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Profecía

cabaña1(Fuente de la Imagen)

Dicen quienes conocieron a Diego Niño que su vida era como sus actos: terca y caprichosa. Terco, terco, ¡qué hombre tan terco!, revela una anciana de ojos negros. Y es que dicen que eras terco Diego Niño. Terco y dulce. Escribía, borraba, volvía a escribir y volvía a hablar con su sonrisa irrevocable; su dulzura nos alcanzaba para ayudarnos a entender ecuaciones, triángulos rectángulos, líneas paralelas y todas esas cosas que no sirven para nada, señala otra mujer entrada en años y melancolías. Todas tus alumnas son octogenarias, algunas incluso esperan desde la otra orilla de la eternidad. Terco, dulce y coqueto, eso dicen que eras Diego Niño. Yo era un adolescente cuando venía a hablar con mi hermana; parecía que traía deseos torcidos, ya sabe, de los que tenemos los hombres enredados en el cuerpo, apunta un señor de sesenta años que sobresale por su vitalidad. Es que él era un coqueto sin remedio; a mí me dijo de todo, me escribió por meses sin éxito porque yo siempre supe darme mi lugar, interpela una anciana de ojos verdes. Dicen que luego te fuiste a aquella cabaña perdida en las montañas. El silencio ahogó tus palabras, dejaste de bañarte y la barba te creció sin tregua. Parecía una fiera salvaje, dice una señora que se persigna cada vez que te nombran. Decían que tenía el diablo metido en el cuerpo, interrumpe otra. Quizás no fue el diablo quien te llevó a esos parajes sino la poesía que te mostró el frágil y trasparente camino de la felicidad…

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Segunda variación del Claro de Luna de Beethoven

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A Diana Valero, en su decimoséptimo cumpleaños. 

La noche anterior al inicio de clases, llovió sin clemencia y después, cuando la luz se abrió espacio entre la densa cortina de agua, el chaparrón derivó en una llovizna que saturaba la mañana con su escarcha de tristeza. Este tufillo generó una suerte de éxtasis místico que me impulsó a caminar al amparo de la ráfaga de viento sin prestar atención al hecho de llegaría empapado a la primera clase. En efecto llegué escurriendo agua y con una sonrisa que desentonaba con el mal humor de los alumnos. Entre ellos, al final de la primera fila de la derecha, vi una sonrisa que iluminaba el salón y uno que otro renglón de mi vida. La dueña era una muchacha de diecisiete años, delgada, largo cuello, piel blanca, ojos cafés y unos lentes azules que se ajustaban tan bien al conjunto de su cara y cuerpo, que daba la impresión que había nacido con ellos. Sonreí para corresponder su bienvenida. Ella contestó como lo hacen las mujeres que sienten curiosidad: con una mirada prevenida que anuncia que están midiendo todos los movimientos para determinar si es peligroso y, de ser así, establecer qué clase de riesgos acarrea su presencia. Incliné la cabeza para que se enterara que desde ese momento tenía todo mi respeto y toda mi admiración como docente y como hombre. Di media vuelta e inicié la clase entre el rumor de los estudiantes.

-Espero sepan disculpar mi olvido, dije al final de la clase. Mi nombre es Diego Niño y, como bien saben, les enseñaré geometría. Venía con la intención de presentarme, pero me encandiló una sonrisa que venía en contravía. Todos me miraron como lo hacen todos los seres humanos que acaban de conocerme: con la indulgencia que se prodiga a quien ha caído en las manos de la demencia.

Ella no asistió lunes de la siguiente semana. Eso me generó un contrariedad tan grande que no tuve ánimo de dictar la última clase. En lugar de hacerlo, fui al Café Republicano a tomarme un pocillo de valeriana. Al tercer sorbo de la infusión entró por la puerta sur. Tenía un pantalón blanco, una blusa de flores y un maletín terciado sobre el hombro derecho. Quiso disimular la sorpresa que le produjo verme sentado en ese lugar. Incliné la cabeza y ella respondió con una sonrisa que no se decidía a levar anclas. Se sentó en la mesa que estaba al lado de la puerta, abrió el computador que extrajo de la mochila, pidió un tinto y se internó en los recodos de la red. Yo entretanto hundía los ojos en la novela de Mengestu. A los veinte minutos emergí de la lectura para pedir un tinto y el periódico del día. Miré hacia la puerta y allí seguía ella con los ojos enterrados en el computador y la cabeza puesta en quien no llegaba. Imaginé que sería un muchacho de su edad el que la invitó a tomar café. Incluso desestimé la intensión que lo llevó a invitarla porque, como todos sabemos, los hombres siempre tenemos segundas intenciones… y las mujeres también: ella aceptó con una intención diferente a introducir cafeína en su torrente sanguíneo. Si ese hubiese sido el propósito, mejor lo hacía en la comodidad de la casa. Alzó la mirada del computador y me regaló una sonrisa, que a pesar de ser una de las mejores de su heredad, no podía ocultar la decepción. Me levanté y fui hacia su mesa.

-Quizás sea más amable la soledad si esta se transita acompañada, afirmé con voz de catedrático.

-Disculpe profesor, pero me parece que es contradictorio lo que acaba de decir.

-Lo sería si existiera aquella Soledad en mayúsculas que nos enseñaron a temer como si fuera una enfermedad. Pero la verdad es que hay cientos de soledades, unas muy concurridas y otras bastante despobladas.

-Siéntese, por favor, contestó después de un silencio que empezaba a antojarse de eternidad. Esperaba que me diera la razón, pero eso no sucedería porque el amor, como bien sabemos, es el imperio del forcejeo.

Quizás trascurrieron dos horas antes que decidiéramos dar una vuelta por Tunja, aquella ciudad que debe conocerse a la misma velocidad con la que deambulamos a través de los recuerdos que nos encrespan el alma.

No podría evitar contemplar el perfil de aquella muchacha que se entregaba a largas conversaciones y quien luego caía en un silencio impenetrable…

Te llamarás silencio en adelante.
Y el sitio que ocupabas en el aire
se llamará melancolía.

