintos de su gozo, ni mucho menos lo autorizaba a evocar porque en el recuerdo siempre existe, como todos sabemos, el germen de la amargura.

Había, entre las mujeres que fueron llamadas a satisfacer sus más protervos impulsos, una especial: Amy, una hermosa Cienaguera de veinticinco años a quien conoció en Santa Marta a comienzos del año pasado. Ella, poco después de capitular a la tentación de un hombre que ofrecía asilo a su alborotada sexualidad, fue testigo de la muerte de sus cercanos hasta verse reducida a una servidumbre incondicional de quien no tenía la posibilidad de recordar las bondades de un cuerpo fraguado en los hornos del Caribe: sólo la veía como una entelequia que le ayudaba en los trámites de la cotidianidad, en los rigores del tedio que apenas lograba vislumbrar desde las cumbres de su existencia.

Ella no tardó en cansarse del imprudente desequilibrio y, como antídoto a esta inequidad, se lanzó a la tarea de envenenarlo. El único efecto alcanzado por el rosario de brebajes adquiridos en barrios marginales y plazas de Taganga, fue una embriaguez caprichosa que lo despeñaba por una nostalgia dulce, amable como pocas, y quien lo invitaba a hundirse en las laderas del igualmente voluntarioso cuerpo de Amy. Faltaron seis meses de pruebas para que ella descubriera que sólo puede burlar la felicidad mediante el uso de la euforia y la borrachera. Por ello se dio a la labor de embriagarlo diariamente, hora a hora, segundo a segundo, sin dar espacio a la reflexión ni al desacuerdo. A cada botella de vodka le agregaba, para no errar en el intento, algunos gramos de San Isidro, hongo de la familia de los Strophariaceae, que conseguía por algunas monedas en las caravanas de Hippies que vagan por las playas de Santa Marta. Fue una labor lenta que los llevó por las cunetas de quiebras y descalabros económicos hasta arrinconarlo en esta casa de tablones que agoniza a orillas de la Ciénaga Grande de Santa Marta.

A mediados de la semana pasada, no obstante el aparente desinterés de la enfermedad, los vómitos se hicieron frecuentes, el apetito despareció por completo hasta llevarlo al estado catatónico en el que lo encontró la muerte poco antes que el alboroto de turpiales arribara al cuarto. Amy entró a las diez de la mañana con una jarra de jugo de naranja y la primera botella de vodka. Se acercó lentamente, se arrodilló frente al camastro y se quedó contemplándolo hasta que tuvo la fuerza de tocar el cuerpo inerte. Cuando estuvo segura que había muerto, le lanzó un escupitajo en la cara y salió corriendo por la calle a gritar que le había ganado al destino sin saber, sin sospechar siquiera, que él era justamente quien había definido, desde el principio de los tiempos, el futuro de todos los que murieron por causas de este desequilibrio, el deceso de este hombre que deseaba la muerte desde el primer mes de su incomprensible racha de buena suerte y es quien ahora dirige los pasos de esta Cienaguera que conocerá las aureolas del éxito dos años después, cuando le llegará la felicidad en la más categórica de sus formas: primero invadirá todos los recodos del presente para luego dar vuelta atrás y poder, de esa manera, entrar a saco en el pasado, devastar latifundios tenebrosos, acuchillar evocaciones, ahorcar contradicciones hasta transformarlo en un tranquilo remanso de buenos recuerdos…

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Brindis

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Dedicado a  J. Gerardo Muñoz y a Rodrigo Niño 

La algarabía se desvanece levemente cuando me acerco a Gerardo con una copa de vino rojo, le sonrío en señal de aquella familiaridad que rebasa los lazos de consanguinidad, acercamos las copas y antes que se entrechoquen, que se den el beso de cristal con el que recibiremos el nuevo año, se extingue el ruido, se detienen las carcajadas en mitad de su alborotado ascenso, frena el engranaje del reloj, el segundero queda suspendido en su trote hacia el siguiente escaño, el viento cesa en su empeño de extraviarse en la oscuridad, el tiempo se encorva, regresa, retorna a estos ojos agotados, a estas manos que se llenan de lunares y pecados, a este cuerpo de abdomen abultado, de calvicie fulminante, a este cerebro en el que el tiempo no existe, en quien el presente y el pasado son uno y el mismo desbarrancadero, la misma herrumbre que se aferra al galope de la sangre. Inmediatamente acude a los callejones de mi memoria el año dos mil con su algarabía de estreno, con su vanidad de milenio; me contempla de pies a cabeza y me lanza, desde el vacío de su inexistencia, una sonrisa cómplice para que lo convoque, para que le hable a usted, paciente lector, de él…

Pero siéntese que no hay afán que le revele un cacho del dos mil dos. Relájese. ¿Fuma? Ahí están sobre ese parlante viejo, descascarado, los cigarrillos y el encendedor. En ese mismo lugar estaba el teléfono pero Rodrigo lo quitó porque llamábamos borrachos a todo el mundo, especialmente a muchachitas que querían y no querían, que iban y venían de nuestras vidas, de nuestras mentes y corazones, usted entiende, asuntos de amor y sexo. Si gusta elija un acetato de los cuarenta y nueve que Rodrigo trajo de todas las latitudes para hacer más acogedores los festejos que se hundirán, como nos hundiremos todos nosotros, en los charcos de la muerte. Quizás es mejor que se tome un aguardientico que eso es bueno para el frío y, si lo toma con limón, le quita cualquier enfermedad que traiga amarrada al alma. Eso sí le pido, con toda la pena del mundo, que lo sirva usted mismo porque estoy buscando un LP de Julio Jaramillo para temperar un despecho viejo, polvoriento como el futuro que nos acechan desde el umbral de la esperanza. Olvidaba advertirle que no hay tijeras; debe abrirla con los dientes y las llaves como hace todo el mundo por estas épocas y latitudes. No se tense, póngase cómodo que la noche pasa como un tiro entre aguardientes, charlas y los boleros que suenan sabrosos en este tocadiscos torcido como nuestros destinos; es decir, como los destinos de Rodrigo y yo, que a usted no lo conozco y no le podría decir qué tan choneto tiene el porvenir. Hablando de él, de Rodrigo, no de su destino, no se afane que no tarda en arribar a este barco que naufragará en la nostalgia del alcohol. Y hablando de eso, ¿al fin pudo abrir la caja? Sírvase, entonces, en esa copa barrigona, la del repujado misterioso, que es la de los invitados, y tómese el aguardiente mientras afuera gira la bóveda celeste que en Bogotá no tiene estrellas, o las tiene pero se ocultan por vergüenza o miedo, y verá que en un dos por tres el sol emergerá por el horizonte.

