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Bloomsday (Bogotá)

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(Fin de la construcción)

Algunos buscan la poética en el amor, otros en la cálida mirada del tiempo y algunos más en la farmacia o en la taberna. La mayoría supone que la inspiración está lejos de los hombres y mujeres comunes (vulgares como suelen llamarlos en su arrogancia). Yo, contrario a ellos, estoy convencido que la musa camina entre las personas que vemos con frecuencia y que está hecha de fragmentos de cotidianidad: nubes grises, un perfume que trae a la memoria noches de pasión, o el vallenato que sugiere una novela, son más eficientes que sentarse en fríos salones a escuchar a hombres y mujeres (que nunca han escrito una novela) para que nos digan cómo debemos escribir y a quiénes debemos leer…

Las palabras que encontrarán bajo esta breve introducción hablan, por otra parte, de la vida de un hombre común que viaja, en horas de la mañana, hacia la universidad. El sentido y la forma se ajustan al universo de quien las escribe y están, por último, dedicadas a Karen Lozano, la más escéptica de mis lectoras.

Les dejo, sin más preámbulos, una migaja de mi vida.

Junio 16

9:33 a.m.-9:49 a.m.

Estoy en el alimentador que me llevará a la universidad. Me levanté cuarenta minutos tarde y voy, en este momento, media hora retrasado. Siento aquella melancolía que sobreviene a las noches saturadas de sueños con afán de presagio. Llegan a mi mente las brumosas imágenes de una mujer embarazada. Otra culpa que muerde mis noches, escribo en la libreta azul en la que llevo el diario. Levanto la mirada y veo un gallinazo escalando la brisa con aletazos pesados. Un relente de tristeza encrespa mi respiración. Quizás es nocivo hurgar la cotidianidad, pienso mientras el alimentador gira en la esquina del parque que rodeo todas las mañanas. Las objeciones de Karen caen como una hoja llevada por el viento. La cotidianidad es poética, le repetí insistentemente en el chat. Levanto la cabeza y veo un grupo de nubes pastoreadas por gallinazos. Hasta el más plomizo de los días guarda un verso festivo, me defiendo del imaginario reproche de Karen. ¿Qué pensaría ella si estuviera conmigo en este momento?, inquiero al tiempo que el alimentador se detiene frente a una droguería. De Karen sólo sé que anhela escribir y tocar gaita. Anoto en la libreta que debo enviarle, una a una, las canciones de los Gaiteros de San Jacinto. Quizás, pienso al tiempo que contemplo las letras torcidas, debería presentarle la vecina que dice ser familiar de ellos. El autobús se interna en la nube de humo que expele la buseta que lo antecede. A pesar que el alimentador está atiborrado no se escucha una sola voz. Se estaciona frente a una bomba de gasolina. Un perro blanco duerme bajo la silla de madera. Un rumor de ternura ablanda mi respiración. Quisiera acompañar el sueño del can (¿por qué escribí esta palabra tan presuntuosa?) como lo hubiera hecho, con certeza, Diógenes de Sínope. Llegan a mis oídos las vehementes palabras de un hombre tambaleante en el Parque de los Periodistas. Diógenes hizo vacilar el reinado de Alejandro Magno con su actitud de perro, decía al borde de la inconsciencia. Yo, entre tanto, repetía en mi cabeza el nombre del personaje para buscarlo al siguiente día en el catálogo de la Biblioteca Luis Ángel Arango. Entre los libros estaba La secta del perro, de Carlos García Gual, libro en el que hallé, además de Diógenes, a Luciano de Samosata, autor que evitó, por algunos giros del Destino, morir envenenado por mi propia mano. Entre los circunstantes que escuchábamos al elocuente borrachín estaba José quien, además de compartir el nombre con mi papá prestó servicio en el mismo batallón y nació, al igual que mi padre, en 1948. Ha sido imposible, a pesar de los años que nos conocemos, evitar la tentación de comparar sus vidas. Otro de los que presenciaba la alabanza era Guillermo Bustamante, hombre de quien se decía que había sido gerente de un banco en Medellín y que el despecho