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Evocaciones (8)

(Fuente de la Imagen)

Era una de aquellas tardes de plomo en las nubes y smog en las arterias. Al final de la calle y de mi infancia, entre la angustia de testigos y peatones, aullaba un gozque que había sido atropellado minutos atrás. El perro, hincado ante lo ineludible, ojos vidriosos, patas temblorosas, venas aferradas al pánico, suplicaba que un alma menesterosa lo rescatara de las entrañas del dolor. Entre los circunstantes apareció un hombre de mirada sólida que se arrodillo frente al cuerpo tembloroso; la alegría del perro hablaba de los lazos afectivos que los unía. Le acarició el lomo, contempló las heridas y la sangre que emergía de todas partes. Entre los ojos temblorosos de los espectadores, entre los murmullos de mujeres, se quitó la correa, se la puso al cuello del animal, haló fuertemente hasta que el perro empezó a lanzar aullidos dolorosos que entraba como un huracán por las rendijas del alma; no flaqueó a pesar de las lágrimas que bajaban por sus mejillas ni del pataleo enérgico que fue bajando en intensidad hasta derivar en una quietud melancólica de las manos que apretaban y del cuerpo que luchaba contra la muerte. Al final,entre la bruma de un silencio compasivo, levantó lo que quedó del animal y se lo llevó por la misma calle que trajo al conductor asesino…

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Evocaciones (4)

Hace una hora encontré en el alimentador a una niña de dieciocho años que era idéntica a una jovencita que conocí hace nueve años. La joven del año noventa y nueve estudiaba literatura en la Universidad Nacional; sus palabras eran justas y tenía una mirada seca. La conversación se entablo gracias a que yo pensaba escribir un ensayo sobre la literatura en el periodo del romanticismo y ella era, como lo demostraban las tres revistas de literatura, estudiante en esa área. Le hice un par de preguntas y luego me deslicé por las grietas de la conversación hasta llegar a los soleados pastizales de la comunicación abierta. Al término de la conversación me levanté de la silla y le dije con tono solemne: “si el destino nos vuelve a reunir será para grandes cosas”; le di la mano y me salí de la hemeroteca.

Un año después la encontré en la puerta de la Universidad Nacional -ella entraba y yo salía-; en ese momento, contrario a lo que mi arrogancia –o estupidez- me hizo decir no le dirigí la palabra. Meses después la encontré haciendo fila en la Biblioteca Luis Ángel. Al verme clavó la mirada en el libro que tenía en sus manos. El gesto fue suficiente para disuadirme de hablarle. En el segundo semestre del dos mil dos la vi, asimismo, caminando por la carrera trece de la mano de su novio. En enero del dos mil tres, por último, la vi en la Luis Ángel saliendo de la mano de un mechudo con ínfulas de intelectual; en la salida ella giró para devolverse y se encontró frente a mi mirada impasible; sostuvo la mirada por un par de segundos, luego hizo una gambeta para esquivarme y siguió su camino. Yo salí y me entré en la primera tienda que estuvo a mi alcance; pedí una cerveza y un cigarrillo y me condolí de su silencio y mi incapacidad para abatirlo…

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Evocaciones (3)

De esta mujer sólo diré que le hizo zancadilla a todas las miradas que le lancé además de hacerle el esguince a las pocas palabras que se atrevieron a salir en su presencia.

Les dejo con el recuerdo escrito que guardo de ella.

