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(Capítulo Anterior)

Tus labios reconstruyen la humedad del cuerpo de Juana al tiempo que tu corazón se reseca como el atardecer que irrumpe por la ventana del local. Quieres borrar los dedos que han quedado atornillados en los ribetes de la memoria. ¿Cómo puede dolerme el alma si no es material?, interrogas al cigarrillo que duerme sobre la mesa. Porque, en efecto, te duele el alma. Empinas la botella hasta que la efervescencia del aguardiente te incinera el cuello. Nihil humani a me alienum puto; Terencio, sentencias fanfarronamente mientras dejas la botella sobre la mesa. Contemplas el establecimiento en busca de alguien; sólo encuentras un aparador forrado de almanaques de mujeres semidesnudas. Lamentas que nadie haya escuchado porque te hubiese gustado vanagloriarte de tus inexistentes conocimientos de latín. Nada que sea humano juzgo ajeno a mí, repites la frase de Terencio. ¿Cómo negar la condición humana cuando el dolor magulla la respiración? Deseas tenerla, como la tuviste horas antes, a tu lado; sentarla en tus piernas y susurrarle versos de Carranza al oído. Enciendes el ajado pielroja al que le has hablado toda la tarde. La adiestrada mano de Juana emerge de las tinieblas para subirse a tu nuca. Su contacto produce un tenue escalofrío que desciende por la espina dorsal hasta la mitad de la espalda. Inhalas con fuerza para amedrentar el espasmo. Imagino que así se siente perder una parte del cuerpo, piensas mientras expulsas el humo con fuerza. Tu cuerpo percibe – o quizás concibe- a Juana como parte de sí. O, mejor, tu cuerpo entiende que sólo es un apéndice de su delgada cintura, de los ojos que serpentean en la oscuridad en busca de la melancolía, de sus piernas perfectas, de la cavidad hecha a la medida de tu cabeza y de aquel rinconcito húmedo donde entierras tu fracaso. En este momento eres, quiérelo o no, una pierna sin el cuerpo que le infunde movimiento, un dedo huérfano de mano, un ojo sin brillo o una caricia abandonada en alguna cicatriz. Soy un muñón de enamorado, susurras al ocaso que debilita las iridiscencias que irrumpen por el vano de la puerta. El amor, como puedes constatar, transforma a un hombre en un trozo sintiente de carne que hunde sus verrugas en el alcohol. Te golpea un estallido de indignación en la frente; te paras violentamente y empiezas a caminar sin control en el pequeño espacio que separa la silla del mingitorio. Te sientas, poco después, haciendo vibrar la botella que está sobre la mesa. Tomas de un sorbo el remanente de aguardiente. Escuchas nítidamente su risotada de cristal. Una sonrisa abate la incertidumbre en la que se había hundido tu mirada. Contemplas a Juana riéndose atronadoramente en la cafetería de la plaza San Francisco. Aquel día la viste caminar en la colmena de estudiantes que salen a almorzar. Aceleraste el paso hasta que la tuviste al alcance de tu voz. Juana, dijiste con firmeza. Volteo a ver sin dejar de caminar. Hola, dijo con cansancio. ¿Me recuerdas?, le preguntaste mientras intentabas seguirle el ritmo de maratonista. Sí, respondió secamente. ¿A dónde vas con tanto afán?, indagaste entre jadeos. Una mirada lastimera atravesó tus ojos. A donde tú quieras, dijo sin convicción. Minutos después estaban sentados en la cafetería intercambiando versos de Jattin y de Sabines

Te quiero porque tienes
las partes de la mujer en el lugar preciso
y estás completa.
No te falta ni un pétalo,
ni un olor, ni una sombra.

Recitas de memoriaa Sabines. Después visitaste a Manuel con la esperanza de encontrarla clavando sus miradas en los pliegues del silencio, enmarañando los atardeceres, o leyendo a Borges en la escalera. Luego, cuando no pudiste disimular la atracción frente a Manuel, seguiste sus pasos en la universidad para encontrarla en los pastizales o esperarla a la hora del almuerzo en los restaurantes que frecuentaba. Eres, sin duda alguna, el porcentaje de paraíso que me corresponde, susurras. Atrás del mostrador escuchas las pisadas del tendero. ¿Me dijo algo?, indaga una voz enredada en las telarañas del sueño. Sí señor; respondes pausadamente; deme otro cuarto de aguardiente. Oyes los pies arrastrándose. La respiración se te pone arenosa. Sabes que el alcohol en cualquier momento te traicionará y empezarás a llorar por su ausencia. Acá tiene señor, dice el tendero al tiempo que coloca una botella de Costeñita sobre la mesa. Podría, por favor, poner música, dices con la voz fracturada. El rastrillar de los pies del vendedor nubla las evocaciones. El alma empieza a desplomarse como una cresta de polvo. Desde la esquina opuesta a tu mesa emerge un silbido acompañado de la voz mineral de Héctor Lavoe. El piano preludia la canción que has cantado hasta el agotamiento en las etílicas noches con Giovanny. Empinas la botella y apuras los 175 centímetros cúbicos de un sorbo. Un pequeño ardor te escalda la garganta.