Recité los versos que había aprendido con el propósito de llamar la atención de muchachas de su edad. Aunque debo aclarar que los aprendí cuando tenía dieciocho años y los usé por meses que se hicieron años, por años que se hicieron lustros. Ese día, sin embargo, no los dije para conquistar sino para hacerlos llegar al lugar que les correspondía: al dulce silencio que la envolvía y al relente de melancolía que iba dejando a su paso.

Intenté besarla cuando llegamos a Plaza Real. Se puso rígida cuando me acerqué, pero no me alejo con los brazos. Giró la cabeza cuando los labios empezaban a rozarse. No tuve más remedio que sembrarle en la mejilla y en la memoria, un beso que tenía más cobardía que ternura.

-Un profesor no debería hacer ese tipo de cosas con una alumna… y menos si los separan catorce años.

En ese momento recordé que debía darme el lugar que le corresponde a los altos pundonores que esta ciudad le confiere a un docente. Continuamos caminando sin pronunciar una palabra hasta que arribamos a la Plaza de Bolívar (lugar en el que ella me entregó al naufragio de interrogantes).

El martes de la siguiente semana canceló la materia; razón por la que no nos vimos en lo restaban para concluir el semestre.

Después de ese curso he regresado decenas de veces a Tunja. Algunas para trabajar, otras tantas para recaer en la nostalgia de la Biblioteca Patiño Roselli, en la languidez de los atardeceres o en la inquietud de sus balcones. Algunas veces el azar me pone a Diana en mitad de una reflexión. Siempre la invito a tomar café en el Republicano, siempre caminamos por las mismas calles y siempre caemos en declaraciones y uno que otro beso mejillero. Luego ella se va o soy yo quien debe partir. Sonreímos, nos damos un abrazo y dejamos de existir simultáneamente. Algunos días, no obstante ese conato de final definitivo, dejamos algún mensaje en la casilla del correo para confirmar la existencia de este amor que subsiste a pesar que nos separa un abismo de kilómetros y melancolías.

Esa era nuestra historia hasta las diez de la mañana de hoy. En ese momento me llamó al celular, rompiendo de esa manera el pacto de silencio. Dijo que se encontraba en Bogotá y que quería hablar conmigo. Nos encontramos en La Plaza Ché, en el café que queda en el León de Greiff. Hablamos largamente sobre nuestras vidas. Cuando la conversación derivó hacia este amor que sólo ha existido en palabras, confesó que tenía novio desde hacía ocho meses y que estaba muy enamorada de él. Que esa era justamente la razón por la que había venido a Bogotá: para entregarme la invitación de su matrimonio.

-Lo primero y último real en este amor que ha sobrevivido por más de ocho años, será lo que suceda esta noche, cuando concluiremos la cita que iniciamos años atrás en el Café Republicano. Luego no habrá nada: ni llamadas, ni correos, ni encuentros en Tunja o Bogotá, afirmó.

-Si quieres que hoy muera este amor, no hay problema: hoy morirá. No permitiré, sin embargo, que se enlode con besos apresurados ni que se mancille con una noche que querrás borrar de tu memoria por el resto de tus días. Si me quieres buscar hallarás la ruta porque siempre habrá una luz encendida en las oscuras rutas de la desesperanza, sostuve mientras me levantaba de la mesa. Gracias por la invitación pero creo que no podré asistir al funeral de un amor que alimenté por años, declaré después de lanzar la tarjeta sobre la mesa. Cuando sobreviva a tu ausencia, volveré para contarte que existe el olvido, concluí. Di media vuelta y salí del local. Atravesé la Plaza Ché hasta llegar al margen de lo que en los años noventa se denominaba el Wimpy. Giré a la izquierda, entré a la Sala Virtual, me senté en el primero computador que encontré desocupado y empecé a narrar la historia del amor que murió por cientos de razones que nunca vendrán al caso a pesar que son ellas las causantes de que seamos dos desesperanzados que se aferran a la luz de un amor imposible…

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Clandestinos

muro1(Fuente de la Imagen)

Había noventa centímetros de silencio entre tu curiosidad y la mía. Sin embargo nos manteníamos distantes, serios y ajenos. Así debía ser: al fin de cuentas yo no era más que el primo de tu novio. Ni siquiera podía ser aquel amigo que aprovecha el desorden, los tragos y la algarabía para acercarse, rozar la piel, coquetear sutilmente y luego retirarse. Por aquellos días sólo estaba autorizado a contemplar la manera en la que emergía desde las grietas de las miradas furtivas, un muro enorme, pétreo, de palabras no pronunciadas. “Me gustas”, “me encantas”, “tienes algo que me atrae”, “eres interesante”. Después estaba el silencio y el respeto y las miradas y de nuevo el silencio y de nuevo las miradas y más silencio y el muro crecía y crecía, dele que dele, hasta que no éramos más que conceptos, meras especulaciones en el entramado simbólico, sólo una mancha que parecía mujer, un borrón que parecía hombre. ¡Qué mancha tan atractiva! ¡Qué borrón tan interesante! Éramos lo que nos tocaba ser en las pocas reuniones a las que ibas aferrada a su brazo, la timidez tiñendo tus mejillas. Hola, te decía. Hola, respondías y cada uno a se iba para su esquina. Los salones comunales, las salas, los asados se transformaban entonces en un ring de boxeo donde nos tanteábamos a lo lejos, ojos que medían, que se agachaban o gambeteaban, piernas que se cruzaban y descruzaban, manos que sudaban. Dulce pelea contra nuestros temores, amargo empate a ceros. Hasta luego, decía yo. Chao, respondías tú. Cada uno para su largo túnel de inexistencia hasta que venían los bautizos, el año nuevo y aparecías aferrada a su brazo, las mejillas rojas, las hermosas piernas, los ojos tanteando el terreno. Hola, decía yo. Hola, respondías tú y cada quien se iba para su esquina. Hasta que una noche o una tarde, nunca lo supe, te fuiste de su lado. Se dejaron, y dejándose, me dejaste a mí. Te esperé en fiestas y reuniones familiares. ¿Dónde está su novia?, preguntó algún curioso. Terminamos, pronunció la voz que hacía juego con el brazo al que venías aferrada. Luego todo fue un olvido incapaz de hacer lo que tenía que hacer: anular las migajas sobre las que sostenía esta vinculación que no era relación, amistad, enemistad ni soledad. Sólo vestigios que se acomodaban en aquellas regiones en las que la fantasía construye mentiras. Así te fuiste desvaneciendo hasta ser un murmullo leve, imperceptible, en el concierto de mis recuerdos. Hace un par de minutos, no obstante tu huida hacia la nada, decidiste salir de las catacumbas del olvido y dejar una huella en mi perfil de facebook. A partir de ese instante cada sombra, cada filo, cada brillo clandestino empezó a encajar hasta que te transformaste en la mujer que me esperaba en la otra esquina de todas las reuniones familiares…