Debía que ir a la universidad a inscribir materias, pero tenía un billete de diez mil para pagar el pasaje, y como es costumbre de los conductores no dar el cambio sino después de haber recorrido media hora de camino (hábito que me disgusta mucho porque me avergüenza pararme a gritarle, para que me escuche al otro lado de la puerta); cuando finalmente aceptan darlo este es entregado en monedas y billetes viejos que no los recibe nadie. Por lo que decidí comprarme una caja de chicles y una cajetilla de cigarrillos en la panadería para cambiarlo y darles el pasaje en dinero sencillo. Cuando llegué a la misma no encontré a nadie atendiendo, razón por la que grite “buenaaas”, para que la señora gorda de cabello encrespado saliera a atenderme. En lugar de ella salió una muchacha de aproximadamente mi edad, cabello rojo (seguramente pintado, como es costumbre en las jóvenes), pómulos salidos, boca pequeña y mirada inquisidora, preguntándome qué se me ofrecía. En el microsegundo que medió entre la pregunta y la respuesta que le di se me ocurrieron varias fantasías sexuales inconfesables. Le pedí la caja de chicles y la cajetilla de cigarrillos que me había planteado comprar diez segundos antes; cuando ella dio la vuelta para tomar los chicles de la parte inferior de la alacena que está adornada con afiches de harinas el Lobo (rinde que da gusto) y café la bastilla (bueno hasta la última gota), me felicite por habérselos pedido porque pude observarle el derrier –como dicen eufemísticamente las presentadoras de farándula- en toda su redonda extensión. Ella se volteó rápidamente como si presintiera que le observaba el derrier (siempre he creído que las mujeres, por alguna misteriosa razón, no sólo sienten que las miran, sino saben, además, que parte exactamente le observan). Extendió su mano acompañada de una mirada que, lo juro, era de reproche; como si estuviera esperando que yo hubiera apartado la mirada con caballeroso desdén. Le pague y me fui pensando en ella durante un buen tramo del viaje. ¡Que vieja tan buena! Me decía incansablemente…

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Evocaciones (2)

La mujer de la presente llegó a mi vida en los días en los que me escondía del murmullo espumoso de las mujeres: llegó una tarde de enero al apartamento a pedirme el favor que la dejara esperar a sus papás dentro de la residencia.

Ella era (o es) una mujer de líneas convergentes y de miradas sugerentes que nunca ceso de invitarme a conocer su comunidad cristiana. Yo era en aquel momento un hombre que pataleaba en el marisma del pesimismo, y que, por tal condición, nunca le hizo caso a aquella emanación divina. De ella guardo, al igual que la anterior mujer, un pequeño comentario en un cuaderno amarillo de evocaciones.

Que otra razón para escribir que las mujeres. Hoy, particularmente, me incito a escribir la presencia de L, mi hermosa vecina cristiana. En mi humilde concepto merece una nota de 7.8; es una mujer hermosísima, aparentemente juiciosa, seria, responsable y con unas nalgas 9.6 que, ¡ay Dios!, que nalgas. No hablé mucho con ella pero me saludo, o mejor, yo la salude de besito en la mejilla tan cariñoso que aún tengo la sensación de tenerla a mi lado. Me contó que en mayo termina sus prácticas y se gradúa en junio. Piensa trabajar y seguir estudiando (no les digo que es una mujer juiciosa, seria, responsable y con unas nalgas 9.6 que, ¡ay Dios!, que nalgas). Con la soledad que me asalta por estos días hasta pensé en decirle cuándo salimos, cuándo hablamos, cuándo nos cuadramos; no importa que seas cristiana, judía, musulmana, satánica; no importa que se opongan tus padres, tus abuelos, mis abuelos (desde el cielo), mi hermana; que importan las diferencias de filosofía, de anatomía, de geografía; no importa que seas una mujer juiciosa, seria, responsable y con unas nalgas 9.6 que, ¡ay Dios!, que nalgas; no importa que yo sea irresponsable, perezoso, desarraigado, desarrapado, desamparado, desadaptado, desalineado; no, no importa; no importa nada, ninguna de las anteriores objeciones, tampoco las próximas, ni las de más allá, sólo importa esta soledad que me perturba y esa soledad que te amenaza, pequeña mía.

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Evocaciones (1)

El paso del tiempo y la impertinencia de la realidad te iluminan los ojos; también se encienden con el rastro de algún recuerdo remiso.

Recuerdo que la primera vez que te vi deambulabas con la pesadumbre del abandono y la incordia del dolor; tus palabras, a su vez, se contagiaban del algodón de tu mirada y tus pasos auguraban tardes plomizas, y amaneceres lluviosos. Yo, por aquel tiempo, administraba los doscientos kilómetros de irresponsabilidad que le había heredado a la alborada de los años.

