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Carta al silencio de la noche (20)

mujer4(Fuente de la Imagen)

Hola

Te he pensado largamente… Te recuerdo con alguna frecuencia… Te pienso larga y frecuentemente… Quizás todas sean ciertas y todas, a su vez, mentira. Te recuerdo, es cierto, como también es cierto que te extraño de vez en cuando. Una que otra vez. Algunas veces sí, otras no. Algunas noches sí, como en el presente caso, otras noches no. Te pienso y te extraño cuando el amanecer se filtran en el rebaño de centellas que nacen al borde de las seis. Te pienso porque lanzo conjeturas cuando cruzas por mi mente con la misma contundencia con la que entra la luz a través de las grietas de las cortinas; te extraño porque siento deseos de tenerte cerca para hablar contigo. ¿Hablar de qué? No sé, hablar…

Ayer, sin ir tan lejos, te pensé porque te imaginé en la Biblioteca de la Universidad buscando aquel libro que te desvela y te extrañé porque quería indagar por la razón que hace que el libro sea tan urgente… ¿Lo conseguiste?… ¡Qué bien!… ¡Qué mal!… Extrañar es la curiosidad del alma…

(¡Loco!, dirás al calor de estas letras. ¡Raro!, te corregirás porque loco es Gustavo, aquel muchacho que busca pelea cuando está enredado en las telarañas de la borrachera. Loco, me dijiste cuando te pedí que me definieras en una palabra. Raro, te corregiste después que te quedaste contemplando a Gustavo mientras cruzaba la acera tambaleando… Loco, te vuelves a corregir en este momento, mientras lees el correo)

Va un abrazo de este loco que no tiene más oficio que recordarte y extrañarte

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Carta al silencio de la noche (19)

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Hola

Estas palabras que pronuncio cuando nos encontramos en una intersección de los sueños, aquellas que siembran dudas en tu cabeza y hierba en tu corazón, esas palabras, decía, que se van por las rendijas del tiempo, que juguetean con los vaivenes de la madrugada, que tropiezan con los andenes descascarillados y huyen enredadas en los encajes de la noche, esas frases, mi niña, quieren acariciar tu cabello, besarte los enormes ojos que miran, que calculan, que sospechan y sopesan la veracidad de mis afirmaciones, palabras que desean, en últimas y para no dar tantas vueltas, felicitarte por arribar a los dieciocho años, territorio que queda a dos pasos del segundo piso, aquel que construye y edifica, que borra y redefine lo que los demás hicieron de ti y quien se transforma en el camino que conduce al lugar en el que aceptamos la costumbre del destino de llenarnos de verrugas, de meternos cáncer o diabetes en las ranuras de la sangre, de llenarnos de las ilusiones que abandonaremos cuando entreguemos el alma a Caronte…

Me asombra, por otro lado, que te hayas entregado tan rápido al imperio de la madurez, a sus manos que me llevan hasta ti y me regresan a los terrenos de la inexistencia como si fuera una entelequia más, una inquietud que rehúsa seguir tus pasos, multiplicarse en los días o en los quiebres del atardecer, así como me abruma que seas una jovencita que asumes las responsabilidades con cada sombra y cada filo, que seas bella y madura a pesar de las incertidumbres de la juventud y las certezas de la madurez, que avances sin que te importe tener un pie en la adolescencia y otro en la prudencia. Quizás sea eso lo que más me atrae de ti: ese ir y venir por las autopistas del tiempo y la edad, ese subir a las crestas de la belleza para que luego te hundas, instantáneamente, en los abismos de la sensatez, como si fueras cientos, miles de mujeres que pugnan y gritan, que se empujan y arañan bajo esa sonrisa pacífica, bajo esos ojos que iluminan todo cuanto ven, bajo esa piel blanca y tersa como la hoja en la que escribo estas palabras que empiezan a aburrirse de precipitarse por las cataratas de la lectura que acompañas con una ola carmesí que anega tus mejillas, dándome a entender, con ese breve e involuntario fenómeno, que estas frases que digo y repito entrañan tus secretos más vergonzosos…

¡¡Feliz Cumpleaños!!…

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Carta al silencio de la noche (18)

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Sé que nos ubicaron en trenes que salieron en momentos distintos pero que se encontraron, mas por tu rebeldía que por mi destino, en una estación del tiempo en la que yo era un adulto y tú estrenabas la mayoría de edad, madre tú como yo casado, desorientada y orientador (tantos desfases en esa dulce escala de las horas). En ese mes nos limitamos a los saludos protocolarios, la sonrisa de las ocho de la mañana, el apretón de manos al final de la jornada, las breves preguntas sobre el clima y los resultados puntuales de tu desempeño.