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Cliché

Sexy leg in fishnet stockings(Fuente de la Imagen)

No es que pensara traicionar a mi esposa. Es más, ni siquiera había planeado que nos encontráramos, por no decir, tropezáramos, en la biblioteca. Fue un momento incómodo en el que cada uno deseaba dar la espalda y perderse en la multitud. Sin embargo la cortesía exigía que saludáramos, hiciéramos las preguntas protocolarias, los elogios que se usan en estos casos, diéramos media vuelta y nos fuéramos cada uno por su lado. El problema, lo sabíamos bien, era que las sonrisas empezarían a brotar de las comisuras del alma, los ojos se encontrarían y las manos se rozarían (como en efecto sucedió). El resto era protocolo: cortos pero efectivos trámites de las palabras que traerían el pasado a la mitad de la conversación, que nombrarían aquel motel que queda a pocas cuadras de la biblioteca, reviviendo de esa manera el deseo que nunca se agotó en los entresijos de mi alma. El deseo y la rabia porque, debo decirlo, incidió más el coraje que el apetito por aquel cuerpo que frecuenté años atrás.

Poco después se hicieron las llamadas respectivas a su esposo y a mi esposa. Ella se burlaba de mis manos sudorosas y del temblor de mi voz. No sabes mentir, afirmó al final de una carcajada llena del orgullo que supone ser experta en el arte de falsear los rectos caminos de la verdad. En efecto no sabía mentir… ni engañar. Era la primera vez que lo hacía. Ella, en cambio, se había acostado conmigo muchísimas veces sin que apareciera la menor señal de arrepentimiento por traicionar a su esposo. Vamos, dijo llevándome de la mano como se lleva un niño al primer día de escuela: con la seguridad que aprenderá que la vida es demasiado grande para poderse encerrar en definiciones y conceptos. Caminamos algunas cuadras hasta llegar a una zona infestada de moteles. Entramos, pagamos y seguimos a la dependiente dando pasos cuya resonancia se multiplicaba en las puertas de las que emergía aquel silencio gelatinoso que se desprende de manos acariciando brazos de hombres hundidos en los crespones del sueño. Abrió el cuarto, nos miró para indagar si había peticiones y se fue por el mismo pasillo que nos trajo.

¿Qué pasa? ¿No tienes ganas?, indagó con una mirada desilusionada. Mi pene, y perdón por usar esa denominación tan catedrática, estaba arrugado, frío y acostado contra mi pelvis. Parece que no quiere, dije para llenar con razones y excusas el enorme silencio que generaba la contemplación de ese pedazo de cuero, como lo llamó ella cuando notó que no quería funcionar. Déjalo, indiqué cuando ella empezó a lamerlo, acariciarlo y succionarlo para imprimirle la vida que traería los viejos tiempos. No quiere, insistí. Ella contemplaba el pene y la ventana por la que entraba la gritería de los niños del parque que estaba al otro lado de la calle. ¿Estoy muy fea?, inquirió con voz temblorosa. No eres tú, soy yo, respondí con la satisfacción de emplear las mismas palabras que ella usó para señalar que había terminado el pequeño romance que sostuvimos a lo largo de tres meses (y de quien supe después, cuando todo importaba un comino, que había terminado porque salía simultáneamente con mi jefe). Lo triste es que ahora ella y yo empezábamos a ser un lugar común: relaciones que terminan, infidelidades, puñeteras con el jefe, vidas truncadas por un desamor, celos y cientos de clichés. Terminamos cumpliendo el estereotipo a pesar que son tantas las variantes en las que pueden suceder las circunstancias. Duele tener la misma suerte de un actor de cualquier novela venezolana. Hasta el nombre me funciona: Diego Germán. Quizás si llevara un apellido pomposo me acercaría un poco más al Universal platónico que haría de ella La Mujer y de mi El Hombre, los dos en mayúsculas para señalar que encarnamos todas cualidades y todos los defectos existentes y por existir.

Ella, mientras me sumergía en honduras filosóficas, continuaba reavivando el miembro que como sabemos todos los hombres del mundo, sólo cumple los designios de su caprichosa e insondable voluntad. ¡Déjalo!, indiqué con fastidio. Ese man no piensa parase hoy, concluí. ¡Maricón!, respondió con el odio con el que las mujeres trasmiten sus propios temores. Porque el asunto no es que le preocupara que fuera impotente. Ese, visto a la luz de las circunstancias, es un problema que sólo me competía a mí y eventualmente a mi esposa. Tampoco podría pensarse que un polvo menos o un polvo más hicieran la diferencia en su abultado cronómetro y, menos aún, que los deseos no satisfechos le arruinaran la semana. Todas las mujeres, siendo sinceros, viven y sobreviven con unas apetito que nunca, bajo ninguna circunstancia, será satisfecho gracias a que cada orgasmo les permite atisbar uno más grande, quien, a su vez, les deja ver otro superior y así hasta el infinito… y más allá, porque las mujeres, en asuntos sexuales, conocen aquellos confines que ni el más imaginativo de los hombres podrá entrever en sus acaloradas noches de sexo. Lo cual me permitía concluir que su rencor apuntaba a suponer que su generoso y delicioso cuerpo ya no tiene el mismo efecto sobre El Hombre, en mayúsculas, porque las mujeres siempre piensan que cualquier hombre es el representante de todos y cada uno de los restantes hombres (¿pensarán, en esa misma línea, que un pene encarna todos los penes?).

