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Retrato onírico

Hoy me desperté con la imagen de una mujer tallada en los surcos de mi memoria. Estaba sentada en una sala iluminada por bombillas que destacan de la cuadrícula del techo. Su cabello, negro como la noche, se divide en dos flancos; en el margen derecho el cabello viaja en olas desde la frente hasta le mitad la mitad del pabellón derecho; el izquierdo, entre tanto, baja, cual catarata fuliginosa, por la frente curvándose en las cejas hasta desvanecerse detrás de la oreja izquierda. Su mirada se debate entre la picardía y la seducción. Los ojos descansan sobre dos almohadillas engendradas por una sonrisa a mitad de camino. En la punta de la nariz nace el paréntesis que recluye la boca que se inclina peligrosamente hacia la izquierda. El ángulo de los labios, además, labra vagamente en la mejilla izquierda un hoyuelo. El maxilar se apoya en un mechón de cabello trincado por un caucho fucsia; el tercio de cabello que está libre se trenza en una suerte de tormenta que concluye sobre la camiseta verde. El mechón, a su vez, reposa sobre el hombro izquierdo, muy cerca de un lunar negro. El hombro derecho, por su parte, está tenso gracias al trabajo que entraña sostener el brazo en la incómoda posición en la que se encuentra. Del cuello desciende una cadena de plata que sostiene un ídolo inextricable. La cadena y a la estatuilla están circunscritas en la semicircunferencia del cuello de la camiseta. El brazo izquierdo brilla a causa del destello de las bombillas y el izquierdo está sumido en la sombra que proyecta la cabeza sobre él. Con la mano derecha sostiene un vaso de vidrio surcado por el reflejo de dos líneas rojas…

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Dos versiones y un único asado

El sábado tuve la fortuna de ser invitado a esta tradicional reunión. En esta ocasión la anfitriona cedió las prerrogativas a uno de los asistentes para poder sentarse cómodamente a discurrir sobre las Lecciones de Jena impartidas por Hegel entre los años 1804 a 1806. En el momento en el que hablábamos de la dialéctica del trabajo el condumio estuvo dispuesto, razón que nos impulsó a cesar en la agradable charla para paladear las viandas (Estas se acompañaron de la ancestral cerveza y el novel aguardiente). Al término de la pitanza reflexionamos sobre el carácter en la “Ética” de Aranguren. En el punto más álgido L. C. se levantó a perorar largamente sobre la racionalización en Weber frente a todos.

Una amiga tiene, sin embargo, una versión que difiere de la mía en algunos puntos: la anfitriona no habló de las Lecciones de Jena entre los años 1804 a 1806 sino de las Aberraciones de Jenny entre el primer semestre del 2004 y el segundo del 2006. Después de “tragar como marranos” (con esas palabras se refiere mi amiga) hablamos toda la tarde de la falta de carácter de Aranguren y la poca moral de su novia. L.C., para finalizar, no disertó sobre la racionalización de Weber sino que balbuceó algunas palabras frente al inodoro antes de devolver las atenciones.

¡Hay que ver cómo cambian las cosas con aguardiente en la cabeza!

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