Ve, se lo dije: no sintió las horas despeñándose por los precipicios de las palabras, de los boleros y del aguardiente ¡Nada mejor que el aguardiente Néctar para azuzar los engranajes del tiempo! Saque, por favor, esa silla que vamos a instalarnos en la terraza, que es como si dijera las praderas del sol porque acá nunca llueve cuando es fin de semana, se lo digo yo que tengo un pie en el presente y otro en el futuro. No olvide dejarla recostada contra la pared de allá, para que podamos deslizarnos a la misma alucinante velocidad con la que crece la sombra de este sábado que transcurrirá entre las estridencias del rock y la contemplación de los vecinos que irán y vendrán en su inquietante transitar. Hombre, no haga esa cara, ¡anímese!, no se quede atrás, que lo necesitamos para para celebrar que llegamos vivos al otro día, a la otra orilla de ese mar oscuro y denso que se nos viene encima todos los días de nuestra existencia; si es por hambre no se preocupe que a las seis de la tarde compráremos dos mil pesos de salchichón, que es lo único que venden en la cigarrería a la que iremos por dos o tres litros de aguardiente. Pero dejemos de decir pendejadas, destapemos una cerveza y subámosle el volumen al equipo de sonido para sacudir la pavesa que la noche ha dejado sobre esta brisa desabrida que viene a nuestro encuentro.

Y usted que creía que esta sería una larga jornada y fíjese que estamos bajo este sol anémico que viaja al occidente y quien sólo puede pertenecer a los domingos fatigosos de este dos mil jactancioso y petulante. Dese cuenta, si aún duda que es domingo, que la última botella, la que compramos con al dinero que reposaba en los entresijos de mi billetera, se agota lentamente, con el abatimiento dominical que pesa en el alcohol como pesa en las almas y en las palabras. Hablando de eso, ¿podría hacerme un favor? Tome mi chaqueta que no quiero ensuciarla en el viaje que haré, en un par de minutos, por los recovecos de una borrachera infame que estará atiborrada de lagunas, desatinos, descalabros, desmanes de todos los calibres y de historias que reconstruiremos, Rodrigo y yo, y quizás usted, si se anima a repetir la dosis el siguiente fin de semana, cuando nos encontraremos en esta misma terraza con la cabeza y el hígado dispuestos a destapar la primera caja de aguardiente, a encender el primer cigarrillo y poner a girar alguno de los cuarenta y nueve acetatos como gira este mundo ignominioso en su propio eje, y quienes esperarán en el orden en el que los deje esta noche licenciosa, perdida en el tiempo y en la memoria, con la certeza que ese viernes, es decir, el próximo, será idéntico al que murió hace dos días, así como los cincuenta y dos fines de semana del dos mil serán iguales entre sí, como si se tratara de piezas producidas por una fábrica China o Coreana. Le aseguro que en todos ellos estaremos entrando y saliendo del cuarto que con tocadiscos, sillas, acetatos, aguardiente, cigarrillos y cervezas al ritmo que emerja o se hunda el sol por aquel horizonte de casas desiguales, en todos comeremos dos mil pesos de salchichón, en todos retumbará Love Street el sábado a las siete de la mañana y detrás de su melodía repiquetearan las botellas de cerveza entrechocándose, golpeándose torpemente, dando la bienvenida a la vida.

El tiempo se endereza, el presente arriba con su impertinente presencia para desmigajar el recuerdo que se hace grato a los recodos de mi alma, Rodrigo, entretanto, se escurre por algún agujero del tiempo y con él se van las sillas, el tocadiscos, las botellas de cerveza y de aguardiente, los cigarrillos y los acetatos en un remolino turbulento, las copas suenan, estallan en un tintineo frágil, vacilante, el encuentro de dos generaciones, dice Gerardo con voz risueña, sí, pienso, el encuentro de dos generaciones: la que sale y la que entra, sin derecho a la simultaneidad, a transitar las mismas horas, los mismos días, el segundero alcanza, entretanto, el escaño a la vez que el viento huye juguetón entre las ramas, levantando a su paso hojas secas, papeles abandonados, bolsas plásticas que se enredan en sus blondas, en sus encajes de anciana demente, zarandeando begonias en su loca carrera, levantando faldas, apagando la cerilla del vicioso que se da el primer viaje del año, palmeando las nalgas desnudas de una pareja que juega al amor bajo la sombra de unos arbustos generosos, llevándose la juventud, la suya y la mía y lo que hicimos de ellas…

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Carta al silencio de la noche (16)

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Hola.