Se levantó de la cama, fue hasta la silla en la que descansaba su cartera y sacó un revólver. Me apuntó a la frente. Empezaban a borrarse los límites de lo convencional, a dejar de ser una reproducción de cualquier novela venezolana para pasar a pertenecer al grupo de desafortunados hombres que aparecen en El Espacio bajo algún título sugestivo. En mi caso, pensaba mientras ella me miraba con el resentimiento que sentía por sí misma, el título debía dejar en claro que moría fusilado a causa de una disfunción eréctil (“le dieron chumbimba porque no le sirvió la chimba”, podría ser una posibilidad). Sé que suena increíble que piense esas estupideces al borde de la muerte, pero mi cabeza es así de voluntariosa y se va por caminos insólitos cuando está bajo presión. Intentó martillar el revólver pero sus deditos no tenían la fuerza para hacerlo. La mente se fue limpiando lentamente, como si fuera un tablero acrílico al que se le pasa un trapo humedecido con metanol. ¡Espera!, grité cuando sentí un calor que cosquilleaba por las vecindades de los testículos. Millones de mililitros corrían, venturosos, por los cuerpos cavernosos levantando el pene con la misma algarabía con la que los soldados estadounidenses izaron la bandera en la cima del monte Suribachi. La erección contradecía en su contundencia el sentido común, la biología y quizás la psiquiatría. Venga mamasita recordamos viejos tiempos, indiqué para disipar las tinieblas que habían crecido en los minutos preliminares y que pudieron costarme la vida…

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Carta al silencio de la noche (20)

mujer4(Fuente de la Imagen)

Hola

Te he pensado largamente… Te recuerdo con alguna frecuencia… Te pienso larga y frecuentemente… Quizás todas sean ciertas y todas, a su vez, mentira. Te recuerdo, es cierto, como también es cierto que te extraño de vez en cuando. Una que otra vez. Algunas veces sí, otras no. Algunas noches sí, como en el presente caso, otras noches no. Te pienso y te extraño cuando el amanecer se filtran en el rebaño de centellas que nacen al borde de las seis. Te pienso porque lanzo conjeturas cuando cruzas por mi mente con la misma contundencia con la que entra la luz a través de las grietas de las cortinas; te extraño porque siento deseos de tenerte cerca para hablar contigo. ¿Hablar de qué? No sé, hablar…

Ayer, sin ir tan lejos, te pensé porque te imaginé en la Biblioteca de la Universidad buscando aquel libro que te desvela y te extrañé porque quería indagar por la razón que hace que el libro sea tan urgente… ¿Lo conseguiste?… ¡Qué bien!… ¡Qué mal!… Extrañar es la curiosidad del alma…

(¡Loco!, dirás al calor de estas letras. ¡Raro!, te corregirás porque loco es Gustavo, aquel muchacho que busca pelea cuando está enredado en las telarañas de la borrachera. Loco, me dijiste cuando te pedí que me definieras en una palabra. Raro, te corregiste después que te quedaste contemplando a Gustavo mientras cruzaba la acera tambaleando… Loco, te vuelves a corregir en este momento, mientras lees el correo)

Va un abrazo de este loco que no tiene más oficio que recordarte y extrañarte

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Pajazo: bosquejo de una retractación

masturbacion1(Fuente de la Imagen)

La primera vez que me masturbe fue… fue… ¿cuándo fue? No recuerdo. Dicen los entendidos en la materia que la masturbación destruye la memoria, la aplasta con sus miríada de corrientazos que lo trepan a los últimos peldaños de la inconsciencia. Vuelven la memoria chicuca, como dice mi mamá cuando las cosas caen y se despedazan. Aunque en este caso no cae sino que sube a niveles extraordinarios. Pero igual se destroza, se fragmenta, se arruga y quiebra por todos lados hasta ser una masa deforme que no sirve para nada. O para casi nada. Sirve, al menos, para recordar los eventos que despiertan los bajos fondos, aquellos que su sola mención hace que la sangre corra en tropel a las regiones australes con algarabía cercana a la demencia.

No sé exactamente cuándo fue, pero sé, a pesar de las lagunas generadas por efectos de la masturbación, que sucedió durante el apagón del noventa y dos. Fíjense que la masturbación desmantela algunas evocaciones y preserva otras. Recuerdo que días antes, o quizás meses, no recuerdo, Juan Manuel Santos, entonces ministro de Comercio, hoy presidente de la república, a las doce de la noche del primero de mayo de ese año, con un par de teclazos, adelantó la hora oficial en el Laboratorio del Tiempo de Icontec…

Me masturbé, venía indicando antes de perderme en detalles históricos, una tarde del noventa y dos, al amparo de las sombras que crecían como una inundación. Lo hice con una destreza asombrosa si se tiene en cuenta que lo hacía por primera vez en mi vida. Esto acaso indique que nací con el instinto masturbatorio bastante desarrollado. Posiblemente todos los humanos nacemos con él. Por eso me causa curiosidad que la iglesia la enjuicie ya que, al hacerlo, condena a quien creó dicha destreza. Es decir, la reprobación de la masturbación es, a la larga, la censura del mismísimo Dios…

Exponía antes de extraviarme en especulaciones teológicas, que fue una tarde del noventa y dos (la masturbación también causa que el cerebro sea reiterativo y se pierda en los atajos que le salen al paso). Dije, asimismo, que lo hice con una maestría instintiva. También fue instintivo el temor de ser descubierto haciendo aquello que no sabía cómo se llamaba. Meses después supe que mis compañeros le llamaban paja o pajazo, por una razón que aún desconozco. Lo cierto es que prefiero ese nombre que cualquier tecnicismo gestado en las mentes de los hombres y mujeres que no se masturban por estar ocupados investigando la manera y forma en la que se pajean sus semejantes. También prefiero ser llamado pajuelo en lugar de ser denominado onanista. De hecho, ya que hablamos del señor Onán, hijo de Judá, no fue ningún pajuelo. Su pecado, si acaso se puede denominar así, era practicar el coitus interruptus con su cuñada Tamar, viuda de su hermano Er. Eso, aunque no lo crean, fue suficiente para que Jehová le quitara la vida. Lo pueden encontrar, en caso que les cause curiosidad o que no me crean, en génesis 38: 7-10.