Si alguien le pregunta cuál fue mi destino
no le diga a nadie que tomé el camino
de los que no quieren que los vean llorando
por causa de un amor…

La canción te desmenuza las entrañas. La fuerza abandona tu cuerpo. Crees que te desmayarás de un momento a otro. Aspiras con fuerza el remanente de cigarrillo que muere en tus dedos. Una nausea oleaginosa te impulsa a levantarte brutalmente. La butaca y la botella caen simultáneamente al piso. Te lanzas a la calle para arrojar por la boca el nudo que nace en el margen del estómago. En la puerta de la tenducha decides correr. De dos zancadas cruzas la calle; una vez allí emprendes la huída. A tu espalda el anciano pronuncia una ristra de improperios que se enzarzan con los rugidos de los buses. Huyes como si tu vida dependiera de ello. A los quince minutos sientes una opresión en el pecho; disminuyes la velocidad hasta detenerte frente a un poste; te inclinas y empiezas a vomitar sin control. Sientes, segundos después, un garrotazo en la nuca. Te desplomas como un muñeco de trapo. Adviertes las manos de los indigentes registrando los bolsillos del pantalón. Empiezas a lanzar patadas a la bartola. El resplandor del puñal que enarbola uno de los gamines te disuade de continuar descargando puntapiés sobre ellos. Este hijueputa no tiene nada, anuncia el pordiosero que enarbola el cuchillo; oyes inmediatamente el garrote castigar el viento y el sonido hueco cuando este se estrella contra tu frente; sobreviene al golpe una nube de patadas que castiga tu espalda y el estómago. La oscuridad, en ese instante, se espesa hasta transformarse en un muro compacto…

Escuchas una voz cavernosa. Cierras los ojos para evitar el dolor de tenerlos abiertos. ¿Cuál es su nombre?, vuelve a inquirir el hombre. A pesar que percibes el rumor de las personas no abres los ojos ni te decides a contestar. Sientes que te izan y que entras a un lugar cálido. Escuchas un sonido parecido al de la puerta de una nevera cerrándose y la voz cavernosa desvaneciéndose en el desorden de bramidos y voces. Te hundes en la greda del sopor. El aguijón de la jeringa revuelve las cenagosas aguas del letargo. Abres los ojos. ¿Cuál es su nombre?, indaga con dulzura una mujer de bata blanca. Pedro, dices tenuemente. Pedro; ¿Cómo te sientes?, inquiere de nuevo. No respondes. ¿Quieres que llame a alguien?, continúa la enfermera. Sí; consigues decir con esfuerzo; llame al 2627700; pregunte por Manuel o por Juana. ¿Qué parentesco hay entre Manuel y tú?, pregunta la mujer. Él es mi hermano y Juana es… su esposa.

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(Capítulo Anterior)

Cuando sus ojos abandonan el universo abstracto de la evocación, para transformarse en realidad palpable, los cardos punzan las esquinas del alma que no han olvidado el roce de sus entrenadas manos; Fernando, entretanto, diserta sobre las asimetrías del despecho. Aspiro con fuerza el cigarrillo para atenuar el dolor que produce el recuerdo de su mirada.
– ¿Por qué volvió a buscarla?, pregunta Fernando entre la nube de humo.
– ¿Cómo?, pregunto para dilatar el tiempo de la respuesta.
– ¿Por qué demonios volvió a buscar a Juana?, repite acentuando con las manos cada palabra.
– Porque con ella fui feliz, digo después de una pausa.
– ¿Feliz? Eso no se lo creo: nadie puede ser feliz siendo un segundón.
– No fui, en primer lugar, ningún segundón. Recuerde que abandonó al marido para irse a vivir conmigo.
– Para vivir seis meses con usted y luego desaparecer. Eso, más que una proeza, es una vergüenza. Interrumpe. Sea sincero con usted mismo y admita que en ese tiempo fue todo menos feliz.
– Fui feliz, por eso la volví a buscar… reclamo, para ser franco, el amor que encontré con ella. Empino la botella para apurar el último trago de cerveza. Llega, entretanto, la imagen de una banca verde y el frío de una noche de septiembre; retorna, asimismo, sus nalgas apoyadas sobre mis piernas y la humedad de su lengua anegando mi boca. Puede que haya traído, continúo, problemas y un dolor insufrible, pero los días que vivimos juntos fueron lo suficientemente agradables para buscarla otra vez.
– ¿Quién le asegura que de nuevo traerá aquel bienestar que tanto añora?
– Nadie. Sólo permanece la certeza que Juana trajo el esquivo amor al cerco de soledad que me encerraba progresivamente.
– ¡Valiente certeza! Creo que tanta estupidez sólo puede explicarse por el empeño de la carne de prolongar el goce.
– Creo que se equivoca mi alcohólico amigo. La carne sobra en asuntos del amor: sólo quiero reiniciar la relación inconclusa, digo con la voz apagada.
– Si fuera amor lo que arde en su pecho, como afirma, se conformaría con saber que ella encontró tranquilidad lejos de su dañina presencia. Créame, usted lo que tiene es un simple y vulgar encoñamiento: sólo quiere gozar con su cuerpo hasta hartase, para luego abandonarla, como ella hizo con usted. En ese momento levanta la mano para pedir dos cervezas. En el ser humano sólo cabe la corte de afectos siniestros; usted quiere volver a sentir el goce que encontró esos días y desea, además, castigar la afrenta perpetrada. Acá no hay, mi caro amigo, amor ni sentimientos nobles.