lo había arrojado al cartucho. Una tarde de 1999, frente al Parque Santander, me dio una carpeta que contenía un legajo de papeles amarillos. Son mis cuentos, me dijo con voz trémula; se los vendo por cinco mil pesos. Abrí la carpeta y leí el primer relato. Me pareció de buena factura. No tengo plata, dije; le aconsejo que no los venda porque son muy buenos. Me miro a los ojos y me dijo: si no necesitara plata no estaría vendiéndolos. Dio media vuelta y continúo caminando por el Parque Santander. Nunca más volví a hablar con él. El año pasado, en la feria del libro de Bogotá, encontré aquellos cuentos editados por Random House Mondadori. ¿Cuántas manos habrán sido necesarias para que esos relatos llegaran hasta acá?, me pregunté al tiempo que ojeaba el libro. El reloj marca las 9:42. Es innegable que gran parte de mi tiempo lo consumo zurciendo retazos del pasado. Creería (o quisiera creer) que soy un artesano del pasado. Todos, finalmente, lo construimos: vivir no es otra cosa que fabricar toneladas de esa materia pegajosa e informe que se adhiere a las cisuras del cerebro y que los más ingenuos llaman Pasado. La diferencia estriba en que la mayoría lo etiqueta, lo introduce en cajas y lo olvida. Yo, por el contrario, lo contemplo largamente; lo tiño con tonos que lo enaltezcan y al final lo sitúo en un escaparate para que todos puedan observarlo. En ese momento una hojita verde cae de la libreta. La levanto del suelo y la miro con detenimiento. En la esquina superior derecha tiene el escudo de Colombia; en la margen opuesta dice CASA MUSEO y bajo la línea sobre la que descansa el enunciado dice QUINTA DE BOLIVAR. Odio que escriban en mayúsculas. Bajo esta frase hay una casa. Se parecen a las fincas que yo dibujaba en la niñez (la casa la rodeaba de vacas de dos patas y extensas plantaciones que ascendían por los collados hasta encontrarse con el sol que emergía en la intersección de ellos). Del fondo del tiempo viene el eco del agua golpeando contra la piedra del jardín de la Quinta. Retorna con contundencia el sueño de la mujer embarazada. La reconozco entre las breñas de la evocación: es una de mis ex novias. El sueño se presenta, en ese instante, sin estrías: ella usaba el mismo vestido de la última vez que nos vimos y estaba al lado de un hombre que tenía chaqueta y  pantalón de paño, una camisa azul clara y una corbata roja (¿vemos colores en los sueños?). Detesto recordar los sueños con tanta exactitud. Mi ex novia me reclama que la haya lanzado a los brazos de ese hombre. Me arrepiento, de nuevo, de empezar a registrar mi vida. Lo bueno, escribo a pesar de los saltos del bus, es que al final del día no habrá anotaciones; y si las hay, serán pocas. Todas las empresas que he llevado empiezan con una agitación vecina de la demencia para luego diluirse con el paso de los días. Al final son una grata anécdota narrada con voz neutra. Entre palabras y reflexiones llegamos al portal. Sin importar el afán que tenga espero que todos desciendan y bajo de último, con la sonrisa ladeada y la mano en el bolsillo. Me paro en la fila de la mitad y saco tres billetes de dos mil (desde el 2006 compro cuatro pasajes; ni uno más, ni uno menos). En la ventanilla de la derecha una mujer discute por el cambio. La taquillera le dice que cada pasaje vale mil quinientos pesos y que dos valdrían, en consecuencia, tres mil pesos. La mujer sonríe ampliamente al comprobar su error. Llegó a la ventanilla y envío bajo la abertura de la ventanilla los tres billetes; miro a la mujer a los ojos y le lanzó una sonrisa cordial; sonríe en compensación. La tarjeta azul se desliza por la ranura. La levanto, doy media vuelta y empiezo a cantar

Corazón martirizado
ya quieres irte sin decir nada
quién te calentó el oído
con frases linda, con frases vanas
sabes que ninguno puede
quererte tanto como te quiero
si quieres me arranco el pecho
y en mil pedazos te entrego el alma

Miro el reloj; 9:49. Anoto la hora en la libreta al tiempo que bajo las escaleras.

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