Sólo resta elogiar, en este domingo agonizante, tu cuerpo; quiero decir, elogiarlo una vez más, dar otro puntillazo a la cadena de aplausos y alabanzas que he lanzado en estos meses que se hicieron años, de estos años que se encauzaron en una catarata de lustros en los que tú y yo nos hemos ajustado a la condición de amigos. Los cumplidos, por otra parte, no los digo en público para que no te pongas roja y suelte una de esas carcajadas tan bonitas que, al estallar, despierten rumores que insinúen que tenemos una relación que va más allá de la amistad (al fin de cuentas, tú, amiga y todo, eres mujer y yo, con todo lo amigo que se quiera, soy un hombre, y es de todo sabido que los hombres y las mujeres sienten o pueden llegar a sentir, eventualmente, en la distancia de los años y de los sucesos, por razones desconocidas, sentimientos que no tienen nada que ver con los vínculos fraternales; es decir, pueden termina, a la postre, entrelazados una sobre el otro o el otro dentro de la una, haciendo cosas que son sabrosas de practicar pero que no se ven bien entre viejos amigos). Venía diciendo que ayer te veías muy atractiva… Buenísima, sería, en realidad, la palabra que usaría si te viera en la calle y fueras una desconocida, o, acaso, te diría, me diría, porque no acostumbro lanzar piropos a mujeres en la calle, Mamitarica de un solo aliento, sin despegar las palabras, uniéndolas en sinalefa, o, tal vez, si estuviera envalentonado por el alcohol, te susurraría Cositarica, también unido en sinalefa pero con una cadencia dolorosa, como si me hiriera imaginarte desnuda caminando con ese cuerpo que ilumina cada rincón de mis evocaciones, cada grieta de las palabras que se alinean en este correo. Tú, sin embargo, no eres una desconocida sino que eres mi amiga y no te vi deambulando por la calle sin rumbo conocido, meneando, y espero me perdones la expresión y el ardor con que la diré, esas carnes sabrosas y esa mirada dulce que les hace juego. No fue así; te vi en tu casa, al lado de tu marido, mientras departíamos y bebíamos largamente, mientras ibas y venías con copas, ceniceros, botellas de ron, pasabocas, con tus manos y tus sonrisas encendiéndose con el alcohol, intrincándose en sus efluvios etílicos, hasta que el amanecer bordeó las montañas, hasta el instante en el que los ciotes y copetones anunciaron el domingo que sabíamos doloroso, enguayabado, depresivo, saturado de remordimientos por los besos que nos dimos mientras tu marido dormía en el sofá, besos que se han repetido durante los años y las décadas en las que hemos sido amigos, simples amigos, compañeros que charlan, que hacen favores, que contemplan, como lo hicimos ayer, sus cuerpos con la curiosidad de saber cómo se ven, cómo se sienten, cuando no hay ropa que los cubra…

Creo que debo dejar acá las palabras porque la resaca me está haciendo lanzar expresiones inapropiadas a una amistad que sobrevivirá a las trampas del olvido…

Te envío, desde esta noche fría y tediosa, un abrazo afectuoso.

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Trote de las horas (4)

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A la memoria de Nabyl

Vamos por los tejados, por las tapias de casas apiladas en esta noche fría, melancólica, que se perderá en las circunvalaciones de mi cerebro. Al frente, a dos pasos de mí, está Nabyl, Nabylón. Supongo que fue suya la idea de caminar de casa en casa, de cocina en cocina, en busca de trago y comida; a mí estas cosas no se me ocurren ni siquiera en el estado de embriaguez al que llegué después de algunas horas de brandy barato. Todo inició, para empezar por donde se debe, en el baby shower de la hija del Negro, con pasabocas, con sonrisas inocentes, con el dolor de ver a Carolina con Cristián, con algunos comentarios subidos de tono, con la partida de Cristian, con menos sonrisas, más dolor y más zozobra -tan huevón yo, en lugar de ponerme mejor-; luego alguien, algún ocioso con deseos de iniciar la jornada, puso sobre la mesa cinco mil pesos para invitarnos a acompañar al arrugado billete con otros billetes, quizás con monedas, para comprar aquel brandy o ron, no sé con certeza qué es aquel brebaje que se titula, como película o cuento, Jamaica; lo único que sé es que este pócima, este bebedizo malsano es el más barato del mercado, el más barato y el más dañino, el que está a un escalón del pegante bóxer, quiero decir que un peldaño abajo porque es peor que el pegamento que lleva a los indigentes a las campiñas del silencio, a los umbrales de la muerte; después se fueron los amigos del colegio, los de siempre, los de toda la vida, todos menos el Negro quien debía quedarse por tratarse del baby shower de Paula, su hija, tampoco se fue Nabyl quien, de repente, dijo que él también se quedaba y que a media noche nos íbamos, él y yo, para su casa (más tarde, una hora después de la desbandada, regresó Suarez porque no encontró transporte). El resto fueron seis o siete colectas, nuevas botellas de Jamaica, risas cada vez más atropelladas, conversaciones enturbiándose, enfangándose en las cunetas del enajenamiento, más cigarrillos y menos deseos de irnos para la casa de Nabylón. Así fueron pasando los segundos que se hicieron minutos y los minutos que se transformaron en horas hasta terminar caminando por estos tejados resbalosos, por estas cornisas sueltas, con Nabyl avanzando con una seguridad inusual, con un absoluto irrespeto por la muerte. Pensar, me diré en diciembre del dos mil once, cuando esté escribiendo esta historia, que a ese muchacho de veintiún años le quedaban menos de dos años de vida. Morirá en extrañas circunstancias, ¿de qué otra manera podía morir él? Saldrá de la casa hacia La Universidad de los Andes para pagar el semestre; allí, en efecto, llegará rayando las ocho de la mañana, pagará y se irá, según le informará por teléfono a su tío, hacia el trabajo. Esa llamada será lo último que se sabrá de él; luego se hundirá en las tinieblas de las especulaciones: algunos afirmarán que lo asesinaron los policías, otros que lo robaron, lo mataron y lo lanzaron al Lago, otros más que se suicidó. Yo creo, creeré siempre, que murió en su ley: borracho, llevado en las garras de sus viajes alucinantes, rasguñando las grietas de la felicidad, arañando los pies de la realidad; caminando a la bartola, a la buena de Dios, pasará frente al Parque de los Novios, con rumbo al azar o regresando de él; pensará, imagino, conjeturaré años después, que es buena idea darse un bañito en el Lago; saltará entonces la reja y en seguida, borracho, embrollado en las telarañas del aguardiente, se lanzará al Lago y quedará atascado en el fondo, con la cabeza hundida para siempre en el fango del Tiempo. Pero eso sucederá casi dos años después; por ahora entramos a la sexta casa, o quizás a la octava, no puedo saberlo porque estoy enlagunado, extraviado en las ciénagas de la inconsciencia, desde las diez de la noche. Carolina, tres o cuatro años después me dirá que caminamos por techos y cornisas, antes de esa confesión no lo sabré y, por tanto, no podré preguntarle a Nabylón qué sucedió, cómo hice para guardar el equilibrio en ese estado calamitoso de embriaguez, porque él, para ese tiempo, para el momento en el que me enteraré, estará en la otra orilla, al otro lado de la ventana, como dijo Suarez frente al ataúd en el que dormía eternamente. Por eso nunca sabré qué sucedió a pesar que estuve presente de cuerpo y alma. Lo curioso de todo esto, apreciadas lectoras y queridos lectores, es que a mediados del dos mil cinco emergerán, desde algún rincón de la memoria, el ruido de ollas, el sabor insípido de un arroz y las centellas brotando de la nevera abriéndose en la oscuridad; el resto morirá como lo hará Nabyl el trece de diciembre de dos mil dos. Viernes trece para dar razones a los agoreros de temerle a esa alianza de número y día de la semana. Nueve años después de ese día le escribiré a Nabyl, a Nabylón, un texto de homenaje. ¡Qué poco tendré para ofrecerle a su memoria! Lo honraría más emborrachándome, perdiéndome en la bebida, pero en ese momento cumpliré más de ocho años de abstinencia etílica, más de ocho años de convulsionar violentamente, justamente por los excesos de alcohol, de cigarrillo, de trasnocho, de jarana. El hambre se ha ido y tenemos media botella de aguardiente en la pretina del pantalón. Es hora de regresar a la casa de Carolina a seguir embruteciéndonos con trago y conversaciones largas e inoficiosas. Sale Nabyl por la ventana mostrándome los lugares en los que debo pisar para no caer al vacío y partirme los huesos o quizás lo hace para que no lo aventaje en el viaje hacia los barrancos de la muerte…