Luego partimos, es decir, partí, porque fui yo quien abandonó las magnolias que se marchitaban bajo el sol, quien arrancó con delicadeza de cicatriz aquella mirada que, sin saberlo, sin siquiera imaginarlo, escondía los aguijones del amor. Años pasaron en los que me fui desdibujando de tu memoria hasta que tuve la fortuna de leer aquella nota que dejaste en tu muro y que fue, ¡quién lo dijera!, la puerta de la alegría. Después de ella has ido y venido por las praderas de la culpa y del temor que te producen mis treinta y siete años, mi esposa y tu vida que intenta desbarrancarse en cada curva del segundero pero que se aferra y continúa sin dar cuenta de estos detalles; ibas y venías, afirmaba, hasta el martes que regresé a tu territorio y, por tanto, día y lugar en el que tuve la oportunidad de conocer los pormenores de tu pasado entre tus cabellos serpenteando en la brisa, miradas callejeras y disimulados temblores de tus manos. Después arribó la ausencia, tu ausencia, el cabello que dejó de zigzaguear en los remolinos de mi memoria, las manos que se diluyeron en el caldo de los recuerdos, todo deshaciéndose, deshilachándose, derrumbándose en esta alma marchita de esperanzas, hasta que fuiste y fui, hasta que fuimos una nueva tachadura en el verso que nos corresponde en la primera escena del tercer acto de esta comedia olvidada…

Ahora, en el instante en el que redacto esta carta, en el momento en el que empieza la certeza del viaje, de tomar nuevamente el tren sonámbulo que huye en dirección opuesta a tus expectativas, del consecuente abandono de las magnolias que continuarán marchitándose bajo la canícula, de la desarticulación de lo que soy y lo que pude ser en tu vida, de las últimas horas en esta leve ciudad que se desprende de la montaña como si fuera el humo de una fogata agonizante; en este instante, decía, pido que guardes las palabras que fueron desmigajándose mientras ascendíamos por las colinas de la tarde, las caricias furtivas que te robaba entre cigarrillos y tequilas, la noche que se alumbrada con avisos de neón y arrugadas sonrisas, el abrazo que nunca nos dimos (porque el vacío también hace parte de nosotros y de nuestro pasado), la generosa ternura y los breves amores que nacieron cansados, desahuciados, maltrechos por tanta sonata para desventura y orquesta que se atravesó en nuestro destino…

Va un abrazo desde este lago de silbatos y gritos…

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Carta al silencio de la noche (17)