Un silencio espeso cae sobre la conversación. En la entrada del local una muchacha mira insistentemente hacia la mesa donde estamos sentados. Tiene una blusa negra que deja ver una franja delgada de su cintura. El cabello cae sobre sus hombros con contundencia. Cuando encuentra mi mirada desvía los ojos hacia la calle. ¿A quién esperará esta niña?, me pregunto al tiempo que arriban las cervezas. Fernando se hunde en el flujo de destellos etílicos. Miro de nuevo a la solitaria muchacha. Sirvo la cerveza en el vaso plástico, me levanto con resolución y camino hacia ella. ¿Quieres bailar?, pregunto con calculada indiferencia. Ella asiente con un delicado ademán de la cabeza y prolonga su delgado brazo en pos de mi mano izquierda; dejo el vaso de cerveza sobre la mesa a la vez que ella me lleva suavemente al espacio libre. El breve lapso de silencio acelera mi corazón por vía de la ansiedad. Suenan, poco después, en sordina, las dos trompetas que preludian el idilio musical; el repique, cinco segundos después, da paso, con devoto silencio, al aristocrático piano, quien, en pleno uso de sus prebendas, colma la elipsis rítmica con sinuoso movimiento; la insurgencia se ve reprimida, al poco tiempo, por la imperial voz de Daniel Santos que revela a la receptora, la dádiva, la razón y la obligación:

Dos gardenias para ti,
con ellas quiero decir:
te quiero, te adoro,
mi vida;
ponle toda tu atención
que serán tu corazón y el mío

La mesa nos espera con la misma paciencia con la que lo hacen las cervezas. Nos sentamos frente a frente. La tanteo con los ojos; ella hace lo propio. ¿A quién esperas?, pregunto a quemarropa. No espero a nadie, contesta sin perturbarse; sólo vengo a escuchar boleros. ¿Te gustan los boleros?, inquiero con asombro. Me gustan las letras de las canciones, contesta; dicen cosas que no expresan otros géneros. En ese orden de ideas, le interpelo, ¿consideras que el hecho de que una rubiácea perezca en el curso de una relación amorosa indica que la receptora de la ofrenda ha cometido adulterio? ¿No cabe, acaso, la posibilidad que la gardenia haya contraído un parásito que medre en su cáliz tubular o en sus flores?, interrogo con sorna. Desengancha una carcajada estrepitosa. Eres un tonto; ¿siempre dices tantas estupideces?, dice con mirada dulce. No, respondo con tono de niño recriminado; sólo las digo cuando quiero impresionar a alguien. ¿Crees qué impresionas a alguien con tantas bobadas?, apunta con mirada sugerente. Un tenue rubor tiñe los lóbulos de mis orejas. Irrumpen, en ese instante, dos cornetas anunciando Amor sin Esperanza, en la inmortal versión de Celio González. ¿No te aburre estar sola en una mesa mirando hacia la calle?, pregunto con manifiesta coquetería. No, confiesa al tiempo que sus dedos índice y pulgar hurtan el cigarrillo que tengo cautivo en mi boca y que pienso encender. Lo pone entre sus delgados labios; toma la caja de fósforos que reposa sobre la mesa; extrae un fósforo de cabeza bermeja y lo rastrilla con fuerza contra la caja hasta que restalla; lo acerca a la punta del cigarrillo al tiempo que inhala con fuerza. Usurpo, segundos después, el cigarrillo que humea en su boca y lo acomodo en mis labios. Calcula la profundidad de mis ojos al tiempo que pregunta:
– Y tú, ¿Por qué vienes a este lugar?
– Vengo en busca de la felicidad.
– ¿La has encontrado?, inquiere al tiempo que toma el cigarrillo de mis labios.
– Hace algunos años la halle resplandeciente en aquella mesa, digo al tiempo que señalo el rincón donde Fernando navega en una embriaguez pedregosa.
– ¿qué paso después?
– Huyó con la aurora. Sus ojos vuelven a hacerse palpables en mi cerebro a la vez que una punzada mansa roe el pecho. Pero no hablemos de eso… mejor hablemos de ti; ¿cómo te llamas?
– Alejandra Castillo
– ¿En tu castillo hay fosos infestados de cocodrilos y torres custodiadas por arqueros?
– Sí, pero el camino para franquear el portón es alcanzable para algunos mortales.
– ¿Qué deben tener aquellos mortales para alcanzar la fortaleza?
– Ciento ochenta mil pesos, responde suavemente.
– Emprendamos, entonces, el viaje al tálamo, le digo al tiempo que bebo el último trago de cerveza. Dame un segundo me despido de mi amigo y salimos.