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Trote de las horas (1)

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Dedicado a Diego Navarrete en su cumpleaños treinta y tres

Vamos en medio de la carretera que separa, o mejor, que une a Villa de Leyva con Arcabuco, es de noche, cerca de las ocho, es siete de diciembre de mil novecientos ochenta y siete, Día de la Velitas, en mayúsculas, como todas las festividades en esta nación de conmemoraciones. Las montañas se iluminan por bombillitos pequeños que en realidad son montones de helechos, de hierba seca, de leña quemándose para saludar a la Virgen que pasará levitando encima de las volutas de humo. El año anterior, recuerdo mientras avanzamos en esta oscuridad tan impenetrable, tan densa que hay que separarla con las manos, ayudaba a mi abuelo a reunir helechos, chamizos, troncos grandes y pequeños que se fueron amontonando, que fueron creciendo, avanzando en su afán de remontar las alturas de las que bajaron para transformarse en este cúmulo de materia inerte; después, cuando la tumulto superaba los dos metros, cuando la noche se hizo espesa, mi abuelo prendió un trapo viejo y lo lanzó al montón que se encendió inmediatamente con una furia descomunal, gemían los troncos en su última agonía, la llama crecía y crecía y crecía y crecía en busca del tapete de estrellas que titilaban indiferentes a nuestros destinos, a nuestras desventuras. Yo no sabía si gritar o llorar de la impresión que me causaba esa enorme bola de fuego que expelía un calor capaz de deshacernos con la misma eficiencia con la que la lupa derrite soldaditos de plástico. Entre más crecía más nos alejábamos por la impertinencia de las llamas, “así es el infierno”, afirmaba Cleotilde, la compañera de mi abuelo, la moza, como le decía mi mamá con un odio visceral, “por eso hay que leer las Sagradas Escrituras”, concluía con la mirada extraviada, con la voz perdiéndose en los meandros de la demencia que se la llevaba de año en año por caminos de herradura, por calles empedradas, a gritar incoherencias, a vociferar con la boca llena de espumarajos, con una biblia maltrecha que años después yo le robaría, hasta que los hijos la traían a Bogotá y le daban kilos de Carbamazepina (la misma que consumo pero por razones distintas) hasta hacerla regresar a los esquivos cauces de la razón. Vamos llegando al Alto de Cane, la quebrada suena al fondo, entre las tinieblas, yéndose, huyendo de la vida que vibra en las gargantas de las ranas. Por acá pasaré ocho años después en el techo del bus de Calambres con seis amigos, los del colegio, los de toda la vida, los imprescindibles, los que siempre estarán para recordar o para hablar o para vivir. Íbamos, decía, embruteciéndonos con Ron Tres Esquinas, con Peches, con el viento, con el sol, con el paisaje y con la juventud que parecía eterna y que veinticuatro años después de esta noche de luna nueva, de evocaciones, de recuerdos y premoniciones, se deshilachará en las agujas de todos los relojes que le saldrán al paso, en los amores no correspondidos, en las encrucijadas, en todo quedarán aferradas las hebras de esa juventud que nos subirá a esa bus olvidado de la mano de Dios. Luego tomamos, tomaremos, porque será ocho años después de este viaje que empieza a hacerse largo, diez galones de chicha, 37,85 litros, 37850 centímetros cúbicos de bebida espirituosa, ancestral como la tierra a la que la regresaremos entre arcadas, entre la mirada asombrada de Cleotilde y las carcajadas de Javier. El que mejor estará será Diego Navarrete, a quien va dedicado este escrito, de quien quería hablar, pero la escritura es caprichosa, resabiada como una mula: por más que uno le jale las riendas se va por esos andurriales espinosos, escabrosos, peñas por las que uno se puede ir de cara contra el mundo para levantarse sin dientes, sin un ojo, manco como aseguran que era Cervantes. Diego Navarrete, decía, estará más lúcido, pondrá orden en ese naufragio de murmuraciones, de exclamaciones que pedirán la atención de los demás, de carreras vacilantes para vomitar afuera, al lado del cerezo, bajo los andenes de la Vía Láctea. ¡Tanta lucidez en este laberinto de existencias descarriadas! Tomaremos caldo mientras los otros dormirán los excesos etílicos, redondearemos las pocas ideas que no se fueron por las cañerías de la noche. Después todo lo consumirá el olvido, la negligencia de esta cabeza que recuerda lo que quiere, lo que le viene en gana, de esta cabeza que mastica y bota, que chupa la savia de algunos instantes y bota el resto del día, con todos sus filos, con todo y los millones de palabras que entraron y salieron de ella. Entre charla y charla vamos llegando a la Tienda de Joaquín, la misma que me verá borracho cientos de veces, en la que correré para no morir asesinado por las balas de Jacinto Espitia, un veterano de alguna de esas guerras que le nacen al planeta como verrugas en su lomo, que me verá agonizar de amor por una muchacha que no me dará ni la hora, que me verá comprar una canasta de cerveza para mis amigos del colegio con plata ajena, con dinero hurtado. Es hora de bajarnos de este sonajero de ventanas y puertas desajustadas, contemplo las bombillas que empiezan a extinguirse en las montañas que sobrevivirán al holocausto nuclear al tiempo que llega a mi oído los sonidos lentos, uniformes, que conducen a Joaquín entre las breñas de su ceguera. Tomemos este sendero irregular que nos llevará a la casa en la que mi abuelo duerme su borrachera diaria, su eterna fuga de este vida que lo devorará dieciseises años después, como me devorará a mí, como los devorará a ustedes, pacientes lectores.