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Hola

Hoy no estoy de humor para hablarle a nadie y mucho menos para escribirte a ti; me encuentro, sin embargo, frente al computador haciéndolo sin poder explicarme o explicarle a ese a quien le hablo cuando pienso, cuando sepulto los ojos en el infinito, la razón por la que lo hago. Hace un par de minutos leí correos aleatorios en los que forcejeábamos, mostrábamos los dientes, gruñíamos, pedíamos disculpas que más parecían una retirada táctica; volvíamos a reñir, poco después, nos replegábamos y así en un círculo belicoso. Curioso que seamos así, mejor, que nuestra relación sea así: beligerante, conflictiva, como si fuéramos dos adolescentes pendencieros o, lo que somos en realidad, dos niños malcriados que se odian porque el otro le lleva la contraria… pero ese odio es justamente quien me preocupa, quien me lleva a releer lo que afirmas y lo que expongo, a enfurecerme nuevamente y a reincidir en la lectura que esconde, debo confesarlo, la esperanza de encontrar un mensaje secreto, una nueva puerta para abrirla a patadas o lentamente, con ternura, según el estado de ánimo, asomar la cabeza por ella y contemplarte en ese interior misterioso al que tanto le temo. Quisiera creer que tú también lees y relees los correos, que te enfureces y esperas respuesta como lo hago yo. Sé que no me darás la oportunidad de saberlo, en caso que así sea, ni me regalarás un centímetro de aquel terreno que te gusta, que te satisface haber ganado a punta de provocaciones y de silencios (imagino que en este momento una sonrisa empieza a surcar tus labios porque estoy dando marcha atrás en comarcas en las que me había apertrechado durante años, en puentes y los pueblos dominados). Soy consciente, además, que estas palabras suenan a reclamo amoroso, a queja romántica de las que se lanzan quienes han tenido su cuento. Se oyen así porque hay mucho Amor en este odio que se solidifica en cada grieta de nuestras conversaciones así como hay deseo cuando supongo, o digo abiertamente, que las circunstancias podrían encaminarse a las praderas del sexo. Pienso, y sé que esto tampoco lo confirmarás o refutarás, que no te soy indiferente y que hay más Amor y deseo sexual del que quieres admitir abiertamente. No pienses, sin embargo, que el Amor del que hablo es enorme, inabarcable, apocalíptico, de novela, sino que está ahí, entre las tinieblas, tiene un semblante que asusta, acaso por desconocido, pero a quien presiento inofensivo. Por ello no debes preocuparte que llegue a tu casa en medio de la noche y de una borrachera, con un trío igualmente ebrio y un revólver para retar a tu esposo a un duelo. Eso no sucederá porque no tomo, no me acuerdo donde vives, no tengo revólver y porque, como dije antes, no es dramático ni intenso, sólo Es, como Es el Tiempo o la Esperanza

Bueno, debo dejarte porque creo que ya debes estar aburrida con la cantaleta. Te deseo, y esto lo digo en serio, sin el menor rastro de malignidad ni hipocresía, que tengas un año extraordinario, atiborrado de hermosas y gratas sorpresas…

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Carta al silencio de la noche (16)

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Hola.

Sólo resta elogiar, en este domingo agonizante, tu cuerpo; quiero decir, elogiarlo una vez más, dar otro puntillazo a la cadena de aplausos y alabanzas que he lanzado en estos meses que se hicieron años, de estos años que se encauzaron en una catarata de lustros en los que tú y yo nos hemos ajustado a la condición de amigos. Los cumplidos, por otra parte, no los digo en público para que no te pongas roja y suelte una de esas carcajadas tan bonitas que, al estallar, despierten rumores que insinúen que tenemos una relación que va más allá de la amistad (al fin de cuentas, tú, amiga y todo, eres mujer y yo, con todo lo amigo que se quiera, soy un hombre, y es de todo sabido que los hombres y las mujeres sienten o pueden llegar a sentir, eventualmente, en la distancia de los años y de los sucesos, por razones desconocidas, sentimientos que no tienen nada que ver con los vínculos fraternales; es decir, pueden termina, a la postre, entrelazados una sobre el otro o el otro dentro de la una, haciendo cosas que son sabrosas de practicar pero que no se ven bien entre viejos amigos). Venía diciendo que ayer te veías muy atractiva… Buenísima, sería, en realidad, la palabra que usaría si te viera en la calle y fueras una desconocida, o, acaso, te diría, me diría, porque no acostumbro lanzar piropos a mujeres en la calle, Mamitarica de un solo aliento, sin despegar las palabras, uniéndolas en sinalefa, o, tal vez, si estuviera envalentonado por el alcohol, te susurraría Cositarica, también unido en sinalefa pero con una cadencia dolorosa, como si me hiriera imaginarte desnuda caminando con ese cuerpo que ilumina cada rincón de mis evocaciones, cada grieta de las palabras que se alinean en este correo. Tú, sin embargo, no eres una desconocida sino que eres mi amiga y no te vi deambulando por la calle sin rumbo conocido, meneando, y espero me perdones la expresión y el ardor con que la diré, esas carnes sabrosas y esa mirada dulce que les hace juego. No fue así; te vi en tu casa, al lado de tu marido, mientras departíamos y bebíamos largamente, mientras ibas y venías con copas, ceniceros, botellas de ron, pasabocas, con tus manos y tus sonrisas encendiéndose con el alcohol, intrincándose en sus efluvios etílicos, hasta que el amanecer bordeó las montañas, hasta el instante en el que los ciotes y copetones anunciaron el domingo que sabíamos doloroso, enguayabado, depresivo, saturado de remordimientos por los besos que nos dimos mientras tu marido dormía en el sofá, besos que se han repetido durante los años y las décadas en las que hemos sido amigos, simples amigos, compañeros que charlan, que hacen favores, que contemplan, como lo hicimos ayer, sus cuerpos con la curiosidad de saber cómo se ven, cómo se sienten, cuando no hay ropa que los cubra…