Esa fue la primera vez. Luego lo repetí a lo largo del apagón que finalizó el siete de febrero del noventa y tres. Concluyó no tanto porque El Niño cesara en su empeño de calentar hasta las nieves perpetuas, sino por los buenos oficios que Juan Camilo Restrepo, ministro de Minas y Energía, hiciera con el sindicato de Corelca. Juan Camilo fue ministro en ese tiempo y lo es ahora: antes de Minas, ahora de Agricultura. No es extraño, entonces, que los colombianos tengamos la sensación que nada ha cambiado en el país en los últimos veinte años. Nada excepto mis pajazos: ahora no los hago con tanta frecuencia porque tengo esposa y dejé de ser aquel niño que no tenía nada que hacer. En realidad ahora tampoco tengo oficio, pero hay electricidad, internet y redes sociales. Es justo aclarar que este cambio no es del todo ventajoso: mi esposa no acude con la rapidez de la mano porque trabaja y ni el internet ni las redes sociales funcionarían si hubiera apagón. De hecho, si retornáramos a él (que no es una idea descabellada gracias a que regresó El Niño a Colombia), volverían los viejos tiempos, y quizás con ellos retornaría a las viejas mañas. No las mañas del país, que nunca se han abandonado, sino las que tuve cuando era un niño de doce año que negaba la paja…

Ese es, para ser sincero, la razón que me condujo a escribir este texto: confesar que era un pajuelo y que, a pesar de serlo, lo negaba por vergüenza y temor. Vergüenza con mis compinches que decían que no se echaban sus pajazos y temor de ser rechazado por «pelar cable». Muchos de mis compañeros fueron, de hecho, marginados bajo el ignominioso rótulo de pajuelos (el cual tuvo la capacidad de ubicarlos en el último piso de la escala social). Debí, como indiqué antes, liberarme de yugo y decir abiertamente que me pajeaba todas las tardes al amparo de las sombras contra las que luchaba Juan Camilo y Gaviria Trujillo, y no tener que pasar la vergüenza de confesarlo a los treinta y tres años de edad, como si fuera un adolescente calenturiento que acaba de ser descubierto en el baño…

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No reside destinatario

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A la memoria de Nabyl Cortes

Veintitrés años. Veintitrés años y una semana. Esa era la edad que usted tenía cuando murió. Ahora que soy uno de esos viejos de los que renegábamos, y a quienes nunca les dimos la oportunidad de explicarse, estoy tentado a decir que usted era un niñito, en diminutivo, como si quisiera acentuar la invalidez de su edad. Veintitrés añitos. Casi nada. Ni siquiera había empezado a construir su identidad, como no lo habíamos hecho ninguno de nosotros (los de siempre, los del colegio, los de toda la vida). Aún éramos lo que nuestros padres habían hecho de nosotros. O querían hacer de nosotros. Después nos fuimos apartando de sus directrices hasta ser lo que somos. ¿Qué somos?, se preguntará usted. La verdad, no sé. Le podría decir, en contraprestación, qué hacemos. A mí, por ejemplo, me da algunas veces por decir que soy profesor. Otras tantas me da por decir que escribo.

¿A qué se dedicaría usted en este momento? Quizás habría seguido con la idea de ser bombero y seguro que habría desistido a mitad de camino. Por ahí contaba Walther a propósito del proyecto, que usted le mostró una foto en la que está sobre uno de aquellos carros de bomberos enormes, rojos, llantas veloces, manubrio postizo, que servían para que uno se desmierdara en la primera callejuela inclinada que apareciera. Si ve que siempre quise ser bombero, dice Walther que dijo usted al tiempo que le mostraba la foto. Poco después de habérselo dicho y de que sobreviniera su muerte (que estuvieron bastante cerca), tuvimos la oportunidad de ver la fotografía gracias a que su abuela la había hallado entre los libros de la habitación que aún le decían, empujadas por la inercia de la costumbre, “el cuarto de Nabyl”. Todos miramos la fotografía con el vértigo de quien contempla la profundidad del abismo y sentimos deseos de llorar largamente, como si se hubiera muerto nuevamente.

O tal vez habría cuajado la idea de ser chef. Marica, deberíamos meternos a un curso de chef en el Sena, me dijo usted al margen de la Calle Cuarenta y Cinco una tarde de lloviznas y presagios. ¡De una!, respondí contagiado por su energía. Tres semanas después averigüe qué debíamos hacer para entrar. Usted nunca lo supo. ¡Cómo iba a saberlo si la muerte no le dio tiempo de enterarse de esas pequeñeces! Se lo iba a decir la noche que le conté al Negro que estaba saliendo con Astrid. Usted, poco después de mi confesión, me miró como si hubiera perdido el juicio. No tuve tiempo de demostrarle que tenía razones poderosas para hacerlo: tenía la certeza que usted y Walther detendrían al Negro mientras yo salía corriendo. Ustedes, contrario a mis expectativas, empezaron a caminar para atrás. Un paso, dos pasos, tres pasos. Clac, clac, clac. El segundero transitando mansamente. El Negro levantándose y mirándome con los ojos inyectados en sangre. Otro paso para atrás y los brazos levantados para evitar que les salpicara sangre a la cara. Mi vida completa desfilando frente a mis ojos a la velocidad de las tragedias. Clac, clac, clac. El segundero continuaba en su tránsito circular. No hay problema, dijo El Negro poco antes que la vida retornara a mi cuerpo.