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Juramento

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Eran las nueve de una noche de comienzos del noventa y nueve. Esperábamos ansiosos a un grupo de mujeres que Nabyl y El Negro habían enganchado en uno de los primeros chats de hispanoparlantes.

-El futuro está en los chats, afirmaba Nabyl para amedrentar la ansiedad que a esas horas, en aquel paraje solitario y desconocido, empezaba a solidificarse, a hacerse palpable, a transformarse en un silencio compacto, impenetrable. Llegará el día en el que sólo se podrán hacer levantes por ese medio, remataba con una confianza que emergía de las manos que nunca abandonaban los movimientos frenéticos.

A los cinco minutos llegó un grupo de siete mujeres que, a lo lejos y bajo las tinieblas de esa hora, parecían tan atractivas como las imaginaba El Negro cuando chateó con ellas. Llegó el desquite, me decía en tanto se aproximaban tímidas o, acaso, temerosas de nosotros y de nuestras intenciones.

-vaya Nabyl, salúdelas, demandó una voz acostumbrada al trato áspero y quien se encontraba, a esa altura de la noche, lacerada por varias rondas de aguardiente litreado y por no pocas cajetillas de cigarrillos.

Él, habituado a llevar sus planes hasta las últimas consecuencias (especialmente si en ellos se incluían mujeres y romances), fue al sitio donde se detuvo el grupo. A los tres minutos regresó con cara de acontecimiento.

-las viejas no son como las imaginamos; propongo que vayamos con ellas y que cada quien decida qué hace: si quedarse, rumbeárselas, comérselas o irse para la casa, dijo antes que le lanzáramos la primera pregunta.

-¿están muy pailas?, inquirió Walther con la mirada opacándose a causa de la desilusión.

-lo voy a poner en estos términos: la única que aguanta le faltan dos dientes.

Quisimos reír pero todos sabíamos que Nabyl, Nabylón, en estos casos no cometía la imprudencia de mentirnos, de llevarnos con embustes al matadero, de lanzarnos a los brazos del matarife con los ojos vendados.

-eso hagámosle sin asco, invitó el Negro con timbre enérgico.

-de una, apoyé con poca convicción.

Fuimos hacia ellas lentamente, con desconfianza, algunos evitando las risas nerviosas, otros bebiendo de la caja de vino que habíamos llevado para paladear el frío, los de más allá contemplando el pavimento fracturado, deshecho, calamitoso, los más escépticos examinando la luna que se ocultaba tras un rebaño de nubes.

Ellas, imagino, sintieron el impulso de correr al ver a un grupo de doce hombres de miradas agrias, de tufos de ochenta octanos, de camisas raídas, de melenas indómitas, de barbas de varios días, hombres, en suma, que daban la impresión de haber descendido de las montañas o de haber sido liberados, horas atrás, de una prisión.

-pensábamos que eran menos, afirmó una muchacha que descollaba por un abdomen prominente.

Quisimos explicarles que éramos cinco, los cinco de siempre, los del colegio, los de toda la vida, pero camino al bus se fueron uniendo vecinos y amigos que encontramos al paso y quienes al oír de mujeres hermosas, de piernas inabarcables, de nalgámenes apetitosos, se unieron ofreciendo dinero para el trago, tarjetas de amigos que administran moteles y toda suerte de promesas y ofertas que serían útiles en el momento de rematar la velada, pero preferimos callarnos, dejar que las circunstancias continuaran en su desplome, en su inevitable inclinación hacia la desesperanza.

-Nosotros pensamos lo mismo de ustedes, respondió un desconocido que no sabíamos de dónde había salido ni quién lo había invitado. Mejor vamos a bailar, concluyó para zanjar cualquier conato de réplica.

-Conocemos un sitio bueno, afirmó la muchacha que me contemplaba con ojos golosos.