Camino hasta la mesa donde Fernando cabecea. Me siento al tiempo que Fernando me contempla como si emergiera de sus ensoñaciones. Me voy con la vieja del fondo, digo sin preámbulos. Fernando mira hacia la mesa. Aguanta, concluye después de la pesquisa visual. Se inclina hacia adelante y toma la botella por el talle; la empina y bebe la mitad del contenido de un sorbo.
– Lo veo mal; debería irse para su casa a dormir la borrachera, digo en tono conciliador
– Estoy bien; usted es el que está mal: irse a revolcar con una prepago teniendo esposa.
– Candelaria no es mi esposa… y tampoco está en la casa. Imagino que está con el cabrón de Eduardo… o con cualquier hijueputa. En vez de estar diciendo estupideces, continúo después de una pausa, deje de beber y váyase a la casa.
– ¿El amor que siente, o sintió por Candelaria, es el mismo que profesa por Juana?
– Candelaria fue un capricho; Juana es el único amor que he tenido y que tendré; después de ella no hay nadie. Advierto, para mi vergüenza, la cursilería de la frase.
– Lo será hasta que agote todas sus variantes, como hizo con Candelaria; después aparecerá otra mujer y detrás de ella otra hasta que se dé cuenta que el único amor que existió fue el que sintió por sí mismo.
– Sabe qué: me voy que la niña empieza a aburrirse y no quiero que esté desmotivada.
– Relájese que el importe cubre incómodos retrasos. Mejor admita que su única posesión es la nostalgia de una noche de cervezas y boleros… el resto, mi caro amigo, son delirios de un esquizofrénico, o, quizás, sombras en la eterna noche…
Me levanto y le doy la mano señalando que la conversación ha concluido. Fernando la mira sin tomarla, se acomoda en la silla y cierra los ojos. Elevo los hombros, doy media vuelta y le hago una señal a Alejandra. Ella se levanta y camina lentamente hasta mí. ¿Vas a invitar a tu amigo?, inquiere. ¡Ni loco!, respondo al tiempo que me hundo en sus ojos. Se acerca, me da un beso desabrido, se separa y lanza una mirada lasciva que me impulsa a salir del establecimiento…

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(Capítulo Anterior)

El rugido de los buses rasguña las tinieblas. Deben ser las cinco de la mañana, piensas al tiempo que tus dedos se hunden en la manigua de cabellos de Juana. Sientes la felicidad jugueteando en la boca del estómago. La esquiva felicidad, murmuras. En las infinitas noches del ejército barajaste todos los escenarios que harían posible el arribo de aquel sentimiento de plenitud por el que los humanos devastan montañas, tronchan vidas y envenenan ríos. ¿Por qué será, le preguntas a las sombras, que la felicidad de una persona conlleva a la desventura de otra? El regocijo de tener a Juana entre tus brazos, de haberla poseído, es necesariamente la desdicha de Manuel Cadena, el astado marido de Juana. Una erección tibia germina entre tus piernas. Llegan a tu mente las imágenes desmenuzadas del bar de boleros, del taxista ebrio y, por último, de Juana pidiéndote que te quites la ropa mientras ella entra al baño. Prendiste el televisor para recrear la efervescencia que te subía por los entresijos ; a los diez minutos de interesantes gemidos venusino salió la referida; la miraste de abajo hacía arriba, como aconseja la urbanidad de Carreño; los pies no se le veían por la esquina opuesta de la cama, las rodillas son un poco grandes, como de futbolista, pensaste en ese momento; los muslos, ¡bendición del cielo!, son perfectos, están en el centro de la excelencia: no pertenecen al rollizo pernil de las obesas ni a la magra pierna de las macilentas, remataste. En medio de las dos pilastras de tersa carne, estaba el último bastión abrigado por una diminuta tanga negra de seda, dejando vislumbrar, como una mancha en el crepúsculo, la magnificencia del futuro goce. Navegando hacia regiones más septentrionales estaban los moderados senos que opacan la simetría múltiple de las piernas, la tanga negra y la curva sinuosa que une las caderas, la cintura y el busto. ¡Nada es perfecto!, dice tu padre desde el oscuro averno del pasado. En el pináculo se hallan dos ojos lascivos y unos labios carnosos que prometen amenas felaciones. Después de diferir el inicio del cotejo por el necesario tanteo visual, Juana decide acercase a la cama con pasos cortos. Llega hasta el borde subyacente del lecho, se inclina para posar sus manos en el tálamo, levanta la rodilla izquierda para apoyarse en ella y poder subir la gemela; una vez está afianzada en las cuatro extremidades inicia el abordaje con pasos lentos de felino; te debates entre la excitación y el temor; ella, entre tanto, sigue su lento contoneo hasta que su cabeza está más arriba de tus rodillas. Hay una breve pausa; extiende su mano izquierda y toma con destreza (valga la paradoja semántica) el candente ariete; tasa su firmeza (la del mástil) con rítmicos y vigorosos movimientos ascendentes y descendentes; concluida la primera fase de verificación prosigue con la inspección oral: introduce la cabeza del objeto en los labios carnosos, dándole una chupada enérgica; te retuerces con la segunda incursión de la inquisitiva boca; en este punto del trance Juana se toma confianza iniciando el movimiento conjunto de lengua, labios y manos en magistral coordinación; te deshaces en ridículos gemidos que, en imprevisto acuerdo con los destemplados gritos que salen del reo empotrado en la pared, hacen coro. Concluye el ejercicio con una mirada inquisitiva; se lanza sobre la cama con las piernas abiertas esperando que recompenses los favores recibidos; desciendes, por tanto, al cálido meridión, donde encuentras la negra seda que separa la lengua de su gabela erótica. Tomas el panty por los hilos laterales y lo halas hacía abajo con paciencia, hasta que el guarda empieza a enrollarse; Juana levanta la pelvis para liberar al suave carcelero al tiempo que continúas con la tarea de marginarlo; desciendes por los candentes obeliscos hasta arribar a los anónimos pies. Viajas, un segundo después, en el sentido contrario hasta llegar al otrora cautivo delta; frotas tu mejilla izquierda en su arenosa superficie hasta que la tranquilidad inunda tu corazón; giras un poco y encaras el objeto anhelado; le das la bienvenida con un beso, y procedes a separar los húmedos pétalos con los dedos índice y pulgar; un olor ácido inunda el lugar, lo cual no obsta para que te lances a lamer el timorato cacho de carne que aflora entre los pliegues de la flor; Juana gime con placer al tiempo que mueve el torso en convulsos movimientos; la sacudida te incita a prolongar la faena lingüística hasta el agotamiento. Te levantas para apoyarte en el codo izquierdo y con el derecho le introduces el dedo índice, zapador por excelencia, en la ignota caverna; Juana gime con sincera exaltación…