Creo que debo dejar acá las palabras porque la resaca me está haciendo lanzar expresiones inapropiadas a una amistad que sobrevivirá a las trampas del olvido…

Te envío, desde esta noche fría y tediosa, un abrazo afectuoso.

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Mensaje

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Si alguien, alguna persona, algún hombre de mirada extraviada, alguna mujer llevada por la curiosidad o por cualquier razón, pregunta, indaga por mi paradero, por el rumbo de mis pasos, díganle que me perdí en el laberinto de mis argumentos, que me raptaron los extraterrestres, que morí con una sonrisa a orillas de un verso, que me enloqueció la vanidad de los teoremas y la complejidad de sus demostraciones, que me fui con aquella mujer que nunca respondió mis correos o, mejor, díganle, háganle saber que continúe con la mujer que sí los contestó, aquella que le decía a su amiga que me llamara para hablar conmigo por un par de minutos, de contrabando, y quien posteriormente, cuando nos conocimos en Barranquilla, cuando tuve su mano en la mía, supo, supimos, que éramos el uno para el otro, que era la mitad que siempre me hizo falta, quiero decir, la mejor parte, la que ama y la que se apasiona, la que tiene esperanzas, la que cree en el futuro, no este retazo de palabras y juicios que piensa y corrige, que supone que la vida se puede encarcelar en conceptos y razonamientos, esto es, la fría, la racional, la que sólo sirve para engendrar dudas que desbarrancan por las cañadas del pesimismo…

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Carta al silencio de la noche (15)

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Hola

Perdona que lo diga de esta manera tan intempestiva, tan poco común, tan inapropiada, pero es que hoy, a esta hora, en este lugar, vi la foto de tu perfil, la volví a ver, para ser preciso, y emergieron, acto seguido, estas ganas de decirte que tienes la sonrisa perfecta, la sonrisa que alumbra, que emociona, que llena la imaginación de caminos y conversaciones, que me invita a sonreír, a escribir sonriendo, a repasar el perfil o a repasarte a ti, si fuera posible volver al mismo cuerpo que cambia, que evoluciona, que imposibilita, por tanto, retornar a la misma curva que temblaba ante la inminencia del beso, a la misma hondonada que encajaba en la mano urgente, en esta mano urgente, palpitante frente a los destellos de tu desnudez, temerosa que te precipitaras por las rendijas de aquel presente que se marchaba con el bramido de los buses, con el ronroneo de las motos, con el atardecer que moría detrás de las montañas, sonrisa que invita, venía enumerando con velocidad de derrumbe, a escribirte dando rodeos y giros previsibles, para que te dejes llevar por mi voz, es decir, por la voz de quien escribe, la que imaginas en tu cabeza, la que supera la mía por tener aquel tono, aquella cadencia que enamora, que te enamora, que te lleva por noches azarosas en las que tú, en las que yo, en la que quizás nosotros… ¡para qué hablar de lo que no existe, de lo que sólo es humo en la fogata del tiempo!… esa voz, decía, que supera a la mía porque es la que construyes en tu imaginación y que desplaza la real, la que conociste en la clase de matemáticas, por otra menos catedrática, más romántica, que le hace juego a un cuerpo que tampoco es el mío, a la mirada y sonrisa de George Clooney, hasta robarte aquella sonrisa que me invitó a decirte de esta forma errática, tan distante de la cordura, tan alejada de las palabras mesuradas con las que te saludo fuera de clase o en ella, que me encanta la sonrisa que ilumina tu perfil…

Entre la maraña de oscuros pensamientos que sembraste en las comisuras de mi cuerpo, sale un abrazo, una sonrisa y la promesa que guardaré tu fotografía en el lugar más cálido de mi corazón.