Ellas emprendieron la caminata entre bisbiseos y carcajadas emboscadas en tanto que nosotros, hundidos en un silencio sepulcral, les seguíamos con la certeza que cometíamos un gran error. Dos cuadras después, bajo un letrero oxidado, de letras desteñidas por las encías del tiempo, emergían los compases de vallenatos lastimeros.

-acá es, dijo la desdentada

-vaya marica y nos dice qué tal está el sitio, instó Walther para que yo midiera el caletre del establecimiento.

Me asomé en la puerta y vi en las vecindades de la barra a un joven con una chaqueta enlazada al brazo izquierdo y con una correa en la derecha defendiéndose de otro que enarbolaba una patecabra y quien tenía la clara intención de apuñalearlo.

-hay dos manes dándose chuzo, resumí.

-mejor vamos para otro lado, dijo la voz azucarada de una muchacha que estaba abrazada a un vecino del Negro, al tiempo que emprendía el camino por una calle oscura, tenebrosa, lóbrega como todas las calles del sector.

Fuimos detrás de la pareja que caminaba lentamente, como si quisieran perpetuar el placer de abrazarse y de hablar a media voz, con la sonrisa colgando de las comisuras de los labios.

Ocho cuadras después llegamos a un lugar igual que el anterior: letrero en lata, puerta pequeña, vallenatos magullando la noche. Adentro dos parejas de borrachos bailaban por el empuje de la música mientras una mujer de edad incierta cabeceaba detrás de la barra. Unimos cuatro mesas al tiempo que El Negro, con aquel entusiasmo financiero que lo acompañó buena parte de su juventud, sugería pidiéramos dos botellas de aguardiente en lugar de perder la plata en rondas de cerveza.

Al filo de la media noche, gracias a la acumulación de alcohol, sueño y testosterona, se inició una pelea con botellas despicadas, butacas estrellándose contra paredes y ventanas, improperios y alaridos de mujeres queriendo imponer el orden. Miré, al escuchar el primer estallido, a los ojos a Nabyl para confirmar que haríamos lo mismo: salir corriendo para no pagar la cuenta y, de paso, para espantar la frustración de ver a los otros, a los vecinos y amigos, a los desconocidos que encontramos en el camino, bailando y besándose con las mujeres que nos correspondían por el derecho que concedía el hecho de haberlas cotizado en el escaso y difícil espacio de la virtualidad. Salimos, en efecto, entre la gritería y quinientos metros más adelante, cuando sabíamos que no nos podían encontrar, que nadie nos seguía, nos detuvimos para constatar que estábamos los cinco, los de siempre, los de toda la vida (el último en llegar fue Suarez quien por aquellas intrigas del azar, por aquellas paradojas de la noche, había tomado la calle equivocada).

-de la nevera, dijo El Negro al tiempo que enarbolaba una botella de ron.

-de la mesa, continúe mientras exhibía el remanente de aguardiente que sobrevivía antes de empezar la gresca.

-de la barra, concluyó Nabyl al tiempo que empuñaba una paca de cigarrillos.

Soltamos una carcajada al corroborar que persistían las enseñanzas adquiridas en colegios públicos y y diversos batallones del circuito militar de Colombia. Buscamos, poco después, el parque más cercano para aguardar el arribo del amanecer bogotano entre tragos, risas, evocaciones y todo aquello que brota de las ranuras de las almas irresponsables. A las seis de la mañana, o quizás un poco antes, cuando nace un brillo incierto en los contornos de las montañas, cuando empiezan a trinar copetones desde arbustos completamente secos, me paré con la mirada vidriosa, con las manos temblorosas, los contemplé con dificultad al tiempo que les decía, con la lengua estropajosa: juro solemnemente que este trance lo rescataré de las arenas del olvido, de los barrancos de la ingratitud, para gloria de las futuras generaciones. Levanté, acto seguido, el remanente de ron y lo apuré de un sorbo teatral, pomposo, como todos los movimientos generados por el alcohol al tiempo que la promesa empezaba a diluirse en las circunvalaciones del lóbulo frontal, a desdibujarse de mi cerebro hasta que, a las seis de la mañana de hoy, por aquellas intrigas de la memoria, emergió sólida, concreta, como si la hubiera hecho minutos atrás…

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Desplome

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Tuviste la testarudez de hundirte lentamente, sin afanes, sin prestar oído a los amigos que te suplicaron que vendieras el negocio antes que los rumores se transformaran en hechos tangibles. Entre más te aconsejaban más te aferrabas a las estanterías, a los piñones, a los amortiguadores que te sacaron de las estrecheces de la pobreza y de las infamias del hambre para ubicarte, después largos forcejeos con la suerte, a la cabeza del monopolio de autopartes de Chevette. Es imposible, decías, que la fortuna me abandone ahora que tengo el dinero con el que soñé en la adolescencia. Por ello, en lugar de vender, que era lo razonable, atiborraste las bodegas con piezas traídas de contrabando desde Sao Paulo y les subiste el sueldo a las vendedoras para incitarlas a vender.

Meses después salió al mercado el primer automóvil ensamblado en Colombia y con él tu fortuna se desvaneció como las sombras que se pierden en la noche. Fueron suficientes, por tanto, cuatro semanas antes que te vieras precisado a vender las bodegas saturadas de mercancía, cuatro locales y tu casa para evitarle a tu familia la vergüenza que los embargaran.

Tu esposa, en muestra de lealtad, te dio noventa millones para que iniciaras la fabricación y venta de pinturas. Este capital fue suficiente para pagar insumos, contratar un químico y comprar un escritorio que cojeaba y en el que ubicaste el emblema de gerencia que rescataste del anterior derrumbe. Al comienzo las utilidades fueron buenas pero se escurrían por las rendijas de los hábitos: extraías dinero de la caja para almorzar en restaurantes de epígrafe, para comprar corbatas italianas o, con mayor frecuencia, para el Whisky y la cocaína que consumías, sin el menor recato, en el escritorio de gerencia. Luego las ventas empezaron a decaer y al final, cuando la quiebra era inminente, tomaste el dinero y te fuiste sin dejar huella para evitarle a tu esposa un nuevo fracaso.