El recuerdo se evapora con la batahola del corredor. Una mujer vocifera sin concierto. Los dicterios brotan como una catarata de su boca. El radio del celador pasa frente a la puerta desperdigando los compases de la Sonora Matancera. Se escucha al fondo la voz empañada de un hombre. Un segundo después cruzan trotando varias personas. La maraña de gritos rebota en las paredes. ¿Qué pasa?, pregunta Juana con voz encharcada. Nada princesita, dices con ternura. La palma de tu mano derecha vaga por su mejilla. Segundos después te sepultas en la suavidad de su pómulo. Los gritos se extravían en una cresta de frases deshilvanadas que derivan, al final, en sollozos afelpados. Juana sucumbe al embate del sopor. El amanecer, murmuras al tiempo que un destello ajado de luz penetra por la abertura de la cortina. Aquella noche en la oficina de Eduardo supiste que no hallarías sosiego hasta que la aurora te hallara en brazos de Juana. Y acá estás: conociendo el letargo causado por la consumación de un deseo. La ejecución parcial de un deseo, corriges. Un sueño, continúas reflexionando, jamás se consumirá plenamente: siempre quedarán rescoldos que brillarán en la caverna de las apetencias hasta el día en el Caronte arribe en su barca. Una buena noche, continúas con la disertación, escucharé un rumor en el fondo de la memoria; inicialmente será un bisbiseo que crecerá hasta transformarse en una insufrible letanía que pasará a cuchillo todos tus pensamientos. En ese instante te lanzarás a buscar el sabor de su piel en otras pieles y la curva de su cintura en otras cinturas. Ensayarás amaneceres pálidos, como el que cruje detrás de la ventana, y noches etílicas como la que pereció pocas horas atrás. Pero ninguna piel poseerá el relente de almidón, ni ninguna cintura tendrá la excentricidad perfecta; los amaneceres serán más turbios o más refulgentes y a las noches les faltará el bolero que incita el recuerdo o las vocales redondas que invitan a la confesión. Una oleada de congoja anega tu corazón.

De todo aquello me quedo un vacío
como un verso de súbito olvidado

recitas de memoria al viejo Carranza. Quisieras atar el tiempo al perchero y abandonarte al goce eterno de su cuerpo; besarlo y penetrarlo hasta el hartazgo; desenmascarar la sabiduría de aquellas manos que te han conducido a un amor de húmedos callejones y de ventanas enrejadas. Porque esa es la parte que te corresponde en esta aventura: callejones donde la nostalgia se marchitará hasta ulcerarse y verjas desde las que vigilarás tu desventura. Un mordisco certero en la boca del estómago te obliga a apretar los ojos. Ese es el desenlace de los sueños alcanzados: dolores inclementes, atardeceres sangrantes y noches enhebradas en el insomnio. Pero es inevitable, continúas: nadie gobierna sus sentimientos ni dirige sus apetitos. Estos son por definición insensatos: no entienden argumentos ni razonamientos, simplemente quieren asaltar el objeto deseado. Es ineludible, por tanto, que estés recostado en una cama de motel con Juanita, como inevitable será el padecimiento que este hecho traerá a tus días. El lamento de un acordeón rasguña la luz mortecina; segundos después un gemido estrangula el brillo de su tonada. El vagido amoroso provocar un cosquilleo espeso que te impulsa a despertar a Juana. Mi vida, dices con tono azucarado. Juana abre los ojos lentamente, como si le doliera abrirlos. Mi vida linda, murmuras tiernamente. Juana lee tus ojos; sonríe y te toma por la nuca para acercarte. Sientes su lengua clavándose en tu boca al tiempo que Beto Zabaleta canta detrás de la pared:

el que persigue placeres se choca
después de haber deshojado una rosa
con un camino de espinas

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Hablando Solo (2)

 

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(Capítulo anterior)