Después vino el largo y minucioso ejercicio de organizar aquella fiesta en una casa semi-destruida de Chapinero. Venían las ideas, venían las cervezas. Emergían nuevas ideas, emergían nuevas cervezas. Irrumpían otras ideas, irrumpían otras cervezas. Hasta que nos echaron de la tienda y tuvimos que irnos a la casa de Walther. Allí seguimos bebiendo, pero las ideas para la fiesta se habían agotado. Tampoco quedaba rastro de mi intención de ponerle al día sobre las averiguaciones del Sena. Sólo quedábamos nosotros y el recuerdo de la época del colegio. Dele y dele al aguardiente hasta que brotó el amanecer, nítido, agresivo, sobre las terrazas de las casas. En ese momento usted afirmó, con su infatigable optimismo, que dormiría media hora y luego se iría a trabajar. A pesar de su buena voluntad, abrió los ojos a las once de la mañana, justo después que le llegara la certeza que tendría problemas con su tío. Al rato nos fuimos caminando por las calles que naufragaban entre las guedejas del sol del medio día, el dolor de cabeza y las nauseas. Hable y camine, camine y hable, hasta que apareció la buseta por alguna grieta de la mítica Calle Sesenta y Ocho. Emprendió, entonces, su patentado pique de choro al tiempo que me gritaba, nos vemos luego…

Pero no nos vimos luego porque usted se fue de cabeza en el lago. En uso de sus facultades o en ausencia de ellas. No importa. Lo relevante es que se fue de la misma manera que huye la sangre de quien se asusta. O como se acallan el murmullo después de un disparo: de tajo, sin aspavientos, de repente, de un solo golpe.

Siempre he querido pensar que aquella noche del trece de diciembre del dos mil dos, justo diez años antes de estas palabras, usted saltó la reja, evadió la seguridad y posteriormente se dio a la tarea de deambular por el parque. Primero caminando entre las sombras de los árboles, tropezando en los altibajos, cayendo en las inclinaciones que aparecían intempestivamente. Después llevado por la inercia del paseo, por el empuje de los pensamientos. Al final el lago: una mancha más oscura que la oscuridad de la noche. No sé si se fue al borde y se hundió lenta pero irreversiblemente hasta quedar aferrado al fango de la muerte. No sé si pegó el glorioso pique de choro y se lanzó. Plash. Un leve chapoteo de agua y luego el blub de su cuerpo abriéndose camino para la eternidad. Así, en medio de la noche, sin testigos, sin un alma que diera fe de lo que hizo, de lo que dejó de hacer o de lo que le hicieron, si es que le hicieron algo. Sólo dejó conjeturas en las últimas horas de su existencia. Conjeturas y un dolor amargo, difícil de digerir, agrio como el óxido del tiempo, una aflicción que vive atravesándose en las arterias de la memoria.

Solo en su soledad se fue para la perpetuidad en la que nos aguarda con su mirada ladeada, con su tumbao de malevo, con sus veintitrés años y una semana.

¡Qué pronto te fuiste Nabylón!

Cómo me gustaría que aún subsistiéramos en medio de la borrasca etílica para ver cómo van cayendo los compañeros, uno detrás de otro, en los pantanos de la borrachera. Puf, puf, puf. Para después quedarnos aferrados al trago y a la charla sobre las mujeres que nos miran desde la altura de su indiferencia. Nabylón, ¿alguna novedad? Ninguna. ¿Rumbeos? Cero. ¿Y usted? A ceros, como siempre. Y como siempre levantaría el codo para espantar la frustración. Pero queda el trago, diría antes de entregarle la botella. Pero queda el trago, repetiría usted con los ojos vidriosos de la borrachera. Después contemplaríamos las esperanzas que se iran tiñendo con la misma serenidad con la que la alborada envuelve las tinieblas…

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Puente

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Puentecito dormido
y entre el murmullo de la querencia,
abrazado a recuerdos,
barrancos y escalinatas. 

Canta Chabuca Granda

¿Cuántos años han pasado bajo el puente de mi corazón? ¿Quince? ¿Dieciséis? El tiempo ha corrido bajo su arco llevándose miradas y besos, destiñendo el paisaje que acompaña la nostalgia, cargando recuerdos amoratados en su viaje hacia el olvido, terrones de vida que se transforman en barro que flota por unos metros y luego se hunde en el fondo de este riachuelo de mil millonésimas de segundo apiñándose en su carrera hacia la eternidad.

Fuiste una mujer prohibida… aún eres una mujer prohibida a pesar de los años y de los olvidos que no han podido borrar la norma que condena que tú y yo estemos como estuvimos aquella noche que se pierde en los remolinos del tiempo

[noche que continúa huyendo de quienes fuimos, de quienes somos ahora (ceniza y polvo de nuestra juventud), de la piel que espera tercamente y de estas palabras que desean perpetuarla entre las salientes de las consonantes y la curvatura las vocales]

Todo muere aguas abajo, pudriéndose en la lucha contra la corriente, recuerdos hinchados de masticar flores de silencio, de revolcarse en el fango de la indiferencia. Todo muere, menos tu imagen que se aferra, testaruda y hermosa, a la imprecisa orilla de la memoria en la que sigues siendo aquella adolescente que perturba todas las aristas de mi cuerpo…

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Mamá…

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Hace diez años regresé de una adolescencia que naufragó en los precipicios del alcohol. Al llegar estaba mi mamá arqueada sobre la máquina de coser, los mismos problemas, la misma mirada concentrada en las costuras, el mismo ensimismamiento con el que repasaba su vida. Imágenes amarillas rodaban por los laberintos de su memoria: los años en los que trabajó interna en una joyería en La Candelaria, los meses en los que fungía como administradora de una zapatería, el matrimonio en el que se encerró para el resto de sus días.