Con el dinero compraste una camioneta desvencijada, traperos, escobas, baldes y cepillos; embutiste todo en ella y te fuiste a venderlos en pueblos vecinos. Al final de cada día comprabas una botella de aguardiente, la tomabas en el parque o dentro de la camioneta hasta dormirte. A la mañana siguiente pedías un baño prestado, te cepillabas los dientes, te echabas agua en la cabeza y emprendías el itinerario por los caseríos que se aferraban a la cordillera. Cuando no quedaban más que papeles y cabuyas en el vehículo viajabas a Bogotá para compara mercancía, aguardiente y, si habías tenido suerte en la venta, algunos gramos de cocaína. Pagabas el alquiler de un Motel donde te encontraba el sueño mientras fantaseabas frente a videos pornográficos. Al siguiente día te bañabas, almorzabas en algún restaurante de la décima, llenabas el tanque de gasolina y seguías hasta Briseño donde te estacionabas a contemplar el ocaso que se introducía en las grietas de tu piel…

Esa fue tu rutina hasta que tu hedentina afectó definitivamente el trabajo. Decidiste, en aquel momento, vender la camioneta, o lo que quedaba de ella, a un mecánico de Zipaquirá. Con el dinero compraste un carromato de madera y algunas frutas que intentaste vender en la carretera pero que nadie compró porque temían que fuera una excusa para robarlos. Fue entonces que decidiste vivir en el inquilinato de la sexta y sobrevivir de vender el papel, el cartón y las botellas que hallabas en los barrios altos en los que viviste.

Por aquellos años nos conocimos en el naufragio de porros y aguardientes. Me lanzaste una mirada opaca, larga como el amanecer. Para ti es gratis, te dije para acelerar lo irremediable. Accediste con un gesto que invitaba a seguirte. Caminamos, poco después, con los ojos enredándose en bolsas de basura acribilladas por manos hambrientas. Luego me desnude lentamente, sin temor a que apresuraras el polvo; encendí la lámpara para mostrarte lo que queda de este cuerpo que crispó los estudiantes de la Universidad Nacional y de la Universidad de Buenos Aires. No te equivoques conmigo: conocí mejores años, afirmaste con voz angulosa, casi cortante, al reconocer la arrogancia de mis movimientos. Te levantaste y fuiste hasta la esquina en la que te esperaba una caja de cartón. La abriste y extrajiste recortes de revista y periódicos en los que, bajo titulares enfáticos, posabas con sonrisas forzadas. En ese momento las evocaciones te pesaron en el pecho lo suficiente para apuñalar el deseo. Vístete, susurraste en la zozobra de las seis de la tarde. ¿La estufa sirve?, pregunté para esquivar la melancolía. Moviste la cabeza. Me vestí, salí y regresé dos horas después con una maleta atiborrada de ropa, tres platos, dos ollas magulladas y media libra de arroz. Cociné mientras bebías rabiosamente. Al final de la botella comiste con desconfianza, diste media vuelta y te entregaste al sueño entre gruñidos y murmuraciones. Me quedé, después de lavar las ollas y los platos, con la mirada clavada en las sombras que crecían y se hacían intensas y que luego desaparecían entre el rumor de carros.

Así empezamos a subsistir: tú raspaba las canecas de los barrios en los que viviste durante décadas mientras yo alquilaba mi cuerpo para que los hombres olvidaran, durante tres o cuatro segundos, el infortunio que los devoraba. Evocábamos, en las noches en las que el alcohol no te llevaba por los senderos del rencor, los días en los que eras un comerciante prestigioso o los años en los que viví en Buenos Aires gracias a una beca del gobierno argentino. Luego te hundías en mi cuerpo, en mi tristeza de alondra, y lo sacudías hasta hacerme olvidar el hambre que rasguñaba las mañanas grises, la miseria de la que nunca saldré, los hombres que entraban en mí cuerpo en rapiña: apedreando las ventanas por las que me asomó a la nostalgia y acuchillando los sueños que la noche fue acumulando en rincones polvorientos.

Las cosas venían funcionando de tal manera que alcance, de hecho, a suponer que el amor también invade los cuartos descascarados donde los hombres hacen fila para entrar en la misma mujer, en la misma soledad parlante. Fue tanto el entusiasmo, repito, que hasta llegue a convencerme que la relación sobreviviría a pesar de tus silencios de plomo y de tu rencorosa forma de gobernar. Lastimosamente los hombres piensan con la cabeza y no con el corazón: entendiste, después de ocho meses de vida compartida, que era demasiado trabajo soportar el olor a hombres vencidos y demasiada carga los incontrolables arranques de histeria en los que caigo cuando escasea el dinero, cuando falta la vicha que me salva de la realidad…

Y así paso, amorcito, la incertidumbre de las horas. Algunos días, como si el tedio se cansara de jugar con mi tristeza, vienen a decirme que te han visto deambulando por Pasadena o que parchas bajo el puente de la Calle Cien. Los parceritos, al preguntarles por tu paradero, niegan con la voz fatigada de pegante. Otras veces, justo cuando la ilusión florece en las ciénagas de la vida, llegan vecinas o compañeras a consolarme porque reconocieron tu cuerpo entre los que ajusticiaron en la Calle Once o los que cayeron en las falanges de lo que la gente llama (y que seguramente tú también denominaste en tus días de corbatas italianas) Limpieza Social. Voy, entonces, a reconocerte entre los ñeritos acuchillados, desmembrados con machetes o moto sierras, adolescentes con los ojos abiertos por el sobresalto de la muerte. Contemplo, una vez levantan la tela ensangrentada, las manos que, a pesar de la cochambre o de los pellizcos de alicates, no corresponden a aquellas que trazaban, en las aristas de la madrugada, el esqueleto de proyectos que nos repatriarían a barrios altos, a cátedras en universidades de renombre. Después de deambular por calles y avenidas con la cabeza puesta en los recuerdos regreso al cuarto de paredes grises en el que espero que emerjas de alguna grieta para que continúenos muriendo lentamente, sin afanes, como lo hacen los árboles del Parque Santander…