Su cabeza está ligeramente ladeada hacia la derecha. Una gavilla de cabellos negros se desbarranca por el costado oblicuo inundando el hombro derecho en una vorágine de ondas y surcos. Un sendero de lunares custodia una frente amplia y cruzada por dos hendeduras. Las cejas coinciden con el marco bermellón de las gafas. Los ojos están bordeados por una línea violeta que enclaustra una mirada menguada por el tiempo. Los pómulos son prominentes, casi amenazantes. El delgado tabique remata en una nariz respingada. Los rollizos labios permiten ver los pequeños dientes. La imagen sugiere que la mujer hablaba en el momento en el que fue tomada la fotografía. Los anteojos, la cadena que emerge entre la manigua de cabello y los aretes insinúan, asimismo, que goza de estabilidad económica. Las pequeñas bolsas que sostienen los ojos hablan de noches de desvelo y la oscuridad de la mirada sugiere atardeceres melancólicos…

Tomo la cajetilla de Pielroja que descansa en el costado derecho del computador. Extraigo un cigarrillo ajado y lo enciendo con un fósforo. Siento el humo rasguñando los pulmones. Exhalo enérgicamente contra los ojos que me contemplan desde el fondo del tiempo. Candelaria murmura desde la cama. La miro con displicencia. Escudriño los ojos marchitos de Juana. Intento ubicar el último día que la vi. Desde la oquedad de la nostalgia emerge una calle desierta. Brota, de la misma forma, una noche melancólica de borrachos estrellándose con bolsas de basura e indigentes desenterrando esquirlas de felicidad de botellas de pegante. Estoy solo en una tenducha. Sobre la mesa se dibujan las sombras de una docena de botellas. Miro hacia la calle para oxigenar el tedio. Brota repentinamente de las desmedidas carcajadas de un grupo de adolescentes. Me mira por un segundo y continúa su camino. Grito su nombre cuando pasaba frente a mí. Apresura el paso temiendo, quizás, que la persiga. Contemplo su espalda hasta que esta se disuelve en la oscuridad.

Deja de fumar; dice Candelaria con voz pedregosa. Vislumbro el cigarrillo lanzar una estela gris de humo. ¡No; Me; joda!, mascullo pausadamente. Me encara con ira; sostengo la mirada; gira y se arropa la cabeza. ¡Hijueputa; malparido; cabrón de mierda!, dice con la voz enredándose en las cobijas. Si supieras mi pequeña Candelaria que esta mañana me encontré con Juana Otero no estarías lanzando improperios entre las cobijas sino jarrones contra las paredes, pienso al tiempo que hundo el cadáver del cigarrillo en el cenicero.

La tarde del viernes examinaba las direcciones de los locales que tenía que fotografiar. La última dirección atrajo mi atención. Eduardo, dije con una sonrisa gris; ¡esta es la dirección del cabrón del Eduardo!, dije en voz alta, casi gritando. El lugar estaba a seis cuadras del parque donde revisaba los papeles. Cuando arribé a la dirección sentí un temor que nacía del centro del estómago. El local lo ocupaban mesas que descansaban apiladas en un rincón. El piso estaba tapizado por una capa de papeles y tierra. La memoria me llevó a los días en los que Eduardo seducía muchachitas ingenuas internándolas en la maraña de embustes y versos aprendidos en tardes de ocio. Mis profesiones, recuerdo que me dijo el día que lo conocí, son las ventas y la seducción; más la segunda que la primera. ¡Recordando viejos tiempos!, me dijo un hombre desde la puerta. Giro la cabeza sabiendo que la voz pertenece al legendario Eduardo. Recordando; no; trabajando. ¿Trabajando?, responde la sombra que navega en las tinieblas; pero si tu nunca has trabajado en tu puta vida. Una carcajada sonora encrespa el silencio del lugar.

El acopio de doce cervezas me infunde, horas después, el suficiente valor para preguntarle por Juana.
-Esa vieja terminó medicina en Medellín. Allá trabajó un tiempo largo; más de ocho años; luego se devolvió para Bogotá, indica moviendo las manos con energía.
-¿Vive con alguien?
-Con el hijo solamente. El recuerdo del niño que lloraba cuando la abrazaba marchitó la alegría que el alcohol había sembrado en mis ojos.
-¿tienes su teléfono?, dije con voz neutra.
-Sí, pero no te lo daré por nada del mundo. Juanita fue muy clara al advertirme que ese teléfono no podía caer en tus manos.
-¿Cómo va saber ella que me lo diste?, pregunté con desconsuelo.
-Porque soy el único de los amigos de aquellos años que aún trata. Juanita abandonó todos los amigos y lugares que lo unían, después que le jodieras la vida; o mejor; que se jodieran la vida mutuamente. Llegó a mis ojos la banca de la calle 95 y el sauce que la custodiaba; las tenduchas en las que nos embriagábamos; el motel en el que contemplábamos el polvo navegando en los rayo de sol que se colaban por las cortinas.
-Hagamos un trato: me das el teléfono de Juana y yo te dejo seducir a Candelaria.
-¿Candelaria?, preguntó con la botella frente a la boca.
-Mi compañera. Es una guajira de veinte años que conocí en Fonseca, cuando era profesor.
-Veo que no has dejado de ser un completo hijo de perra: ¡¿me estás ofreciendo a tu esposa por el teléfono de tu antigua amante?!
-no es mi esposa. Es… ¿cómo decirlo?… las circunstancias nos unieron y ellas mismas nos separarán algún día. Sólo le doy un empujón al destino.
-En ese caso, mi querido amigo, creo que no es uno, sino dos los favores que me pides.
-Cuando te acuestes con ella entenderás que el de los dos favores soy yo: te doy una amante para alejar el aburrimiento y, como si lo anterior fuera poco, tendrás la oportunidad de conocer el mejor catre de la guajira. La lascivia empieza a lustrar su mirada. Una sonrisa infame deforma la comisura de sus labios.
-¡Trato hecho y no deshecho!, dice al tiempo que extiende su mano. La tomo y correspondo la fuerza con la que oprime mis dedos con una sonrisa fingida.
-Antes de darte el teléfono quiero saber una cosa: ¿cuánto tiempo llevan viviendo juntos?
-tres años y medio, respondo con naturalidad. Una carcajada estrepitosa rasga el velo melancólico del lugar
-siempre he dicho que eres el más cabrón de todos los hijos de perra que haya conocido en mi vida, dice al tiempo que golpea la mesa con la mano abierta…