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Promesa

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Diego y Laura.

¡Qué agotador escribirle al matrimonio entre tanta llovizna, entre tanto compromiso, entre tanta grata sorpresa! Sobran adjetivos, los verbos resultan enojosos, las frases caen en el cliché o en el ridículo; los dedos vacilan en el teclado y los ojos se extravían en la geografía del techo en busca de las palabras que hablen de pasión a zarpazos y lágrimas y de aquella ternura de las dos de la tarde cuando alguno de ustedes (o los dos) añore el anochecer pedregoso, acaso la tarde de domingo, en el que hablaron sin freno o en el que callaron mientras veían aquella película que han querido ver nuevamente. ¿Cómo hacerlo? Enojoso, reiteramos, hablar de los compromisos, de las cargas, de los amaneceres en los que los problemas ladrarán hasta levantarlos de la cama con cara de pocos amigos, de las pequeñas y grandes discusiones que nunca faltaran

(agradable es, asimismo, discurrir sobre la decisión de hacer un espacio ajeno a las vacilaciones y a las trampas, en el que la dulzura no duela, en el que puedan amarse ingenuamente, sin aguijones, con -y a pesar- de ellos, en la tarde y la mañana, con la mano y la mirada, en la cotidianidad y en la excepción, con las palabras y con el silencio)…

Si no fuera difícil, como veníamos diciendo, les escribiríamos una carta sosegada, menos confusa, con palabras que no se atropellaran, con conceptos que no se contradijeran, redactaríamos, insistimos, una misiva que describiera esta felicidad imprudente, atolondrada quizás, nacida del afecto de los años, de la solidaridad generada por el hecho de estar recorriendo los mismos caminos y que nos incita a celebrar sus triunfos y a sentir como propias sus derrotas, a festejar su unión, a creer una vez más en el futuro esperanzador en el que sus hijos y nuestros hijos soñarán con la justicia y la igualdad, como soñaron nuestros padres, como continuamos soñando nosotros, en el que ustedes y nosotros, en el que los amigos y nosotros, disertaremos sobre los años y las ausencias, sobre la brevedad de la vida, sobre el desconcertante impulso de continuar amando… pero no lo pudimos hacer porque amanecimos con las palabras atascadas en los alambres del sueño, en los deberes por cumplir, en la palpitante promesa del porvenir y en una que otra esquirla de la nostalgia…

Les dejamos, por tanto, la promesa que escribiremos, cuando la algarabía se transforme en un exiguo rumor en el tropel de recuerdos, un texto en el que elogiaremos su compromiso, empeño y perseverancia, en el que hablaremos de la solidaridad y la paciencia, del silencio y la melancolía y todo aquello que coexiste o concibe el matrimonio…

Un abrazo afectuoso

Motoso y Marjorie

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Carta al silencio de la noche (13)

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Hola.

Te recuerdo, tan sólo, como la mujer que no pierde el hábito de ser encantadora. Atrás quedaron, por tanto, los días en los que tu nombre tenía la facultad de narcotizar la nostalgia con el largo y minucioso inventario de alegrías compartidas (espero que no pienses que, al abandonarlas en el pasado, he dejado de celebrar la euforia de saber que alguna vez fuiste mía ni que desconozca las afortunadas esquirlas que dejó tu abandono). Algunas tardes (muy pocas, por cierto) envidio, sin embargo, a aquellos ojos que te verán como lo hice aquella noche de bohemia y a aquellos labios que experimentarán la embriaguez de besarte por primera vez (estos celos transitorios se desvanecen, para mi fortuna –y acaso para la tuya-, al cuarto taconazo del segundero).

Pienso, en vista de estos antecedentes, que es injusto sostener una relación en la que sólo queda el polvo de un amor imprudente, las cenizas de lo que nunca sucedió y la certeza de haber malogrado los rectos caminos de la amistad. Por ello te notifico que quedan cancelados todos los derechos concedidos por la gracia del noviazgo, así como todas las obligaciones que trae dicho ministerio (estas son, en consecuencia, las últimas palabras escritas en calidad de amante y la última vez que mi mente y corazón te concebirán como pareja).