Después de mi retorno compartimos la melancolía de las lluvias de noviembre, la falta de dinero, las dificultades que agobiaban (y aún agobian) a tíos y hermanos,la alegría de los nietos de su hermana que fueron haciéndose hombres o mujeres mientras ella continuaba arqueada sobre la máquina de la que salían pantalones reformados, perros de hocico alargado a quienes contemplaba y hablaba como si fueran reales y aquel salvoconducto económico que me autorizaba a cohabitar temporalmente con Cortázar o García Márquez.

Algunas veces se unía mi papá que perdía trabajos y esperanzas, mi hermana cuando coincidían las vacaciones universitarias con las laborales o, en casos excepcionales, mi abuelo que se iba lentamente, con la misma velocidad de los pasos que se arrastraban entre los bastones que diseñó para acortar la distancia que lo separaba de la muerte. Todos, decía, coincidíamos, en el apartamento que zozobraba entre la algarabía de la olla express, entre el canto de canarios y el bramido del viento que entraba por las ventanas sacudiendo las ramas del Billete o de la Espalda de Cristo, a las que mi mamá les hablaba cuando estaba de buen humor.

Todos, sin embargo, fueron bajando del tren: mi papá consiguió trabajos ocasionales que le dieron la posibilidad de paladear las chocheras de la vejez, mi hermana ascendió por los ramales del éxito y mi abuelo llegó, a pesar que cada paso era más corto que el anterior, a la puerta por la que todos saldremos de este mundo infame.

Corrió y corrió el tiempo hasta arribar a este presente en el que continúo aferrado a las novelas y a los versos, a la carrera que aún no termina, a la escritura y a las clases de matemáticas con las que gano el dinero con el que prolongo el periodo de estar al lado de mi mamá y de las manos que a pesar que se han llenado de pecas y silencios, siguen trabando y destrabando el motor que arrastra las agujas y las horas que se intrincan en el letargo de la tarde.

Algunas veces me desligo de los versos de Bonifaz Nuño, o de la novela de turno, me acerco a ella para halarle las orejas en busca de un bufido o, cuando hay suerte, de robarle una carcajada que la lleva en volandas a la juventud en la que apedreaba el Teatro La Candelaria, porque, a estas alturas de la vida, esa es la única manera en la que puedo aliviarle el peso de los años…

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Albergue

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                                                                       Dedicado a Marjorie Carbonó

Algunas inquilinas de mi vida han partido cautelosas de no despertar al dueño de casa para irse sin pagar la cuenta. Otras han salido dando portazos por el vaivén del ático, por la propensión a la melancolía o por un par de cucarachas que les han salido en el caldo de euforias. Otras tantas se han ido avergonzadas por dejar el alma atiborrada de huellas, las ventanas y puertas clausuradas, el futuro equilibrándose en tres patas. Otro grupo contempla desde afuera la luz que ilumina los corredores, la cocina en la que resuenan algarabía de trastos y quisieran compartir mesa y cobija, noches y anécdotas, pero al final deciden irse para una posada menos incierta. Otra, la permanente, la que siempre está, la que paga el alquiler borrando las huellas de arrendatarias anteriores, reparando las goteras que oxidan los engranajes del tiempo, abriendo ventanas para que vuelva a soplar la esperanza en el alma, es quien lentamente, sin que el dueño lo advierta, empieza a cobrar deudas pendientes, cerrar vacantes, espantar posibles inquilinas que observan desde la vereda, hasta que ha hecho de este albergue un lugar donde sólo duermen ella y el propietario, un hogar donde encuentran cobijo sus sueños y en el que sólo es necesario que ella encienda su sonrisa para apaciguar la tormenta que baja de la montaña…

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Bernardo Hoyos

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A Bernardo lo conocí sin saber quién era: en los lejanos días de ejército (mil novecientos noventa y siete) me veía obligado a hacer guardia en la esquina de la Calle Ochenta y dos con Carrera Séptima. Todas las alboradas, en el momento en el que las tinieblas empiezan juguetear con las hebras de luz que se filtran por las grietas de la noche, emergía de la Calle Ochenta y uno, doblaba la esquina y venía caminando por la carrera con pasos que medían, en su lentitud, los abismo de la ceguera; giraba frente a mí y bajaba hasta perderse en los crespones en los que navegaba el amanecer bogotano.

Después lo volví a ver en decenas de programas que rodaban por la parrilla de Señal Colombia y a escucharlo en la transmisión que emitían al filo de la media noche en la emisora de la Universidad Jorge Tadeo Lozano. En estos exhibía una memoria sobrehumana y un amor por la cultura en sus más diversas y luminosas formas. Tuve, además, la suerte de repetir un par de veces la experiencia de verlo de cuerpo presente. La primera vez sentí el impulso de hablarle pero me venció la timidez y en la segunda tuve la ventura de manifestarle la admiración que merecía su trabajo como divulgador cultural y relatarle las historias de quienes se decidieron por las letras o la música impulsados por sus apasionados comentarios.

Hoy, más de quince años después de verlo deambular por las fracturadas aceras de la Carrera Séptima, me enteré que el paseo crepuscular de esta madrugada lo dio en las praderas del cielo acompañado de su amado Duke Ellington (a quien, sea dicho de paso, continua sorprendiendo con su inusual colección de circunstancias perdidas en las arrugas del olvido).

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Despedida (3)

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“La cobardía es asunto
de los hombres, no de los amantes.
Los amores cobardes no llegan a amores,
ni a historias, se quedan allí.
Ni el recuerdo los puede salvar,
ni el mejor orador conjugar”.
Canta Silvio Rodríguez

Hola, dijo con sonrisa nerviosa. Conservaba aquel cabello que se iba con la primera brisa juguetona. Este es mi esposo, remató. A su lado sonreía un hombre de cuarenta y tantos años, alto y simple como la mayoría de los norteamericanos. Hi, dije sin controlar las fluctuaciones de una voz que se perdía en los ribetes del tiempo. Me lanzó, al final del apretón de manos, una sonrisa protocolaria, emitió un par de susurros en su oído y se hundió en el tumulto de hombres inexpresivos.

