Te encontré en la penumbra de un café. Usabas lentes oscuros para desorientar las miradas que buscaban tus ojos. Tenías una falda concisa que dejaba entrever la vorágine de tus piernas y una blusa con dos botones leales que se abrían a conveniencia. El cuadro lo remataba aquella melancolía que hace juego con el cigarrillo que se marchita entre el índice y corazón. Yo usaba, por aquellos días, una melena desafiante, una barba desordenada y el incontrolable hábito de leer poesía. Entre verso y verso estudiaba tu deliberado silencio, el milimétrico movimiento de tus piernas y el mechón de cabello que rehusaba aferrarse al pabellón de la oreja izquierda.
Me dirigí, al cabo de una hora de excesivo tanteo visual, a la caja a pagar el tinto apaciguado por los versos de Ángel González quien, a su vez, se extravió en el naufragio de tu indiferencia. Camine con el mayor aplomo hacia la salida. Cuando pasé frente a tu mesa me dijiste: ¿quién se atreve a leer en la anarquía de un establecimiento de mala muerte? ¿Qué mujer se aventura a sentarse en un local frecuentado por ladrones y desesperanzados?, inquirí para extraviar los argumentos. En la pregunta está la repuesta, dijiste con vocales insinuantes. Miraste la tapa del libro que llevaba bajo el brazo y recitaste:
Cuando tengas dinero regálame un anillo,
cuando no tengas nada dame una esquina de tu boca,
cuando no sepas qué hacer vente conmigo,
pero luego no digas que no sabes lo que haces.
Yo, al igual que tú, distraigo los minutos con versos clandestinos…
El sol que entraba por las aberturas de las cortinas iluminaba la botella vacía de Moscato Passito, dos vasos de plástico, cuatro libros de poesía, mi pantalón con una bota arrugada, la correa abandonada sobre una mesa negra, la falda en ovillo y mis zapatos alineados con los tuyos. Acaricie tu espalda como si fuera el lomo de una yegua montaraz. Te despertaste; giraste la cabeza hacia la izquierda y me lanzaste una mirada envejecida por el continuado uso de amaneceres con hombres desconocidos. Respondí con un mohín tierno. Sonreíste con dulzura. Tienes que irte, dijiste con los ojos deshaciéndose en las brumas de la realidad. La afirmación no tenía las grietas que facultan a los interrogantes o a las discrepancias a controvertirla. Me levante, me vestí y me fui sin pronunciar palabra.
Me hallaste, tres años después, hundido en las catacumbas del alcohol. No usabas falda con aureola de polvo ni blusa raída; vestías, por el contrario, un jean de edición limitada acompañado de aquellas camisetas que custodia un manso reptil. Veo que no has perdido la mirada dulce ni la tristeza de niño desamparado, dijiste después de besarme en la mejilla y enredarme el cabello con tus largos dedos. Te miré con la poca dignidad que sobrevivió al embate etílico y declamé de memoria:
Yo sé que existo
porque tú me imaginas.
Soy alto porque tú me crees
alto, y limpio porque tú me miras
con buenos ojos,
con mirada limpia.
Tu pensamiento me hace
inteligente, y en tu sencilla
ternura, yo soy también sencillo
y bondadoso.
Pero si tú me olvidas
quedaré muerto sin que nadie
lo sepa. Verán viva
mi carne, pero será otro hombre
-oscuro, torpe, malo- el que la habita…
No te equivoques; ya no soy la mujer que leía a Ángel González en las nostálgicas tardes de agosto y que regalaba orgasmos falaces, señalaste con altanería; la muchacha que conociste quedó enterrada en las praderas del pasado; ahora soy, como ves, una mujer exitosa. Pensaba que el alcohol era el peor vicio en el que se puede caer; pero ahora que te veo creo que no hay nada peor que la arrogancia, declaré; el alcohólico sólo le debe obediencia a un solo jefe: a la bebida; pero el soberbio tiene que rendirle cuentas a todos sus semejantes para sostener la mentira que su vanidad ha levantado con las migajas que ha recogido del fango. Dos lágrimas redondas descendieron por tus mejillas. Diste media vuelta y empezaste a caminar por el sendero tapizado de hojas secas. Abrí, entretanto, el cuaderno para escribir la historia que, de otra forma, perecería en la hoguera del tiempo.