Te envío, desde los abismos de la memoria, un abrazo inmenso.

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Carta al silencio de la noche (12)

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Fuiste, en el galope de la niñez, la más inalcanzable de mis fantasías. Tu estatura y confianza aventajaban, en el momento que nos conocimos, la timidez de mis estrenados nueve años. Recuerdo que esa noche mi mamá me arrastro, como acostumbraba hacerlo por aquellos años de poco carácter, hasta tu silla; encajó tu mano en la mía y me ordenó, con el tono castrense que aún conserva, bailar contigo. El pánico preliminar se diluyó, segundos después, en las fronteras de tu ternura al igual que la incertidumbre de mis pasos vacilantes se transformó, gracias al imperio de tu paciencia, en aceptables ondulaciones.

El siguiente año nos encontramos, por aquellas contingencias de la navidad, en la casa de tu tía. Constaté, en el instante que te vi, que el arribo a la primera década no trajo la valentía que había insinuado mi ingenuidad: no tuve el valor de saludarte y, menos aún, de hablar contigo; pude, tan sólo, lanzar una sonrisa magullada cuando tú y tu familia se marcharon a celebrar la Noche Buena (aquel diciembre inició la serie de reuniones navideñas en las que -salvo por tres modestas conversaciones- te contemplaba desde el abismo de la cobardía).

El tiempo borró -cuando la adolescencia entró por la ventana de mi infancia- los trazos de un amor diseñado para sobrevivir al amparo del silencio. Poco quedó, por tanto, cuando el mismo azar que nos reunió en aquellas celebraciones decembrinas nos empujó a ser vecinos. Pude -gracias a que la indecisión se transformo, al igual que la abstinencia de palabras, en una anécdota almacenada en el cajón de la deshonra- paladear los coloquios que el amor, por vías de la paradoja, no autorizó en la niñez que, para mi fortuna, partía lentamente (nunca, en los días de vecindad, cometí la imprudencia de suponer que el acopio de tertulias y lugares comunes construiría el anhelado noviazgo).

Hoy, después de quince años de olvido, tu recuerdo emergió aferrado a los matices del ocaso. Traías aquella mirada que encrespaba mi tranquilidad y las manos que me guiaron en la manigua de los acordes tropicales…

Sean, pues, estas palabras un tributo a ti, mi primer –y acaso único- amor platónico.

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Carta abierta a Gabriel García Márquez

garcia m3[a](Fuente de la Imagen)

Apreciado Gabriel.

La primera vez que leí sus escritos me pareció un hombre con una imaginación tan cercana a la demencia que, para serle franco, me produjo el mismo rechazo que experimentan los sobrios hacia los borrachos que asedian la conversación sosegada. Una tarde, sin embargo, tuve la oportunidad de sentarme en la orilla de la Ciénaga Grande que usted, en su niñez, cruzó con su abuelo. Experimenté, poco después, aquel letargo que desciende con los primeros estertores de la tarde en una de aquellas casas de tablas y patio de piedra que hormiguean en sus relatos. Escuche los susurros del mar y contemplé, cuando el ocaso abatió las certezas andinas, las lámparas de los pescadores iluminando las tinieblas como luciérnagas extraviadas. En ese momento, respetado Gabriel, entendí que sus relatos no son fruto de una imaginación vecina del delirio sino el inventario de la realidad caribeña. Esa noche examiné, para corroborar la hipótesis, el alegre y espinoso amor de las mujeres que crecen con el arrullo del mar (el mismo que usted, como buen hombre del Caribe, vigiló en su juventud con la firmeza de un militar y que describe con exactitud matemática en sus narraciones).

La carta es, por tanto, para pedir que disculpe los limitados argumentos con los que juzgué su obra y la terquedad indómita de los hombres que fuimos educados al amparo de foscas y lloviznas eternas -las mismas que, sea dicho de paso, usted padeció en Zipaquirá-.

Dejo estas palabras a la deriva del destino con la esperanza que lleguen a sus ojos o, si la suerte es menos benigna, que rocen sus oídos transformadas en tenues rumores.

Afectuosamente

Diego Niño

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