Conocí a Deisy a miles de kilómetros de la Universidad de Fitchburg, lugar al que, sea dicho de paso, ella vino para acompañar a su marido a una de aquellas convenciones que congregan hombres de discursos letárgicos y carcajadas artificiales que imparten los parámetros y normas que se deben observar en la enfermería superior. Nuestro universo se gestó, decía, en los tiempos en los que fui profesor de Pre Icfes: ella fue mi alumna, hecho que inauguró una amistad protocolaria que se encauzó, poco después que ella cumpliera la mayoría de edad, por las cunetas del erotismo.

(Debo decir, en honor de la verdad, que la última frase es exagerada puesto que nunca llegamos más allá de correos acalorados en los que confesábamos nuestros más oscuras fantasías, ubicando al otro (o a la otra) como protagonista).

Poco después cambié el oficio de profesor por el de Community Manager, el cual abandoné, a su vez, por las veleidades del periodismo. Luego renuncié a encasillarme en una profesión y me dediqué a errar por el mundo ganándome la vida escribiendo notas para revistas digitales, enseñando cálculo en pequeños colegios, editando novelas que nunca llegaron a publicarse o cualquier oferta que se atravesara en el camino.

Ahora sí te acepto la propuesta, dijo al margen de una sonrisa sensual. La observé con un silencio inquisitivo. Abrió sus hermosos ojos verdes para que hallara en ellos las esquirlas que le daban sentido a la frase. ¿De qué hablas? Quise dejar todo en el perímetro de lo explícito. Quiero que hagamos el amor, dijo con naturalidad. De las ciénagas del olvido regresó la tarde en la que acordamos vernos en un centro comercial y luego acatar lo que el azar o el cuerpo decidiera hacer con nosotros. Ahora sí quiero hacerlo porque estamos en igualdad de condiciones, recalcó. En realidad no lo estábamos puesto que me había separado años atrás. Estoy soltero, aclaré. Mejor aún, concluyó con una mirada que pretendía meterse por las rendijas de mi cuerpo. Aquella tarde del dos mil doce no llegó a la cita. ¿Perdiste el temor a los quince años de ventaja?, inquirí. A estas alturas de la vida no importa que yo tenga treinta y siete y tú cincuenta y dos; importan las ganas. Los deseos existían hace veinte años, atajé su evasiva; ¿qué ha cambiado? Era una niña, afirmó con los ojos bajos. En realidad no era una niña en el rigor de la palabra: abandonaba, cuando nos conocimos, la adolescencia con algunas escaramuzas sexuales en su haber. Aunque, en realidad, ese no es el punto, pensaba mientras daba vueltas al hielo que se derretía en un charco de Whisky tibio. ¿Por qué no llegaste?, indagué para abrir viejas heridas. Me sentí mal: tu esposa no tenía la culpa que nos gustáramos… nadie tenía la culpa que nos gustáramos… podíamos desistir del proyecto de irrespetarla, aclaró con frases vacilantes. Por supuesto, pensé con una sonrisa vaga en los labios; el sentimiento de culpa en las mujeres: sienten que cargan con todos los pecados del mundo y que ellos, los pecados, sus pecados, son los causantes de las enfermedades y desgracias de sus familiares, de la traición de sus maridos, de la inclinación del eje del planeta. ¿Dónde y cuándo?, pregunté con los ojos clavados en los cubos de hielo. Wallace Plaza, el martes a las tres de la tarde. ¿Otro centro comercial?, interpelé con ironía. Te juro que esta vez sí llego. Eso espero, concluí antes que arribara su esposo con intención de presentarnos dos señoras entradas en años.

El martes a las tres de la tarde tomé un vuelo para Bogotá. Mientras el avión desafiaba la gravedad, imaginé a Deisy sentada en una banca del centro comercial con la cabeza puesta en el encuentro sexual. No quise cargar con la responsabilidad de amargarle la existencia con reproches y condenas que le socavarían el equilibrio mental. Su seguridad y valentía eran la mampara detrás de quien escondía los temores y prejuicios de la niña de diecisiete años que se sonrojaba a la menor provocación. Es más, la osadía con la que me abordó sólo puede atribuirse a la inexperiencia: una mujer que ha sido infiel sabe que el terreno del adulterio se allana lentamente, con paciencia, para no fracasar a causa de un malentendido o por cuenta de un olvido que delate la traición. Quizás creyó, una vez estuvo al tanto de mi arribo a Fitchburg, que bastaría acorralarme en la reunión a la que me llevo Anne (amiga común) y defender todas las variantes de la conversación para librarse de posibles incidentes. Tal vez, pienso ahora, pensé entonces, el vigor con el que le insistí años atrás le dio la confianza que necesitaba para lanzarse ciega y tontamente a una propuesta a la que pude negarme y que pudo ser ocasión de un escándalo que llamaría la atención de los concurrentes.

Lo único rescatable de esta situación, reflexionaba al tiempo que la aeronave se afianzaba en velocidad de crucero, es saber que continuaba abierta la puerta que entorné veinte años atrás. Creo que los amores que se confiesan, pero a quienes las circunstancias no les permiten consumarse, sobreviven gracias a la certeza de que se pudo hacer con ellos todo lo que estaba al alcance del deseo y de la voluntad (que no es poca cosa en asuntos del amor). Tienen, además, una ventaja sobre sus homólogos: son más fuertes gracias a que se alimentan de los recuerdos y las esperanzas pero no tienen la oportunidad de perderse por los senderos por los que se extravían todos los amores del mundo.

Inicié, cuando el avión sobrevolaba el Atlántico, el duelo por un amor que se restringió a una docena de correos, tres charlas al margen de un café y que al final se precipitó por los socavones del tiempo. Levanté, en consecuencia, el vaso de Whisky, apunté hacia norte y me despedí de aquella aventura que tuvo la facultad de cambiar el rumbo de mi existencia pero quien sólo se limitó a ser una entelequias más en este universo de equívocos y mentiras.

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