Contemplo una vez más la fotografía que tome esta mañana. Felipe tenía razón: la felicidad existe. Y no sólo instantánea, como él asegura; también la hay de grandes extensiones. Tomo la cajetilla y extraigo el último Pielroja. Enciendo la punta del cigarrillo al tiempo que aspiro con fuerza. Los pulmones se inflaman con aquella serenidad lacerante que viaja en la densa nube de humo. Una congoja percude la sonrisa que escapa por las comisuras de mis labios. Levanto el maletín que reposa sobre una pila de papeles arrugados. Saco del bolsillo una cuaderno verde. Busco entre sus hojas la letra de Juana. La encuentro entre los versos de Federico Díaz-Granados. Su caligrafía, a pesar de ser encorvada como la mía, es más legible. Bajo su nombre está escrita la dirección de su trabajo y una flecha que llega hasta los versos encerrados en un cuadro rojo. Leo en voz alta:

Las mujeres han salido de este cuerpo dando portazos
quejándose de mi tristeza,
en algunas temporadas se han quejado de la humedad
de mucho frío, de algún extraño moho en la alacena

En la orilla inferior izquierda sale otra saeta que apunta unas palabras escritas con tinta roja:

“la humedad no molesta tanto como la propensión a desembarcar en otras orillas ni la tristeza hiere tanto como el afán de refugiarte en otras piernas”.

En ese instante la voz de Don McLean agrieta la elipsis:

I thought that I was over you
but its true, oh so true
I love you even more than I did before
but darling, what can I do?
oh you do not love me
and Ill always be

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Hablando solo (1)

mujer1(Fuente de la Imagen)

Caminan hacia la salida de la universidad sosteniendo una conversación amena. La llevas de gancho y sientes su mano abierta sobre tu muñeca. Siempre te ha gustado que ella te lleve así. Me lleve, te dices al tiempo que una ráfaga fría golpea tu híspida barba. Ni la llevo ni me lleva, piensas mientras Juana observa una pancarta que pende en la entrada de la universidad. El único responsable de este encuentro es el destino: nadie más que él es capaz de enlazar todas las variantes para que nos encontráramos el miércoles en mitad de la plaza de San Francisco, continúas deliberando. Te gustaría acompañarme a ese evento, escuchas la voz de Juana entre las tinieblas de la reflexión. ¿Cómo dices?, preguntas con la voz enlagunada. Que si me acompañarías a ese evento, dice Juana con su voz de azúcar. Levantas los ojos y te encuentras con un pendón que invita a un ciclo de conferencias sobre la responsabilidad de los padres en la crianza de los hijos. ¿Por qué no invitará al marido?, te preguntas al tiempo que un ligero rumor gorgorea en el callejón de tus sentimientos. Claro, ¿por qué no?, respondes con naturalidad. Quisieras acompañarla a ese y a todos los lugares a los que ella te invitara. Podría ir al infierno si me lo pidieras, murmuras. Un tenue rubor enciende los lóbulos de tus orejas. Más que romántico eres cursi. Siempre te has dicho al filo de la inconsciencia etílica que eres un romántico; pero la verdad, lo sabes mejor que nadie, es que eres un hombre con una enfermiza propensión a la cursilería. Afortunadamente la mayoría de las ridiculeces las guardas para ti. ¿A dónde vamos?, vuelve a interrumpir Juana. Vamos a… no sé. ¿Qué quieres hacer? Juana busca en la oscuridad tus ojos. Quisieras enterrarte en sus ojos tibios hasta el final de los tiempos. Vamos a tomar una cerveza, consigues decir después del desagradable paréntesis. El problema, anuncias con voz vacilante, es que no sé a dónde ir. En ese instante emerge de las sombras un señor con delantal blanco. Tienes la sensación que fue enviado por alguien. ¿Quieren tomar una cerveza y escuchar buena música?, inquiere con una sonrisa bondadosa. El destino lo remitió, te dices mientras contemplas el volante que te entregó. ¿A qué llama usted buena música?, preguntas con voz palpitante. Boleros, contesta sin vacilar. Giras la cabeza a la derecha en busca de Juana. La encuentras con los ojos lustrosos. ¿Entramos a ese lugar?, inquieres con la certeza que dirá que sí. Gira la cabeza en señal de aprobación. ¡Vamos!, le dices al heraldo del destino. Este cruza la calle con una rapidez prodigiosa. Frena en la puerta del establecimiento al tiempo que abre los brazos. La única mesa libre está al fondo, dice al tiempo que pone la mano derecha sobre tu hombro. Te incomoda que la mesa quede al lado de la grieta por donde prorrumpen meseros como brotes de hierba. Uno de ellos se detiene frente a la mesa. ¿Qué desean?, pregunta con las manos en la espalda. ¿Qué quieres?, trasmites la inquietud a Juana. Una cerveza, responde con una sonrisa de comercial de dentrífico. ¿Nacional o importada?, interrumpe el mesero. Nacional, responde Juana con una sonrisa rebosante de sensualidad ¿Aguila, Poker, Costeña o Club?, pregunta de nuevo el mesero. Costeña, indica con los ojos refulgentes. ¿En vaso o en botella? Continúa el mesero. ¿En vaso de vidrio o en vaso de plástico? ¿En plástico transparente o en plástico opaco? ¿En plástico opaco con estrías o en plástico sin estrías?, interrumpes. El mesero te lanza una mirada fulminante. En vaso de vidrio y para mí una cerveza águila en botella, respondes con las vocales magullando la penumbra. Extraes del bolsillo interior de la chaqueta la cajetilla ajada de Pielroja y el encendedor. Contemplas el mechero. Recuerdas que abandonaste los fósforos gracias a que quemaste accidentalmente una extensión considerable de pasto al lado del edificio 404. Sientes el impulso de contarle la historia a Juana pero te detienes ante la posibilidad que ya se la hayas narrado.