Luego llegaron las historias con finales predecibles y mi huida a los matorrales de la reflexión. Al final sólo quedo un relato olvidado en un cuaderno ajado por la brisa de los recuerdos.

Era casi la una de la tarde cuando entré al restaurante. La fila para almorzar era bastante larga. Me encontré en la fila de marras con un compañero del grupo de debate; después de los saludos protocolarios iniciamos una larga conversación sobre trivialidades (son los temas que más se tocan en esas latitudes). Al poco tiempo vi que C estaba sentada almorzando con M.S. y con D.L.; supuse que, dado el tamaño de la fila, no podría sentarme a hablar con ella. Confieso que la conclusión de dicha estimación no me perturbo en lo más mínimo. Seguí conversando con mi ocasional acompañante. Después de quince o veinte minutos de fila llegamos al mesón donde se nos daría el condumio que se había anunciado (¿generosamente?) en la mañana. Al tener el almuerzo en la bandeja, constate, para mi sorpresa, que C no había terminado aún de almorzar, lo que causo diversos interrogantes: ¿ella almorzó muy despacio para esperarme? O, dado que nunca he almorzado con ella ¿no sería muy aventurado suponer que la velocidad con la que almorzó está directamente relacionada conmigo? Fuera lo que fuera ella estaba allí, con la mesa libre, y yo estaba necesitando un lugar para almorzar, por lo tanto me dirigí hacia donde estaba ella. Le pregunte, no fuera el diablo, si me podía sentar en el lugar libre. Sí, claro, me dijo. Me senté; mi acompañante ocasional, hizo lo propio. Sacamos los platos de las bandejas y, al ver que el fortuito comensal pensaba llevar su bandeja, le pedí el favor que llevara la mía. Quedamos solos C y yo (M.S.se había ido hacia un buen rato y D.L. salió a un mismo tiempo con el bandejero). C preguntó si habíamos debatido con profundidad el tema asignado; le conteste con un movimiento de manos que denotaba “más o menos”; el movimiento lo acompañe con un “¿por qué?” que debió sonar, con toda certeza, brusco, puesto que C me contesto con voz sombría, “no, sólo quería saber”. Al vuelo note que la había embarrado; le pregunte, con evidente preocupación, si le había contestado feo; asintió con cara de niña regañada; le dije con voz tierna: perdóname, no quería ser brusco contigo; ella sonrió radiantemente.

(Creo verla como si se tratase de una fotografía: los mechones de cabello trincados por una cinta azul que bordea la frente y aflora en dos alegres tiras por la espalda; La frente liberada gracias al efecto de la cinta exhibe, sin rubor, espinillas y demás erupciones propias de los seres humanos; los ojos, por su parte, en ese instante, están semicerrados, pero refulgentes, causando unas pequeñas pliegues en la región lateral de los ojos; la boca está ligeramente abierta, enseñando tímidamente los dientes… Nada más bello que los recuerdos).

En ese momento llego el comensal ausente y D.L. Hablaron, el ocasional y D.L., sobre las materias, los profesores, las notas, etc. Yo, por mi parte, intercale un par de opiniones, y Carolina hizo lo propio. Apenas terminamos de almorzar ellas se fueron para terminar el trabajo que habían iniciado por la mañana…

… Al finalizar la jornada yo me encontraba bastante agobiado por la extensión de las intervenciones y por la reiteración de los temas en las mismas. Cansado, como ya he dicho, decidí salir un momento para holgar de la fatigosa reunión. Me pare, di media vuelta y hela allí: C expectante de mis movimientos. Le dije, sin emitir sonido, que estaba extenuado y que me disponía a descansar un poco. Minutos después entre nuevamente al salón a seguir oyendo lo mismo que venían comunicando desde hacía dos horas. Hastiado, a los quince minutos, me pare a servir tinto para pasar el aburrimiento. Me paro, camino hacia la mesa donde están los termos; me sirvo un poco de tinto; le dispenso un poco a una compañera que así me lo pidió; doy media vuelta y hela allí: C nuevamente pendiente de mis maniobras; le pregunte si quería tinto; me contesto afirmativamente; le di el tinto que me había servido, fui por más tinto y por el azúcar de ella…

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