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Fanfarria para el hombre común

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Variante de la obra de Aaron Copland

Entiendo que no es fácil luchar con los ojos cerrados, con la boca apretada, en medio de ventiscas, de aguaceros inclementes, en la soledad más ominosa, a la intemperie de los interrogantes, sin saber si esa condición, si ese clima, persistirá. Sé, asimismo, que de algún recodo, de algún callejón oscuro, emerge una mano, acaso un amor, que nos lleva, o al que llevamos, bajo el aguacero que empieza a amainar o que embate con mayor fiereza pero al que, visto bajo esta nueva circunstancia, se acepta, se ama incluso, y descubrimos que la vida (esa que nos pesaba tanto, que nos agobiaba con sus impertinencias) es una fiesta alucinante en la que nos vemos obligados, una que otra vez, a bailar con las feas, con las malcaradas, pero en la que tendremos, de ello no nos quede duda, la oportunidad de hacerlo con las carismáticas, con las hermosas, con las interesantes, las que siempre, qué bueno, esperarán que les hablemos, que nos acerquemos con pasos seguros, con una mirada cómplice, acaso sugerente, que les indique, que les haga saber que soplan vientos favorables o, a lo mejor, que se acercan noches de versos y serenatas… vistas así las cosas, mi apreciado lector, tienes dos opciones frente a la vida: sentarte y aburrirte mientras los demás bailan, ríen, se emborrachan, tal vez se agotan, al igual que nosotros, o puedes, por el contrario, trenzarte con aquella muchacha que toda la noche te ha mirado desde la esquina, bajo aquellas bombas rojas que parecen a lo lejos, acaso por efecto del alcohol, preservativos inflados, aquella niña que no le prestaste atención cuando entraste, o que la viste y te pareció fea al compararla con la morena del fondo o con la rubia de curvas apetitosas que coquetea con la concurrencia, la muchacha, como decía, que ahora, bajo la influencia de las horas, del aguardiente que abunda en las mesas, empieza a gustarte por su silencio, por la solidaridad que ves en sus ojos, por aquellas piernas que emergen de una falda que se acorta a cada segundo, a cada trago, a cada sonrisa… quizás, no lo puedes saber aún, ella te dé lo que necesitas, o, tal vez –tampoco puedes saberlo-, te presente a la jovencita que todos miran, que todos imaginan entre sus sábanas, la que no ha salido a bailar porque continúa esperando que la invites al centro de la pista, para vanagloriarse de bailar contigo, el más denso, el más oscuro y, por tanto, el más interesante de la celebración…

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No fue una borrachera que empezara en alguna esquina del tiempo y que terminara en otra, cercana o lejana de la inicial, puesto que mi vida fue, hasta ese momento, una interminable orgía etílica. El hecho es que aquella ocasión se inauguró con cajas de aguardiente en los pastizales de la universidad y se prolongó por los andamios de las horas hasta converger en una jarana en un andén del Nicolás de Federmann. De allí todo fue anarquía de los sentidos: deambulamos por lupanares de Chapinero en los que bailamos con prostitutas agobiadas por el manoseo de borrachos hasta desmenuzarnos en grupos minúsculos que se enredaban en las piernas de alguna meretriz, en los faldones de la noche o que se desvanecían en alguna silla de bordes resbalosos, de olores inciertos, bajo la penumbra rojiza de orgasmos de alquiler. A las cuatro de la mañana éramos, por tanto, una cuadrilla de borrachos que contemplaba jovencitas famélicas contorsionándose en escenarios desvencijados, de maderas crujientes, de puntillas que brotaban entre paños extenuados por la fricción de tacones desastrados, y quienes esperábamos que el amanecer germinara en las montañas para continuar bebiendo en alguna tieducha de eucalipto en los orinales. Vi, entre la viscosidad de los minutos, a una muchacha que dormía plácidamente a pesar de la descarga de vallenatos y quien aventajaba en belleza a las mujeres que hormigueaban por el salón. Noté, después de contemplarla largamente, que emergía del bolsillo de su camisa un billete de cincuenta mil pesos que pedía, casi gritaba, transformarse en la última ronda de aguardientes. Me acerqué lentamente, como quien no quiere la cosa, y cuando estuve a dos centímetros me atrajo, más que el billete, la piel blanca, casi jabonosa, de los senos que se desbordaban de las márgenes de una camisa a cuadros. Tanteé, en consecuencia, el tetamen con manos ávidas, urgentes diría el poeta, que la despertaron inmediatamente. Piensa robarme gran hijueputa, grito con los ojos rojos. En ese momento hice lo que hago en estos casos (y que, por una razón incomprensible, siempre termina en problemas): decir la verdad. Se equivoca; sólo quería manosearla, afirmé con la tranquilidad de quien deambula por las praderas de la sinceridad. Malparido, grito al tiempo que atenazó mi cuello con sus manos. Caímos al suelo entre los dicterios de las otras suripantas. Ellas, al tenerme al alcance de sus piernas, empezaron a patearme sin misericordia. Suelte a la hija del dueño, aseguró una voz grave, casi masculina, entre la manigua de dicterios y alaridos. No sé cómo me las quité de encima y escapé corriendo sobre sofás y mesas hasta alcanzar la puerta que cedió ante los empellones de mis compañeros de parranda. En la calle cada uno eligió, entre los disparos que rasguñaban la alborada, una de las azarosas calles que convergían (y que seguramente aún convergen) a la puerta del prostíbulo…

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