A las tres horas la conversación resbala por  engranajes lubricados por veinte cervezas (diez en cada hígado). Quisieras hablar sin detenerte pero la vejiga pide justicia dedsde las nueve de la noche. Cuando te levantas sientes la punzada en los entresijos. Uy jueputa, farfullas mientras caminas al mingitorio. Miras las ramas de eucalipto marchitándose por efecto de los orines. Apuntas el chorro contra las baldosas para no tocar los gajos ambarinos. Miras la pared del frente y te encuentras con un rosario de improperios contra el presidente de turno. Arriba de un epíteto trazado con tinta azul encuentras una caligrafía perfecta que contrasta con las letras encorvadas que han trazado alcohólicos y embravecidos estudiantes durante años. Algo en la redondez de las vocales y en la firmeza de las consonantes te impulsa a confesarle a Juana que te gusta desde la noche que la buscaste en la oficina donde trabajaba Eduardo (amigo común que se vanagloria de alcohólico consumado y mujeriego incorregible). Una espuma dulce asciende por la boca del estómago. Subes la cremallera y sales envalentonado a la mesa donde Juana espera con la mirada opacada por los efluvios etílicos….

Al filo de las dos de la mañana estás navegando en la densa fosca de la embriaguez. Juana te contempla con la mirada arenosa. Debería sentirme satisfecho con haber catado sus labios, te dices al tiempo que empinas la vigésimo primera cerveza. No hay posibilidad que esto se repita; no hay más allá; non plus ultra, concluyes. Quisieras recibir la aurora con su cabeza descansando sobre tu hombro derecho. ¿La invito a pasar la noche conmigo?, te preguntas al tiempo que los labios de Juana atenazan los tuyos. Sabes que sus labios no morderán de nuevo los tuyos y que sus ojos no te volverán a contemplar con la ternura que lo hacen ahora. Entiendes, asimismo, que en la lista de prioridades los primeros escaños los ocupan su hijo y su esposo; tú sólo eres una aventura que concluirá cuando la música se hunda en el silencio y te saquen del establecimiento; en ese instante te transformarás, para tu desgracia, en un exiguo rumor en el tropel de recuerdos. Tomas un mechón de su cabello y lo acomodas detrás de su pequeña oreja. Pasas el dorso de tus dedos por su mejilla izquierda. ¿Quieres pasar la noche conmigo?, te oyes decirle como si fuera otro el que lanza la importuna pregunta. Sí, responde Juana con sensualidad. ¿El niño con quién se queda?, interrogas con amargura. Con mi esposo… esta tarde llame para avisar que me quedo esta noche en la casa de Cristina para hacer un ensayo. La miras a los ojos. ¿Quién puede creerse esa mentira tan obvia? ¿Y si el esposo llama a la casa de Cristina? Cristina ya sabe qué debe decir, responde Juana como si hubiera oído tus pensamientos. Creo que es hora de irnos, continúa. Levantas la mano. Dos meseros acuden afanosos a la mesa. La cuenta, por favor, dices sin dejar de contemplar el sendero de pecas que custodian la nariz de Juana. Los oyes alejarse. Un minuto después ves deslizarse la cuenta sobre la mesa. Miras la factura. Te acercas a los oídos de Juana y le susurras: vámonos que nos están cobrando menos de la mitad de la cuenta. Sacas los billetes arrugados del bolsillo derecho del pantalón. Los dejas sobre la mesa y dices en tono sarcástico al mesero que trajo el recibo: quédese con el cambio. Juana, entretanto, te espera en la puerta. Te levantas al tiempo que Walter Jiménez canta:

Soy ese beso que se da
sin que se pueda comentar
soy ese nombre que jamás
fuera de aquí pronunciarás,
soy ese amor que negarás
para salvar tu dignidad
soy lo prohibido…

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